Muchos son los
autores que critican -y con muy buenas razones- las campañas de promoción de la
lectura, sea por problemas de diseño, visión parcial de la realidad,
estrategias fallidas, etc.
Por lo general
estas voces críticas entienden que la afición a la lectura no se trasmite en cruzadas,
sino por contagio; de tal manera que el gusto por la lectura llega, por obvio
que resulte, por medio de la lectura. Claro está que lo anterior conduce a la
necesidad de seleccionar en forma cuidadosa y conveniente los textos propuestos,
tomando en cuenta las características específicas de la persona o el grupo en
quien se busca incidir.
Sin embargo, aun
tomando distancia de quienes entienden que la lectura constituye la panacea de
todos los males, es posible reconocer la enorme trascendencia que ella adquiere
en la vida de las personas.
Gregorio Luri
comparte uno de los tantos ejemplos al respecto.
La madre de
Benjamin Carson, director de neurocirugía pediátrica del Johns Hopkins, era una
empleada doméstica que se dio cuenta de que la gente de éxito que vivía en las
casas en las que trabajaba, pasaba más tiempo leyendo que mirando la
televisión, así que decidió que sus hijos solo verían tres programas de
televisión a la semana y dedicarían una parte de su tiempo libre a leer libros
de la biblioteca pública. Al terminarlos le debían entregar un comentario
escrito que ella repasaba en silencio, poniendo algunas marcas indescifrables
en los márgenes.
Años más tarde,
Benjamin Carson descubrió que su madre no sabía leer.
Al concluir
estas líneas no podemos dejar de preguntarnos cómo se adaptaría esta historia al
presente, en que la televisión se ha visto sustituida por todo tipo de
pantallas y cuando los estudios dan cuenta del mucho tiempo dedicado a la
exposición en las redes.
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