No
es novedad para nadie que los pueblos también se conocen por medio de su
cocina: alimentos, aromas, salsas, combinaciones. En esta oportunidad vamos a
referirnos al caso de Italia y para ello recurriremos a Julio Camba quien se
interesó en el tema. “En general, toda la cocina italiana se distingue por su
carácter lírico. Es una cocina fácil y sencilla como ninguna otra, pero siempre
tiene emoción.” Llegado a este punto debe aludir necesariamente a una de sus reconocidas
especialidades: las democráticas pastas.
Las pastas, que constituyen su base principal, se hacen
ex profeso en las casas ricas, donde se las adereza con un buen jugo de carne,
y se compran hechas para las casas pobres, en las que sólo el tomate les sirve
de condimento; pero en todas partes están deliciosas. Al revés de los platos
franceses, que, no admitiendo términos medios, exigen una primera materia muy
difícil de obtener y una técnica muy difícil de conseguir, los platos italianos
están al alcance de todas las fortunas y de todas las capacidades (…) Son, como
digo, platos de una gran simplicidad, pero yo no sé qué ternura les comunica la
cebolla ni qué gracia les añade el queso, que hasta los mismos turistas
anglosajones se ponen a suspirar después de tomarlos.
Camba
coincide con la opinión generalizada en cuanto a que la cuestión reside en que
las pastas estén en su punto. “El secreto primario de las pastas está en darles
el punto justo de cocción a fin de que, como dicen los italianos, crescan in corpo y a fin de que el
cuerpo crezca con ellas. Una pasta demasiado cocida, en efecto, es una pasta
muerta o, por lo menos, inerte.” Y apunta que los nombres también tienen lo
suyo en todo esto.
Spaghetti,
ravioli, tagliarini, lasagne, tagliatelli… Comprenderán ustedes que estos nombres
deliciosos no pueden designar ninguna cosa mala, y aun no hemos hablado de los macarroni, con sus hijos los macarroncelli y sus padres los etrozzapreti o asfixia-curas: unos
macarrones gordísimos, cuyo excesivo diámetro no les permite pasar sin
disturbio por las gargantas del bajo clero, y que se reservan para los
canónigos.
Pero,
¿quién fue el creador de este portento culinario? Para Rafael Galvano no hay
dudas respecto a que el genio de Leonardo da Vinci aquí también se hizo
presente
(…) y, no se sabe bien cuándo ni dónde, Leonardo inventa
los spaghetti. Esto no es más que una
simplificación, ya que los traídos originalmente de China por Marco Polo aún se
conservaban, pero eran utilizados como adornos para decorar las mesas. A su
vez, ya había existido la pasta en Italia: en Nápoles se preparaba una pasta
bastante espesa, más parecida a la lasagna.
Leonardo no hace otra cosa que alterar su forma, convirtiéndola en delgados
hilos parecidos a cuerdas que, cortados y hervidos, constituyen aquello que
Leonardo llama spago mangiabile (esto
es, cuerda comestible).
Según
Galvano el tenedor en uso por aquellos entonces no era adecuado para comer
spaghetti y Leonardo debió perfeccionarlo. “Al comienzo no tienen mucho éxito,
y por eso Leonardo provee otro gran invento: al agregarle un diente más al
tenedor de dos dientes que se utiliza normalmente en las cocinas, llevando este
nuevo utensilio a la mesa” (a esto ya nos hemos referido en otra ocasión http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2014/04/aproximacion-la-historia-del-tenedor.html)
Existe
amplia experiencia de que comer spaghetti no es cosa fácil; Julio Camba aborda
el tema subrayando que en este terreno el comensal requiere más pericia que el
cocinero.
No es
que yo vaya a pronunciarme aquí de buenas a primeras contra los spaghetti,
la más popular, sin duda, de todas las creaciones gastronómicas italianas; pero
sí quiero decir que este plato exige una técnica mucho más laboriosa,
complicada y artística por parte del comensal que por parte del cocinero. Al
cocinero, después de todo, le basta con hacer la pasta, si es que no la
adquiere ya hecha; como ocurre en la mayoría de los casos, y cocerla; pero el
comensal tiene que tomársela, y una vez lanzado a esta empresa, no tarda en
realizar el carácter temerario de la misma. Los primeros spaghetti,
en efecto, que el hombre engancha en su tenedor y levanta del plato con el
designio evidente de entenderse con ellos a solas se agarran desesperadamente a
los otros, arrastrándolos consigo y poniendo al infeliz en la dramática
disyuntiva de zampárselos todos juntos en un solo bocado o de no zamparse
ninguno. Entonces nuestro héroe trinca su hebra de spaghetti
con los dientes y, echando la cabeza
hacia atrás, se pone a tirar de ellos con toda su alma; pero los spaghetti
están dotados de un prodigioso coeficiente de elasticidad, y cuando, en fuerza
de tirones, el insensato rompe alguno de ellos, lo único que consigue es que
el spaghetti
roto se dispare violentamente contra sus propias narices como una goma en tensión
que se soltara de pronto. (...)
No
está, ni mucho menos, al alcance de todo el mundo la tarea de tomarse un plato
de spaghetti con
limpieza y pulcritud, y si alguien lo consigue por excepción alguna vez,
nosotros apostamos desde ahora mismo lo que ustedes quieran a que no se trata
de un comensal barbudo, porque al amparo de una buena boloñesa este tipo de
comensal suele encontrar sus barbas sumamente sabrosas, y no es nada extraño el
que se engulla algunas de ellas confundiéndolas con los spaghetti,
ni el que se deje luego en el hueco algunos spaghetti
creyéndose que son barbas.
Y tal vez por aquello que a dónde
fueres haz lo que vieres, Camba describe el procedimiento oficialmente aceptado.
“Los italianos cogen unos cuantos spaghetti entre las púas del tenedor,
apoyan luego el tenedor contra una cuchara y, teniendo la cuchara fija, le
imprimen al tenedor un movimiento giratorio hasta formar en su extremidad con
los spaghetti un ovillo perfecto.” Así
pues una buena opción sería la de copiar estas maniobras aunque claro está –concluye
Julio Camba- podría ser divertimento de otros. “Si ustedes ensayan el
procedimiento, lograrán comer sus spaghetti
de una manera decorosa, y al mismo tiempo distraerán a los vecinos de mesa con
un bonito número de circo.”
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