Leer reseñas
de Wislawa Szymborska que tratan de muy diversos libros es garantía de hallazgos
insospechados. En una de ellas encontramos esta contundente afirmación: “Comparada
con los éxitos de Sherlock, la historia real de la criminología parece
sencillamente lastimosa.” Es así como, en su opinión, algunas técnicas modernas
para el seguimiento de pistas llegaron con notorio retraso.
Ni
siquiera el descubrimiento de la dactiloscopia apareció sin problemas. Hoy nos
parece tan evidente que nos sorprendemos incluso de que no se utilizara cuando
todavía hacíamos pinturas en las cuevas. Por el contrario, la humanidad debió
esperarla hasta mediados del siglo XIX. Justo por entonces la toxicología, la
ciencia de los envenenamientos y sus síntomas, empezó a gozar de un fundamento
experimental sólido. Sucedía lo mismo con la balística, o todo lo que guarde relación
con disparar, encargada de descubrir que dos proyectiles nunca son iguales,
aunque provengan de revólveres de idéntica fabricación.
Según
Szymborska aun con estas técnicas y diversos avances en la materia, los
resultados de las investigaciones suelen generar incertidumbres de
consideración.
Gruesos
ficheros, miles de laboratorios, siempre centenares de imperfectos aparatos,
penurias colectivas para identificar a un criminal y a sus víctimas y, no pocas
veces, largos años de analizar las circunstancias y el patrón del asesinato sin
poder desembarazarse casi nunca de la incertidumbre de si las conclusiones no
estarían acaso equivocadas…
Aquí
es donde la comparación resulta ampliamente favorable a las intuiciones de
Sherlock Holmes.
¡Esa
titánica intuición! ¡Esa enorme capacidad de deducción! De una huella de pisada
sobre la arena era capaz de deducir que el asesino se dejaba crecer sus
bermejas patillas, y por la manera en la que una dama miraba a través de sus
anteojos concluía, infaliblemente, que su abuelo había muerto cincuenta años
atrás en la India.
Ya que
estamos en el tema, no dejemos de lado la notable intuición de Jorge
Ibargüengoitia. “Estaba leyendo una novela policiaca en la que aparece una
mujer guapísima, abnegada, inteligente, tierna... pero no bebe más que agua de
la llave. Me dio mala espina.” Estaba claro que el desenlace confirmaría
aquella mala espina: “Tenía yo razón. Era la asesina.”
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