martes, 14 de febrero de 2012

Perfumados, acerados y un tanto terpénicos

La cata de vinos cuenta con larga tradición y es posible suponer que  alcanzó su mayor refinamiento en círculos aristocráticos, observadores del ceremonial  y la regulación del comportamiento con severos protocolos así como manuales de urbanidad y cortesía. Con la Revolución Francesa estas costumbres se vieron interrumpidas, reapareciendo tiempo después (a lo que no son ajenos los restaurantes en su calidad de restauradores) ya no sólo entre la antigua aristocracia sino en los grupos sociales ahora encaramados al poder. En las zonas de cultivo de vid, las llamadas rutas del vino que abarcan diversas regiones de Francia, España, Italia, Alemania, etc., la cata ha ocupado desde mucho tiempo atrás un lugar de especial relevancia.

Es posible advertir que desde hace algunos años, particularmente en la clase alta y media alta, ha venido creciendo el interés no sólo por beber vino sino por conocer de la materia, lo que ha promovido la creación de escuelas especializadas o clubes del vino en que reconocidos catadores y sommeliers imparten clases teórico-prácticas.  Sin embargo cabe señalar que Brillat-Savarín, uno de los clásicos del género culinario, desconfiaría de los aprendizajes así logrados, puesto que en su opinión “se puede aprender a ser cocinero, pero se nace catador”. Hay catadores que desarrollan su tarea con gran profesionalismo, verdaderos artistas de la degustación; es el caso de Álvaro Cunqueiro -reconocido escritor gallego-, quien describe de qué manera en los momentos previos a una cata se encomienda con fervor laico a los grandes maestros del oficio.

Escribo estas líneas a punto de salir para Salvatierra de Miño a catar los caldos del Condado en compañía de solemnes peritos, y, en mi humildad, me encomiendo a los graves catadores de antaño, a los que dieron la norma del oficio y establecieron las más altas exigencias, sí y no, como Cristo nos enseña. Me encomiendo al maestresala que en Caná de Galilea conoció que era mucho mejor el vino segundo -el vino del milagro- que el vino primero. Idem a los tíos de Sancho Panza, que catando un tinto manchego, decidió uno de ellos que el vino tenía una punta a hierro y el otro que a corambre, y vaciada la barrica para lavarla se encontró en el fondo de ella una llave que tenía atado un cordobán trenzado, y quedaron ambos apreciados como los más ilustres de los catadores de la Nueva Castilla, desde los vinos moros de Toledo hasta los antiguos y conocidos campos de Montiel. ¡Fue mucho afinar! (...)
Me encomiendo al hermano del canciller Rollin de Francia, que está enterrado en Beaune, donde vivió y bebió y recordaba noventa y nueve vinos diferentes, sin equivocarse ni cuando estaba beodo. Dicen que en los últimos años de su vida, si apretaba la lengua con los dientes, aunque hiciese un mes que no bebía ni gota, aquélla rezumaba vino borgoñón, los famosos vinos del Hospicio, que le caía en dos hilos por el mentón...
(...) Y finalmente me encomiendo a Walter von Kutzue, delicado cantor y perpetuo borracho de cerveza, porque tenía el don, cuando la cerveza lo habitaba, de oír en su corazón las calandrias de agosto que se habían posado en los varales del lúpulo. Y si no había habido calandrias en aquel lugar, lo conocía y no bebía de aquella cerveza. Seguía a otra posada con su sed y con su laúd.
Hay que hacer examen de conciencia antes de sentarse a una mesa a catar los vinos. Yo lo hago saliendo, en la clara mañana de San Lorenzo, para Salvatierra de Miño (…)

 En estas líneas Cunqueiro alcanza un logrado maridaje entre vino y literatura. Lamentablemente no siempre sucede así, lo que nos permite presentar algunos ejemplos en que el glamuroso mundo del vino llega a la cima del ridículo. Para ello citamos el análisis de Oscar Kosada (Planeta Joy, 23 junio 2009) quien establece una vinculación entre vino y  flatolabia.

