Ya nos
hemos referido al notable perfil que traza Gay Talese en relación a Alden
Whitman (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2017/02/perfil.html).En esa oportunidad habíamos adelantado que retomaríamos el tema y llegado es el
momento.
Entre
las asignaciones de la prensa escrita está informar acerca de la muerte de
diversos personajes que han tenido una trayectoria relevante en muy diversos
ámbitos. Y como no es cuestión de que llegada la hora, con la premura y la
prisa del caso, se caiga en imprecisiones era (¿es) usual que los principales
periódicos encomendaran la tarea a uno de sus reporteros quien debería tener
todo preparado para una vez que llegara el desenlace.
Este
era el trabajo realizado por Alden Whitman en el Times y que Gay Talese (a quien pertenecen todas las citas de este
artículo) da a conocer en uno de sus extraordinarios reportajes.
La muerte
está en la mente de [Alden] Whitman, cuando, sentado en el metro, se dirige
hacia la ciudad baja, hacia Times Square. En el periódico de la mañana ha leído
que Henry Wallace no está bien, que Billy Graham ha visitado la Clínica Mayo.
Whitman, en cuanto llegue al periódico dentro de diez minutos, se propone ir
directamente a la “morgue” del diario, la habitación donde están ordenados todos los recortes de periódico y
los “avances” de las necrologías, para examinar en qué estado se encuentran
obituarios, preparados de antemano, del reverendo Graham y del ex
vicepresidente Wallace (Wallace murió unos meses después). Whitman sabe que en
la “morgue” del Times hay dos mil
notas previas necrológicas, pero muchas
de ellas, como las de J. Edgar Hoover, Charles
Lindbergh y Walter Winchell, se han escrito hace mucho tiempo y
necesitan ser puestas al día. Recientemente, cuando el presidente Johnson
estuvo recluido en una clínica para una operación de la vesícula biliar, su
necrología fue puesta al día; también lo
fue la del Papa Pablo VI antes de su viaje a Nueva York; al igual que la de
Joseph P. Kennedy.
No se
trata de un oficio fácil dado que se presentan problemas de consideración. “Para
un redactor de necrologías no hay cosa peor
que el que se le muera una figura de renombre mundial antes de que la necrología haya sido remozada.” Otra dificultad reside
en la delgada línea que separa a los vivos de los muertos ya que un “estigma
común que padecen los redactores de necrologías” se presenta cuando “después de
leer o haber escrito un anticipo necrológico, acaban por pensar que la
susodicha persona ya ha fallecido”. Por otro lado –y lo que es común a todos
los escritores- quieren ver su obra publicada tal como lo admite Whitman quien “después
de haber escrito unas bellas páginas necrológicas (…) no hace más que pensar en
el momento en que esa persona caiga muerta para poder ver impresa su obra
maestra”. El interés por ver publicado su trabajo no sólo tiene que ver con
veleidades personales sino con cuestiones materiales.
La
tradicional ansiedad del necrologista por ver sus artículos impresos no se
basa exclusivamente en orgullo de autor
–según un veterano del oficio-, sino que
es también una reminiscencia de los días
en que los directores de periódicos no pagaban a los redactores de necrologías,
que a menudo trabajaban como colaboradores libres, hasta que el sujeto del
escrito hubiera muerto, o, como se decía a veces, “hubiera fenecido”, “dejado este
mundo terrenal” o “partido hacia su último juicio”.
Así
pues, es práctica común en los medios este trabajo preventivo que permita reaccionar
con prontitud en el momento preciso.
La United
Press lnternational, que tiene una docena de ficheros de cuatro cajones de
“historias preparadas” -incluida una de
John F. Kennedy hijo, de cinco años de edad, y de los hijos de la reina Isabel-, no tiene un especialista
exclusivamente dedicado a los muertos, sino que va distribuyendo el cadáver de
turno. Algunos de los mejores acaban en las manos de un veterano reportero
llamado Doc Quigg, del cual se ha dicho con orgullo que “los pule y los hace
cantar”.
Un
secreto a voces es el que tiene que ver con la afición al juego de muchos
integrantes del gremio de la prensa que les impide dejar pasar esta
oportunidad.
A veces,
mientras esperaban, los de la redacción organizaban una quiniela macabra en la
cual todos jugaban 5 o 10 dólares, eligiendo de entre los nombres el que
pensaban moriría primero. Karl Schriftgiesser, el enterrador del Times hace veinticinco años, recuerda
que en aquel tiempo algunos vencedores de la quiniela conseguían hasta 300
dólares.
Alden
Whitman no participa en ello pero “tiene en su mesa una especie de lista de
vivos a los que les concede prioridad.
Esos individuos están incluidos porque piensa que sus días están contados, o
porque considera que ya han cumplido con su misión y no ve razón para retrasar
la inevitable tarea de escribir (…)”
Seguiremos
con el tema.
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