Retomamos la extraordinaria crónica de
Alfred Polgar en un artículo de 1926 titulado “Teoría del Café Central” (traducción
y compilación de Francisco Uzcanga Meinecke), cuando se refiere al vínculo que
mantienen los clientes entre sí.
Los clientes del Café Central se
conocen, se estiman y se desdeñan. Incluso aquellos a los que no une ningún
lazo perciben esta no-relación como relación –la aversión mutua tiene también
un efecto aglutinante-, y la reconocen y la practican como una especie de
solidaridad masónica. Cada uno sabe de los demás. El Café Central es una aldea
provinciana en el seno de la gran ciudad, rebosante de cotilleos, intrigas y
maledicencias. Yo diría que los clientes habituales viven en el Café Central
como los peces en el acuario, el uno girando en torno al otro, en un espacio
reducido, siempre ocupados pero sin objeto, entreteniéndose insustancialmente
en la equívoca refracción del medio, llenos de expectativas pero temerosos
también de que alguna vez pudiera caer algo nuevo dentro de la pecera, en ese
fondo marino artificial, algo que con semblante serio pretendiera jugar a ser
“mar” y -¡Dios nos libre!, eso sería la perdición- tratara de transformar el
acuario en una oficina bancaria.
Los peces del Central, que comparten
durante tantas horas de su vida un par de metros cúbicos de espacio vital, no
tienen ya, evidentemente, ningún tipo de recato, ni tampoco secretos. El
verdadero centralista vive abiertamente la vida privada de los demás y no
encubre la propia. Esto crea en el café –respaldado por la tendencia lugareña a
burlarse de sí mismo y a vocear con ligereza las debilidades propias- una
esfera de sociabilidad etérea en la que se marchita y extingue cualquier forma
de mojigatería. Hay clientes del Central que pasean su desnudez psíquica sin
miedo a que tamaña debilidad, infantil e inocente, sea malentendida como algo
impúdico. Atento a este rasgo paradisíaco del natural de sus clientes
habituales, el propietario hizo traer hace unos años una palmera al local. Pero
a la hija de Levante no le sentó bien el clima del lugar, a pesar del carácter
marcadamente oriental de éste. Acabó hecha miles de pedacitos que fueron luego
utilizados en la cocina como combustible o como granos de café (los expertos
siguen sin ponerse de acuerdo en ese punto).
No solo el café como bebida sino también
el establecimiento –sostiene Polgar- crean adicción en el habitué, en especial
entre distinguidos personajes de la vida cultural.
Los únicos que disfrutan de los
particulares encantos de este singular café son aquellos que simplemente
quieren estar ahí. La ausencia de fines justifica la estancia. Quizá al cliente
no le agrade el local ni la gente que lo ocupa bulliciosamente, pero su sistema
nervioso le pide una dosis diaria de Centralina. Esto no se puede explicar
recurriendo a la fuerza de la costumbre, ni tampoco argumentando que el
centralista, como el asesino que vuelve al lugar del crimen, acaba siempre
retornando al sitio en donde ha matado tanto el tiempo, consumido tantos años.
¿Cuál es entonces la explicación? ¡El fluido! Tan sólo se me ocurre esto: ¡el
fluido! Hay escritores que son incapaces de cumplir con su tarea diaria en
ningún otro sitio que no sea el Café Central; sólo ahí, entre las mesas
ociosas, encuentran dispuesto su escritorio de trabajo, sólo ahí, envuelta en
esta atmósfera indolente, puede fructificar su desidia. Hay artistas incapaces
de crear nada en el Central, y todavía menos en cualquier otro lugar. Hay
poetas y otros industriales que sólo tienen ocurrencias lucrativas en el Café
Central; hay estreñidos a los que sólo ahí se les abre la puerta de la
liberación; inapetentes eróticos que sólo ahí sienten hambre; mudos que sólo en
el Central encuentran su habla, o la de otro; avarientos cuya glándula
pecuniaria sólo ahí está en condiciones de segregar.
De acuerdo con Alfred Polgar, el Central
es una especie de templo secular que vive en función de lo esporádico, del
momento, del diario acontecer.
Este enigmático café consigue apaciguar
en el alma de sus desasosegados visitantes algo que yo llamaría “malestar
cósmico”. En este templo de relaciones laxas se relaja también el vínculo con
Dios y con las estrellas, la criatura se libera de las cadenas que lo atan al
universo e inicia con la Nada un escarceo esporádico, sensual, sin ataduras;
las amenazas de la eternidad no alcanzan a traspasar las paredes del Central, y
entre ellas es posible disfrutar de la dulce indolencia del momento.
Sobre la vida amorosa en el Café
Central, sobre el ajuste de los desequilibrios sociales, sobre las corrientes
literarias y políticas que bañan sus costas deshilachadas, sobre los sepultados
vivos en la caverna del Central, que esperan ansiosos su exhumación confiando
en que nunca se lleve a cabo, sobre la mascarada de chanzas y boberías que
convierte las noches del local en bailes carnavalescos, sobre esto y sobre
otras cosas cabría contar mucho más. Pero aquel que se interesa por el Café
Central lo sabe de todos modos, y quien no muestra ningún interés deja de ser
interesante para nosotros.
Concluye Polgar poniendo de relieve la
singularidad del Central: “Nunca encontraréis un sitio igual. A él se le puede
aplicar lo que escribió Knut Hamsun sobre Cristianía en la primera frase de su
inmortal Hambre: ‘Nadie la abandona
sin llevarse impresa su huella’.”
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