Los celos suelen aparecer, en tanto
sentimiento o respuesta emocional, en la persona que se siente amenazada en su
vínculo amoroso; Luis Melnik se refiere a ello.
En el idioma castellano tiene varias
acepciones.
(…) su más famosa expresión se relaciona
con la sospecha o inquietud que alguien siente respecto a la persona amada ante
la sensación de que se ha perdido su amor o se ha ido con otro ser. Los celos
se sienten o se provocan.
Por extraño que parezca –tal como añade
Melnik- de allí surge la palabra que designa una estructura, generalmente hecha
de madera, que se acostumbraba colocar en las ventanas.
De celos derivó celosía, ventanas que se
armaban de manera que las personas que están adentro pudiesen ver a las de
afuera sin ser ellas vistas. Fue usada en el harén pero quizá con el propósito
inverso: ver a las de adentro sin que ellas vieran a los de afuera. Y en las casas
de antaño para que las damiselas pudiesen mirar hacia la calle sin que los
caminantes echaran el ojo.
Ahora bien, existe abundante literatura
acerca de la existencia de celos fundados e infundados, estos últimos han sido
asociados desde un encare psicológico a la inseguridad personal del celoso. A
este respecto Norman Mailer –citado por Carlos Fuentes- sostiene que “los celos
son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo”. De allí
que difícilmente acepte su error por más evidencias que le proporcione la
realidad, porque como dice Vicente Aleixandre: “ni siquiera la prueba de lo
absurdo de sus sospechas podrá consolar al celoso, porque los celos son la
enfermedad de la imaginación.”
Claro está que existen celos que son
respuesta predecible a situaciones propicias a la infidelidad. Azorín,
retomando a Cervantes, ilustra el punto.
Felipe de Carrizales, en El celoso extremeño, de Cervantes, nos
da una soberana lección. El cañamazo de la novela es éste: un viejo se casa con
una niña. Cervantes va bordando. El viejo tiene sesenta y ocho años; la niña
cuenta de trece a catorce. Carrizales posee pingüe fortuna: la gasta en
divertirse. No se le conocen aficiones artísticas, literarias. A los cuarenta y
ocho años, Carrizales viene a menos; se pasa a las Indias; en el Perú rehace su
fortuna. Es hombre corrido; ha viajado por Europa. En América está veinte años;
tienen, pues, a su regreso a España, los indicados sesenta y ocho. En este
momento es cuando, gracias a su fortuna, logra casarse con una mocita
sevillana. Carrizales, en la travesía del Atlántico, en Sevilla, al retorno,
nos sorprende con sus recelos, con sus preocupaciones, con sus reconcomios, con
sus inquietudes; tenemos que esté cansado, asténico, en suma neurasténico. (…)
Carrizales, recién casado, encierra a su
mujer, con él, en una casa, en Sevilla, en barrio principal. Clava las
ventanas; eleva los muros de la azotea; cierra las puertas; en los tapices no
se representan escenas amatorias; no hay en la casa perro, sino perra; no hay
gato, sino gata. No entra nadie en la mansión; no sale nadie. Van a misa los
días festivos, antes de que amanezca. (…)
¿Se picó con el relato y quiere saber el
final? ¿Qué sucedió con la mocita
sevillana y con el tal Carrizales? Puede salir de dudas leyendo El celoso extremeño.
Y todavía hay quien dice que la lectura
no sirve para nada. ¡Vaya tontería!
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