Hay culturas que pretenden dictar
cátedra a otras acerca de cuál debería ser el ordenamiento de sus valores para
poder, siguiendo esa receta, acceder al paraíso del desarrollo. Estos intentos
suelen fracasar puesto que la prioridad que se otorga a unos valores en
relación a otros, tiene que ver con el concepto que se tenga de felicidad. Un
buen ejemplo de ello es el que describe Ryszard Kapuscinski
(...) hay culturas cuya escala de
valores nada tiene que ver con la occidental. Las hay, por ejemplo, que antes
que el culto al trabajo, tienen en la más alta estima el tiempo de ocio
compartido con la familia. Estas personas trabajan lo imprescindible para
cubrir sus necesidades básicas. (...)
Con estas “inexplicables” diferencias
culturales se topa a diario todo empresario europeo en África. Contrata a un determinado número de personas
y, contento, las ve trabajar. Pero, al cabo de una o dos semanas, sus
trabajadores de repente desaparecen. Perplejo, el hombre se pregunta qué ha
pasado. Y ha pasado algo muy sencillo: el obrero acudió al trabajo porque
necesitaba dinero para casar a su hija o para comprarse un saco de maíz. En
cuanto ha reunido la suma necesaria, se va a casa.
Para ellos, la felicidad no se mide con
la posesión de un tercer televisor, pues no tienen ninguno (¿para qué, si
tampoco tienen luz?). La persona feliz es aquella que vive rodeada de amistad
en su aldea natal, habitada por sus seres queridos.
Llegado a este punto tal vez
no esté por demás recordar que para Thomas Hardy “la felicidad no depende de lo
que uno no tiene, sino del buen uso que hace de lo que tiene”.
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