Los sommeliers y críticos ya no saben qué palabras inventar para describir los vinos que prueban. (…)
Días pasados, en ese inmenso reservorio de disparates que es ahora el canal Gourmet, el especialista chileno Patricio Tapia –un periodista dedicado a probar y comentar vinos por todo el mundo– tuvo una profunda diferencia gustativa con uno de los dueños de Château-Chalon, una bodega del Jura, pionera en la elaboración del vin jaune, un vino dulce muy particular y muy apreciado que sólo se produce en esa parte de Francia. Después de olfatear una copa de ese rico vino, Tapia dijo:
   –Están presentes notas minerales, a piedra de afilar, y también un perfume a hojas de laurel. Excelente…excelente…
   –Mmm… yo no diría tanto hojas de laurel –dijo el bodeguero francés– sino más bien a fenogreco…
   –Sí, puede ser –retrucó Tapia narigueteando la copa como un verdadero orate–, pero hojas de laurel… Laurel sin lugar a dudas.
Así estuvieron un largo momento (el tiempo suficiente como para que uno pudiera cambiar de canal) discutiendo si era fenogreco –una especie presente casi únicamente en los curry de la India– o si en realidad ese vino olía a laurel ... Si esto no es flatolabia, la flatolabia ¿dónde está?
Hay que reconocer que el mundo del vino, con sus muchas aristas hedonistas, vecino siempre de la buena mesa, se presta a este tipo de papanatismo que no es exclusivo de la Argentina. (…)
Claro que los epígonos locales de la flatolabia suelen esmerase como pocos a la hora de decir o escribir bobadas parecidas sobre el vino. Y no es porque sean ignorantes sino porque el planeta vino está poblado por aquí de escribidores al flato. Si no veamos lo que le ocurrió a una de las más importares bodegas de la Argentina, que elabora una líneas de vinos varietales con una notable relación calidad-precio. En una reciente gacetilla de prensa la misma empresa definió así a su Tempranillo 2005: “… se destacan aromas a grosellas, mora y regaliz (…) acompañados por vainilla y caramelo”. Del Cabernet Sauvignon 2004 la misma gacetilla distribuida dice que tiene aromas “de frutos negros y rojos (frambuesas, guinda, cassis, moras) combinado con notas de caramelo y vainilla”. Después de leer ese texto flatolábico a uno le queda la sensación de estar en presencia de un vino para ser servido no en una copa sino en un crocante cucurucho, ya que la descripción parece copiada de la lista de gustos de Freddo.
La Cava de Bolotín es un muy conocido sitio de la Internet en el cual se comentan y se discuten toda clase de vinos argentinos. Hace poco se podía leer un curioso análisis sensorial del vino de Finca Flichman Paisaje de Barrancas 2001, un genérico de alta gama que la bodega elabora sólo cuando las cosechas son excepcionales. Federico J. Bolotin escribió esto sobre ese magnífico vino: “Color rojo con aros color fuego como las hojas de otoño. Aroma a especias, azúcar quemada y frutas rojas. Un vino directo, paisano, con pimienta negra y dulce de leche picoteado con canela y clavo de olor”. ¡A la mierda… dan ganas de no comprarlo! Dulce de leche por dulce de leche, La Serenísima ofrece mayores garantías que Flichman, que si bien sabe mucho de vinos, de tambos no conoce nada.

Con la expresión flatolabia Kosada se refiere al “arte de hablar al pedo”, lo que suponemos estrechamente ligado al flatus vocis que el diccionario define con mayor elegancia como “meras palabras”.

No es difícil presentar otros ejemplos en esta línea, como el  que encontramos en un catálogo en el que una bodega española (nada menos que de La Rioja, región que produce vinos de excelente calidad) describe una de sus variedades.
 
“Rodiles" Vendimia seleccionada.
Vino elaborado con uvas Graciano. Como mareas lejanas de ultramar, con vaivenes inquietos que perfilan, modelan, acarician y seducen; que aportan pinceladas agrestes a un  paisaje ensoñado, de olores y sabores precisos como eterno regalo de la tierra, así, tan aparentemente simple, tan en voz baja, sin rubores de luz, vientres milagrosos del mejor roble nos dejan para nuestro disfrute este Rodiles, como sencillo recuerdo de un beso de mar...

Así, entre los expertos en vino se ha ido desarrollando un lenguaje propio que en ocasiones resulta excesivo, desmesurado, barroco, por decir lo menos.

Llegados a este punto reconozco con cierta dosis de vergüenza que nunca descubrí en los tintos de mi preferencia, aun considerando mis peores borracheras, ni pinceladas agrestes de un paisaje ensoñado, ni que me hablaran en voz baja, ni rubores de luz y mucho menos un beso de mar.

Es evidente que esta flatolabia o flatus vocis no es patrimonio exclusivo de catadores y sommeliers dado que no existe actividad humana que se encuentre a salvo de este hablar sin decir. Tal vez el presente artículo sea buena prueba de ello ya que al decir de Jorge Luis Borges: “Un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino también puede llegar a ser un buen vinagre”.


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