Previo al viaje a Estocolmo hay que hacer el equipaje
lo que disminuye un poco la tensión del momento.
Las
veinticuatro horas que preceden mi salida hacia Viena se hacen pasajeras
gracias a los numerosos quehaceres que nos ocupan: hacer el equipaje, resolver
asuntos comerciales y domésticos. Es preciso cambiar moneda, comprar dinero
austríaco y dinero sueco. El horario del viaje ya está fijado: dos días en
Viena, luego hacia Malmö, pasando por Berlín, hasta Estocolmo; veré por primera
vez la nueva Alemania, el Tercer Reich. Mi equipaje ya está resuelto; no
faltan más que algunas minucias de mi
esposísima, que me acompaña en el viaje. Entre otras cosas, le hace falta una
caja de sombreros, que sus amigas le prestan.
Aun en
estas condiciones hay un detalle, aparentemente insignificante pero que en
realidad dice mucho, que Karinthy no pierde de vista.
Menciono
esa caja de sombreros porque después se habló muchísimo de ella; nuestras
amistades se dividieron en dos bandos, y aún hoy hay personas que siguen
hablando de ella. En efecto, hubo algunos que tomaron a mal que mi mujer se
preocupara de ese detalle cuando debía acompañar a su marido moribundo a través
de toda Europa. Si me hubiera disparado un tiro a la cabeza no habría despertado
ni la mitad de esas malévolas habladurías. ¿Tal vez les hubiera parecido más
pertinente que llevara los sombreros en una mano y mi exánime mano en la otra?
(…)
La operación tuvo lugar en Estocolmo el lunes 4 de
mayo de 1936, nuevamente recurre a su humor negro al imaginar los preparativos
en el periódico en que laboraba. “El redactor jefe K parpadea con sincero
abatimiento y se sorprende in fraganti concibiendo la primera frase de mi
necrológica (…) Será preciso tenerla escrita por cualquier eventualidad.”
Veamos otra muestra de su humor.
En las vitrinas de varios negocios de la plaza
Vorosnarti, en el corazón de la ciudad [Budapest], han puesto mi retrato. Mi
amigo Sz se detiene frente a uno y piensa: “Qué notable sonrisa, qué expresión
tan humilde, como si quisiera pedir perdón. Sin duda le sacaron esa foto cuando
ya tenía el tumor en la cabeza”.
El haber tenido que permanecer despierto durante la
cirugía le permitió hacer una precisa descripción de la misma.
Veamos: estoy despierto, sé dónde me hallo, me están
operando. Sin duda, ahora están abriendo las meninges: incisión, pinza… (…)
¿Cuánto tiempo más podrá durar esto? Empiezo a no
prestar atención, es inútil tratar de comprender esos movimientos, ruidos,
incisiones, sacudidas. Sólo registro que lo hacen todo con gran rapidez.
Imagino escalpelos y bisturíes, tijeras y pinzas moviéndose con endiablada
velocidad, pero es imposible esperar con paciencia a que esto acabe. De vez en
cuando se hace un silencio que dura largos minutos. Es inevitable sobresaltarme
en esos casos, aunque me doy perfecta cuenta de que todavía no hemos llegado al
final, porque todos permanecen a mi alrededor. A los mejor estamos en el
momento culminante, como cuando en el circo la música calla, el foco de luz
ilumina al artista y se corta la respiración del público.
Tal vez el profesor está vacilando, con la frente
fruncida, contemplando distintas estrategias. ¿Será posible extirpar todo el
tumor? ¿O tal vez esté tan profundamente expandido por debajo que no valga la
pena tocarlo? Puede ser que ya haya hundido su escalpelo y esté rodeándolo por
los lados. Me siento lleno de angustia. ¿A qué se debe que no oiga ni una sola
palabra? Hasta hace un instante me molestaba oírlos hablar; ahora temo que
hayan tocado el nervio acústico y me hayan dejado sordo. No, eso es imposible,
sin duda he ofendido al profesor por no contestar y por eso no pregunta nada
más.
Me esfuerzo por decir algo, pero estoy demasiado
cansado. De pronto parece como si oyera bajísima y sollozante, mi propia voz. ¿O
es una alucinación? Debo prestar toda mi atención para saber por qué estoy
sollozando; por lo menos yo debería comprenderlo, aunque los demás no
comprendan. No puede consolarme el hecho de que el dolor brille por su
ausencia. Al contrario, me parece más aterrador. Hay allí una amenaza horrible,
sorda e irónica; una especie de preámbulo al desenlace fatal: ese interminable
plazo durante el cual el verdugo ultima los preparativos. Es absolutamente
imposible que estén trabajando en mi cerebro sin que esto me haga daño; es muy
raro, o significa precisamente que… (…)
Sépanlo, caballeros: tengan cuidado y acaben su tarea
de una vez. Aunque debo confesar que los movimientos se hacen cada vez más
rápidos y hábiles. Hay que reconocerlo. Ese hábil cocinero se mueve con una
velocidad que nos deja admirados, sus cortes toman forma; hace una minúscula
cavidad e imperceptiblemente, con la otra mano, aparta lo que hay que apartar;
una sacudida, el globo rosado parece tener vida propia pero está perdiendo la
batalla contra el bisturí… Es admirable. Es imprescindible no dormirme.
Después
de varias horas la operación llegó a buen término.
La
recuperación llevó semanas y durante algunas jornadas perdió la noción del
tiempo transcurrido, esa conciencia de temporalidad fue regresando mientras su
estado de ánimo presentaba altibajos.
Los días ya son normales y reconocibles: cada uno
tiene nombre y número, duran veinticuatro horas y van enlazándose con
continuidad y sin interrupción ni saltos, como antes. Frío y calor, tristeza y
alegría, inquietud y fe van alternándose en el engranaje de las horas. Cada
jornada tiene su tortura y su delicia peculiares. Esta mañana ha empezado
divinamente: durante el desayuno, la comida volvió a tener gusto (¡ah, los
gratos sabores de antaño!), incluso con variedades inéditas… Por ejemplo, un
queso con comino que nunca en mi vida había probado, y hasta fui capaz de
aventurarme con el lenguado a la mermelada, una de las tantas variedades del smorgasbord. Felicidad de la lengua y
del paladar, las saludo como el recién nacido celebra el primer sorbo de leche
tibia y espumosa que pasa por su garganta.
Pero, como es natural, después de la euforia viene el
desengaño. Pocas horas después del desayuno estaba pensando en el suicidio, a
causa de la vergüenza y de la ira que me había producido una lavativa aplicada
en condiciones degradantes, y sin éxito alguno en su propósito. Era la primera
lavativa de mi vida; estaba ya de por sí avergonzado, pero lo peor fue la
presencia de todo el personal femenino con sus trenzas rubias y sus rostros
inescrutables.
Pasado un rato me recupero del trance (…)
Todavía deberá enfrentar situaciones muy difíciles.
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