Nota
preliminar: si usted no pasa por buen momento, absténgase de leer lo que sigue.
Déjelo para otro momento, si es que acaso.
A lo
largo de la historia siempre han existido niños abandonados que debieron enfrentar
múltiples obstáculos con pocos apoyos en una vida que se les presenta hostil,
desolada. Padres que no brindaron a sus hijos lo mínimo que necesitaban para su
desarrollo. Estados que no pudieron proteger a sus niños desamparados.
Historias de desamor. De ayer, de hoy.
No es
difícil encontrar ejemplos y José Luis Melero describe una de estas situaciones
de la que tuvo noticia.
En el
Hogar Pignatelli [en Zaragoza] convivían los niños abandonados (esos a los que
siempre se conoció como expósitos o incluseros) con aquellos otros que pese a
tener familia eran allí entregados por carecer ésta de medios para mantenerlos.
Los domingos eran los días de visita. A los pobres niños abandonados, a los
incluseros, nadie iba nunca a verlos. Esos domingos, sin embargo, siempre había
algún alma noble que les llevaba galletas o golosinas. Entonces, una voz
sobrecogedora avisaba a estos niños para que se pusieran en fila y recogieran
esos obsequios. Y lo hacía con una expresión terrible, entonada con un peculiar
sonsonete, que desde que la conocí se me representa una y otra vez con el mismo
insistente dolor: “Los que no tienen a nadie”. Así los llamaban y esa era la
señal que aquellos niños esperaban para ir a la cola de las golosinas. Me lo
contó por primera vez, hace ya algunos años, el pintor Jorge Gay, que vivió en
el Hogar Pignatelli pues su padre era allí Jefe de maestros educadores y allí tenía
su residencia. Podrían haberles llamado de otras mil maneras, de cualquiera
antes que recordarles cada semana, frente a sus compañeros que sí recibían
visitas, que ellos no tenía a nadie, que estaban solos en el mundo y que todo
lo que pudieran darles dependía de la caridad ajena. ¿Por qué esa crueldad
gratuita? ¿Por qué esa insistencia en exhibir su triste orfandad?
Por su
parte Eduardo Galeano narra la angustiosa historia de soledad de un niño
nicaragüense en temporada de fiestas.
En víspera
de Navidad el director del hospital de niños de Managua, Fernando Silva, se
quedó trabajando en el hospital hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes
de Navidad cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para
festejar la Noche
Buena... Hizo un último recorrido por las salas del hospital;
vio que todo quedaba en orden y decidió salir. A un cierto momento sintió que
unos pasos lo seguían; eran unos pequeños pasos suaves, casi de algodón. Se
volvió y descubrió que uno de los niños enfermos caminaba detrás de él, en la
penumbra. Lo reconoció; era un niño que no tenía padres, ni parientes, ni
amigos que lo vinieran a visitar. Fernando reconoció su cara, ya marcada por la
muerte, y esos ojos que casi pedían disculpas por existir. Se acercó al niño y
este lo tocó con la mano y le susurró: “dígale a alguien que estoy aquí”.
Como dice el clásico: lo
demás es silencio.
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