martes, 21 de febrero de 2012

Un problema sobre ruedas


No cabe duda que los accidentes de tránsito forman parte de la vida contemporánea y ello se debe a un conjunto de causas. Muchos autos y motos tienen mayor potencial en velocidad que en protección a sus ocupantes. Las ciudades no cuentan con la infraestructura requerida: calles estrechas, pocos semáforos, falta de señalamientos, etc.  Por otra parte algo sucede con la sensación de poder que otorga el volante y que hace posible que una persona que de a pie suele ser sensata y mesurada, una vez que ocupa el lugar de conductor se vuelva intratable al querer demostrar su superioridad ante cualquier competidor, real o imaginario, sea en el alto de un semáforo o en alguna calle o ruta nacional. Es así que el volante permite a algunos conductores, independientemente de su edad, manifestar una actitud típicamente adolescente caracterizada por sensaciones de omnipotencia e inmunidad. A  lo anterior se añade que suele hacerse caso omiso al principio fundamental de que la manejada no se lleva con el alcohol.

Aun cuando los accidentes de tránsito suceden en todos lados, en Uruguay su frecuencia es significativamente elevada. No tengo datos concretos pero todo parece indicar que, por lejos, se sitúan muy por encima de la media y no creo que se trate solamente de una “sensación térmica”, aun cuando no es posible dejar de considerar el espacio privilegiado que los medios de comunicación le otorgan al tema. Difícil un informativo televisivo que no contemple algún evento desgraciado con imágenes, entrevistas varias y conjeturas múltiples. Así las cosas, no han faltado campañas de educación vial que van desde cursos que imparte Policía Caminera a niños y adolescentes, hasta exponer en lugares públicos autos destrozados con el mensaje no tan subliminal de que si no le baja al acelerador así puede terminar su vehículo (y lo que es peor: usted dentro de él). A ello se agregan cápsulas en radio y televisión, textos publicados en periódicos, folletos distribuidos en plazas comerciales, etc. En fin, que por falta de campañas no es la cosa. Sin embargo, los resultados están muy lejos de ser satisfactorios.

Existen deficiencias muy severas en cuanto al desarrollo de una cultura ciudadana, lo que es posible apreciar tanto en la ausencia de consideración para con el otro como en  la desobediencia a normas básicas de convivencia. Un ejemplo de ello está dado por el ruido producido por vehículos que hacen hasta lo imposible por no pasar desapercibidos en un entorno en el que es tan importante la búsqueda de reconocimiento. No se crea que las cosas siempre fueron así. Es posible leer con azoro, si no es que con incredulidad, a Juan Carlos Pedemonte refiriendo que en el Montevideo de comienzos del siglo XX en el caso de que hubiese alguna persona muy grave en la casa se avisaba a la policía que “colocaba en toda la cuadra frente a la casa del enfermo un colchón de paja, para que los carros y carruajes con sus llantas de hierro no produjeran el gran ruido sobre el empedrado de cuña de piedra o el adoquinado”.

Volviendo al momento actual, las instituciones implicadas en el tema ponen énfasis en el drama personal y familiar ocasionado por accidentes que dejan secuelas para el resto de la vida o peor aun cuando el desenlace es la muerte (siempre ingrata e inoportuna pero que cuando acaece en circunstancias que se pudieron haber evitado con un poco de sensatez, aún duele más). Sin embargo, como en nuestra sociedad lo económico ocupa un lugar preponderante, desde algunas dependencias oficiales se ha dado a conocer lo que cuesta al Estado, y por ende a los ciudadanos, las emergencias móviles y atención hospitalaria requerida por estos accidentes. Las cifras son impactantes.

Contrariamente a lo que se podría suponer, el problema de la frecuencia de accidentes viene de larga data; Miguel Ángel Campodónico afirma que en mayo de 1934 “los montevideanos seguían soportando con inquietud la impresionante ola de accidentes de tránsito que castigaba a la ciudad y de la cual los diarios se ocupaban con grandes titulares”. En esa línea –añade Campodónico- un periodista de “El País” concluía: “La ola trágica de los accidentes de tránsito continúa diariamente envolviendo a nuevas víctimas. Ya los conductores no estiman ni sus propias vidas.” Tampoco es novedad que futbolistas reconocidos sean con frecuencia protagonistas de accidentes ni la sospecha de que en ocasiones la obtención de la libreta de conducir no se conduce, por paradójico que parezca, a través de las vías legales vigentes. Una nota de prensa del 8 de mayo de 1940 pone de manifiesto lo anterior al dar cuenta que

Siendo las 10 horas, circulaba por la calle Acevedo Díaz, de sur a norte, el automóvil empadronado con chapa 31-423, que guiaba el conocido futbolista Héctor Castro, residente en Avenida Agraciada No. 2379, cuando al desembocar en Carapé, fue embestido por el auto de propiedad del señor Andrés Deus, conducido por Marcelino Zubieta, residente en Siria 29, que marchaba por Carapé de Oeste a Este.
El encontronazo fue brusco y los vehículos quedaron bastante deteriorados, pero ninguno de los conductores sufrió lesión alguna.
Y como el gran futbolista Castro es manco, interesa saber quién le expidió la licencia de conductor de autos. Como sabemos de otros casos parecidos a éste, parece que en la Dirección de Rodados impera un criterio muy particular al respecto.

Ni siquiera es de reciente data la problemática que enfrenta el peatón para poder realizar el cruce en algunas calles y avenidas; hace medio siglo, Isidro Más de Ayala se refería a ello

La Avenida Agraciada desde Mercedes hasta La Paz es un autódromo donde, de un lado, el Banco de Seguros (vida, accidentes) y, del otro lado, el Automóvil Club, se disputan a toda persona (héroe, inconsciente o loco) que pretenda atravesar la calle confiando solo en sus extremidades inferiores. Personas que han cruzado el Océano Atlántico repetidas veces afirman que más arriesgada aún es la travesía de la Avenida Agraciada, y que en ella han experimentado sudores, ahogos, palpitaciones, carne de gallina, erizamientos del cabello, que no conocieron en sus travesías marinas. Sabemos de un señor que, aún después de haber hecho el testamento no se animó a cruzar la citada avenida.
Nos tocó presenciar la hazaña de Julito López. Fueron a despedirlo hasta el cordón de la vereda los familiares y la novia. La madre lloraba y mordía el pañuelo, las hermanas lo abrazaban, la novia quería retenerlo. El padre se mantenía serio. Se veía que no quería dejarse llevar por la emoción. Le dio un apretón de manos, y le dijo:
-Julito, tan pronto llegues envíanos un telegrama.

Menos mal que la patria se hizo a caballo porque si hubiese tenido que ser en auto o en moto, quien sabe si aun no estaría por hacerse.

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