jueves, 16 de abril de 2020

Historia de una fiebre


Claro que hay de enfermedades a enfermedades. En este caso se alude a las de baja intensidad, las comunes. Una vez aclarado el punto, ¿quién no recuerda aquellos largos días de infancia en que faltábamos a la escuela y nos quedábamos en casa, al cuidado amoroso de nuestra madre mientras nos reponíamos de una de esas enfermedades?

Juan José Millás comenta que ya siendo adulto después de algún malestar pasajero prefirió no reconocer que ya se sentía mejor. “No he dicho nada de mi curación a la familia, en parte porque desconfío de que no vuelvan, y en parte porque creo que me quieren más cuando estoy enfermo.” La cuestión tiene su historia.

Este asunto viene de lejos. Mi madre, siendo yo muy pequeño, me adoraba cuando tenía fiebre. Se pasaba la vida tocándome la frente, como quien comprueba de manera obsesiva si ha subido la Bolsa. A mí me daba lástima decepcionarla, pero no sabía cómo provocar la fiebre. He aquí la frase preferida de mi madre:
-Este niño tiene fiebre.
A continuación me ponía el termómetro, y si no subía de treinta y siete grados desconfiaba de él. Tampoco pedía tanto la mujer: solo unas décimas que le permitieran meterme en la cama y mimarme.

Millás lo reconoce sin retaceos: “De ahí mi pasión por la fiebre, no por las fiebres altas, desde luego, más bien por la febrícula, que es una de las palabras más hermosas del diccionario. Febrícula.” Llega el final: “Cuando mi madre falleció, yo estaba con fiebre. La incineré con fiebre y seguí así durante una semana o dos después de que la despidiéramos.”

Y sí, ¿cómo se iba a curar pronto si su madre ya no estaba?

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