jueves, 14 de abril de 2016

Los riesgos del sarcasmo


Actualmente se vive una catástrofe en relación a la situación de millones de personas que ya no pueden vivir (por violencia, hambre, desocupación) en sus países de procedencia y que con frecuencia sólo encuentran rechazo y discriminación en los posibles lugares de arribo. Desde este doloroso contexto evoco un artículo que publicó Rosa Montero hace ya unos años.

Siempre me han pasmado de modo especial, quizá por mi trabajo, las confusiones que puede originar un mísero puñado de líneas impresas. Personalmente, el malentendido profesional mayor y muy patético que guardo en la memoria sucedió hará cinco o seis años, con un pequeño artículo que escribí en la última página de El País. Ya no recuerdo bien la noticia que desencadenó toda la historia, pero fue algo relacionado con un inmigrante ilegal africano con quien la autoridad cometió alguna tropelía especialmente inicua.

Para abordar lo doloroso de aquella situación la escritora optó por el sarcasmo, considerando que era una buena manera de condenar ese acontecimiento y expresar su sentir.

Recuerdo, eso sí, que escribí el articulito por la vía sarcástica y que exacerbé la situación hasta el absurdo, por ver de demostrar de esta manera la injusticia del caso. Y así, dije que a los negros, si se ponían mañosos, había que encadenarlos y azotarlos como en los buenos tiempos, y otras barbaridades semejantes de las que ahora ya no guardo memoria (…)

Todo ello desde el supuesto de que “nadie podía tomarse al pie de la letra” aquello. Pero no fue así y la misma Montero prosigue con la historia.

Pues bien, hubo alguien que sí lo hizo. Poco después de publicar el artículo, me llegó la carta de un hombre que decía ser negro, inmigrante y guineano. Había leído de manera literal y completamente en serio mi artículo atroz y, pese a ello, su tono no era indignado, sino apesadumbrado. Era una carta sencilla y modesta, apenas diez líneas escritas a mano, en la que me decía que los negros también tienen derecho a vivir. Carecía de firma y de remite, por lo que, para mi desesperación, no pude contestarle ni explicarle. Sin duda mandó una carta anónima porque temía posibles represalias.

Esa carta permitió a la escritora reflexionar en relación a la diversidad de los lugares desde donde se codifica lo expresado.

Entendemos las cosas desde lo que somos: desde nuestras necesidades, nuestros miedos, nuestras obsesiones. Estremece imaginar desde qué realidad leyó aquel hombre mi desenfrenado artículo sobre los negros para llegar a interpretarlo al pie de la letra. Cómo sería su vida, de qué infiernos venía para creer que esa sarta de infames disparates iba en serio. Para no tener ni siquiera la capacidad de indignarse. Para hablar de ese modo manso y dolorido.

Posiblemente estos desencuentros en muchos momentos son inevitables pero conviene tener en cuenta que, tal como subraya la misma Rosa Montero, “es la propia existencia la que nos va tallando nuestras entendederas”.

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