miércoles, 4 de septiembre de 2019

Los celos, una mocita sevillana y Carrizales.


Los celos suelen aparecer, en tanto sentimiento o respuesta emocional, en la persona que se siente amenazada en su vínculo amoroso; Luis Melnik se refiere a ello.

En el idioma castellano tiene varias acepciones. 
(…) su más famosa expresión se relaciona con la sospecha o inquietud que alguien siente respecto a la persona amada ante la sensación de que se ha perdido su amor o se ha ido con otro ser. Los celos se sienten o se provocan.

Por extraño que parezca –tal como añade Melnik- de allí surge la palabra que designa una estructura, generalmente hecha de madera, que se acostumbraba colocar en las ventanas.

De celos derivó celosía, ventanas que se armaban de manera que las personas que están adentro pudiesen ver a las de afuera sin ser ellas vistas. Fue usada en el harén pero quizá con el propósito inverso: ver a las de adentro sin que ellas vieran a los de afuera. Y en las casas de antaño para que las damiselas pudiesen mirar hacia la calle sin que los caminantes echaran el ojo.           
                                                                              
Ahora bien, existe abundante literatura acerca de la existencia de celos fundados e infundados, estos últimos han sido asociados desde un encare psicológico a la inseguridad personal del celoso. A este respecto Norman Mailer –citado por Carlos Fuentes- sostiene que “los celos son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo”. De allí que difícilmente acepte su error por más evidencias que le proporcione la realidad, porque como dice Vicente Aleixandre: “ni siquiera la prueba de lo absurdo de sus sospechas podrá consolar al celoso, porque los celos son la enfermedad de la imaginación.”

Claro está que existen celos que son respuesta predecible a situaciones propicias a la infidelidad. Azorín, retomando a Cervantes, ilustra el punto.

Felipe de Carrizales, en El celoso extremeño, de Cervantes, nos da una soberana lección. El cañamazo de la novela es éste: un viejo se casa con una niña. Cervantes va bordando. El viejo tiene sesenta y ocho años; la niña cuenta de trece a catorce. Carrizales posee pingüe fortuna: la gasta en divertirse. No se le conocen aficiones artísticas, literarias. A los cuarenta y ocho años, Carrizales viene a menos; se pasa a las Indias; en el Perú rehace su fortuna. Es hombre corrido; ha viajado por Europa. En América está veinte años; tienen, pues, a su regreso a España, los indicados sesenta y ocho. En este momento es cuando, gracias a su fortuna, logra casarse con una mocita sevillana. Carrizales, en la travesía del Atlántico, en Sevilla, al retorno, nos sorprende con sus recelos, con sus preocupaciones, con sus reconcomios, con sus inquietudes; tenemos que esté cansado, asténico, en suma neurasténico. (…)
Carrizales, recién casado, encierra a su mujer, con él, en una casa, en Sevilla, en barrio principal. Clava las ventanas; eleva los muros de la azotea; cierra las puertas; en los tapices no se representan escenas amatorias; no hay en la casa perro, sino perra; no hay gato, sino gata. No entra nadie en la mansión; no sale nadie. Van a misa los días festivos, antes de que amanezca. (…)

¿Se picó con el relato y quiere saber el final? ¿Qué sucedió con la mocita sevillana y con el tal Carrizales? Puede salir de dudas leyendo El celoso extremeño.

Y todavía hay quien dice que la lectura no sirve para nada. ¡Vaya tontería!

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