Con
insistencia, y desde muy diversas fuentes, se ha venido poniendo énfasis en el
proceso mediante el cual la política ha devenido en espectáculo y
entretenimiento; a ello se refiere Zygmunt Bauman.
El ciclo de mentiras, negación de las mentiras y
exposición pública de estas no hace más que inyectar fuerza en el valor de
entretenimiento que ya de por sí tienen la política y los políticos actuales:
una virtud nada menor en un mundo obsesionado por (y adicto a) el “infotenimiento”.
Desde
otra corriente de pensamiento, Mario Vargas Llosa también alude a los efectos
que ello supone para la democracia.
No tengo nada contra el espectáculo, el espectáculo me
parece formidable y a mí me divierte muchísimo. Pero si la cultura se vuelve
solo espectáculo, creo que lo que va a prevalecer en última instancia más que
el sosiego es el conformismo. Una especie de conformismo, de resignación, de
actitud pasiva. Y en la sociedad moderna capitalista, la pura pasividad del
individuo significa no el reforzamiento de la cultura democrática sino el
desplome de las instituciones democráticas. Porque esa actitud va en contra de
la participación activa, la participación creativa y crítica del individuo en
la vida social y en la vida política y cívica.
Es
importante acotar que este proceso no es exclusivo de nuestro tiempo. Carlos
Granés –citando a Albert Camus- ilustra lo sucedido a mediados del siglo XX.
No es del todo extraño que los políticos asuman la lógica
del espectáculo. Algo emana de las estrellas y las vedettes que fascina. A Camus no le cabía en la cabeza –como
escribió en Combat el 22 de noviembre
de 1944– que al día siguiente de la toma de Metz los periódicos dieran más
importancia a Marlene Dietrich, que casualmente también andaba por ahí. Sus
palabras fueron proféticas: “No pensamos que los diarios deban ser forzosamente
aburridos. Simplemente no creemos que en tiempos de guerra los caprichos de una
estrella sean necesariamente más interesantes que el dolor de los pueblos...”
Según
Granés los propietarios de los medios sacaron sus conclusiones e hicieron los
ajustes que entendieron necesarios.
Pues bien, empresarios como Rupert Murdoch, que compró News of the World en 1969, aprenderían
la lección contraria: el dolor de los pueblos podía convertirse en espectáculo
y entretenimiento, y los tabloides serían cualquier cosa menos aburridos. De
aquella desasosegada nota de Camus también se desprendía otra lección. Si la
mera presencia de una actriz le roba el titular a una batalla clave de la
Segunda Guerra Mundial, ¿qué político no iba a querer contagiarse de esa aura?
Asimismo
la actividad política se ha venido desprestigiando en forma acelerada a partir
de la sucesión de escándalos de corrupción que han ido reduciendo las fronteras
del asombro. Las consecuencias de ello no se han hecho esperar, tal como apunta
con preocupación Mario Vargas Llosa.
Uno de los fenómenos para mí más inquietantes de la
sociedad contemporánea es esa desmovilización de los intelectuales, de los artistas
frente a los temas cívicos, el desprecio absoluto a la vida política,
considerada una actividad sucia, innoble, corrompida, a la que hay que darle la
espalda, con la que no hay que de ninguna manera ensuciarse. ¿Cómo puede a la
larga sobrevivir una sociedad democrática sin una participación de la gente más
pensante, de la gente más sensible, de la gente más creativa, de la gente con
mayor imaginación?
En
muy pocas palabras Émile Zola nos dejó una severa advertencia que podemos
aplicar al tema de la política en tanto espectáculo y entretenimiento: “Sigan
riendo, si les gusta reír; pero tengan cuidado, porque desde este momento se
están riendo de su propia ceguera.”
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