Claro
que hay de enfermedades a enfermedades. En este caso se alude a las de baja
intensidad, las comunes. Una vez aclarado el punto, ¿quién no recuerda aquellos
largos días de infancia en que faltábamos a la escuela y nos quedábamos en casa,
al cuidado amoroso de nuestra madre mientras nos reponíamos de una de esas
enfermedades?
Juan
José Millás comenta que ya siendo adulto después de algún malestar pasajero prefirió
no reconocer que ya se sentía mejor. “No he dicho nada de mi curación a la
familia, en parte porque desconfío de que no vuelvan, y en parte porque creo
que me quieren más cuando estoy enfermo.” La cuestión tiene su historia.
Este
asunto viene de lejos. Mi madre, siendo yo muy pequeño, me adoraba cuando tenía
fiebre. Se pasaba la vida tocándome la frente, como quien comprueba de manera
obsesiva si ha subido la Bolsa. A mí me daba lástima decepcionarla, pero no
sabía cómo provocar la fiebre. He aquí la frase preferida de mi madre:
-Este
niño tiene fiebre.
A
continuación me ponía el termómetro, y si no subía de treinta y siete grados
desconfiaba de él. Tampoco pedía tanto la mujer: solo unas décimas que le
permitieran meterme en la cama y mimarme.
Millás
lo reconoce sin retaceos: “De ahí mi pasión por la fiebre, no por las fiebres
altas, desde luego, más bien por la febrícula, que es una de las palabras más
hermosas del diccionario. Febrícula.” Llega el final: “Cuando mi madre
falleció, yo estaba con fiebre. La incineré con fiebre y seguí así durante una
semana o dos después de que la despidiéramos.”
Y sí,
¿cómo se iba a curar pronto si su madre ya no estaba?
No hay comentarios:
Publicar un comentario