martes, 24 de julio de 2012

Ladrones de libros


No sé si este oficio continúa existiendo en estos tiempos en que los estudios coinciden en que se lee muy poco. Pero lo cierto es que hubo épocas en que los ladrones de libros eran el flagelo de las librerías. Es por ello que para esta semblanza recurrimos a las memorias de un verdadero experto en el ramo de las librerías de la ciudad de Buenos Aires; nos referimos a Héctor Yánover quien da cuenta de las dificultades en el inicio de su nuevo trabajo en que, contrariamente a lo que podría suponerse, no le dolían los ojos sino los pies. 

Ilustración Margarita Nava

Y por fin entré a trabajar en una librería. No tanto trabajar, porque al comienzo mi trabajo consistía en mirar, en no dejar robar. Me apoyaba en una mesa, cruzaba los brazos y miraba. Aquel que por ventura viniese a robar, debía encontrar que entre él y el libro se interponían mis miradas. Miraba de pie largas horas (…) Así, en mi primer trabajo en una librería, me llené de callos plantales. Romanticismo del libro. ¡Cómo me dolían los pies! Entendí a los camareros de los bares, a los guardas de los tranvías, a los empleados de las tiendas, al doctor Scholl.

De acuerdo a su experiencia, Yánover propone una clasificación para los ladrones de libros.

Primeramente habría que dividirlos en dos grupos: los que hacen del robo su medio de vida y los que roban para leer. (...) El gremio es reducido y todos los ladrones se conocen. Si se sabe que en tal librería se puede robar, ahí van todos zumbando como abejas africanas y te enloquecen. Por supuesto que han de robar los libros más caros, los que puedan vender por algunos pesos, que no suelen ser generalmente más que el 20% del valor del libro. No se te ocurra denunciarlos a la policía porque el tiempo que vas a perder equivale a libros aún más caros. Además mandar en cana a una persona que roba libros es una hijoputez cuando hay tanto chorro condecorado, funcionarios y ministros a quienes nadie les dice ni pío en este sacro y civilizado planeta. Los libros robados no los venden los ladrones, sino los reducidores y de esta forma todos pueden trabajar en todas partes a la vez. Los libreros intuyen hasta la exactitud cuándo se trata de un libro robado y cuándo no. Algunos compran igual, de esa manera compensan. De uno supe que cuando necesitaba un libro, lo mandaba robar en otra librería. ¿Será eso lo que llaman ética profesional? (...)
La segunda categoría de ladrones también admite una subdivisión: los que roban porque necesitan el libro y no tienen dinero, y los que lo hacen por comodidad. Hay una tercera, y es la de aquellos que necesitan robar un libro para sentirse aventureros o para probar sus nervios, y no sería raro que hasta fueran buenos compradores. (...)
La rapidez es todo en este oficio marginal, el buen rostro y la mirada franca. Hay quienes roban obras en varios tomos llevándose uno por día. Hasta un Espasa de setenta y dos tomos, con mueble y todo, fue robado de la puerta de una librería de lance de la calle Corrientes. Seguramente sería en la de Palumbo. No es raro que estuviera con los pantalones arremangados y los pies en la palangana, ocupado en agregar agua caliente, cuando paró el camión; bajaron dos changadores, levantaron el mueble, lo cargaron como si tal cosa y se fueron. Tarde fue cuando el viejo Palumbo decidió sacar los pies al frío. Suelen robar los encargados de los depósitos en las editoriales, los cadetes, los fantasmas que los trasladan desde el avión hasta la aduana. Roban niños, mujeres, jóvenes, ancianos; pobres y ricos, hermosas y esmirriadas.

En sus memorias de librero, Héctor Yánover rememora una desgarradora experiencia en relación al tema considerado.
                                               
(…) ¿Vos te acordás cómo era Fray Mocho? Bueno, así. Ni grande ni muy chica pero bien puesta. Llena de libros. Hasta el techo... y no de rellenos, como las librerías de ahora; bien surtida, sección por sección y en doble fila. El punto cayó una mañana de invierno bien fría, pidió permiso para ver porque, dice, tiene que hacer una compra para una biblioteca. Al Tuerto, que estaba de encargado, le brilló el ojo. Hoy estoy de liga, pensó, justo que no está el trompa me anoto un poroto. Y entró a atender. El punto empieza a revisar y va apartando. Caza un block de notas y va escribiendo. El Tuerto va y viene pero el tipo parece saber de qué se trata. Meta anotar mientras va apartando libros. Como dos horas. Un derrepente dice que va a volver mañana y se las toma. Estas ventas grandes, piensa el Tuerto, no se hacen de golpe. Seguro que vuelve. Y se pone a acomodar. Y de pronto, de pronto se apiola. El tipo le afanó. Le afanó gordo le afanó. Falta la Paideia y La rama dorada y tres de Aguilar y el Tuerto se quiere morir. “Este los vende, seguro que los vende”. Cierra el boliche y entra a recorrer el espinel. Todos, hasta los puesteros del Cabildo prometen llamarlo no bien caiga el punto. Como a las seis de la tarde lo llama Moro. “Un flaco con sobretodo largo: Oscar Wilde-Cervantes-Shakespeare; rajá”. El Tuerto llega en un vuelo. Entra cerrando la puerta detrás de él, aparatosamente, al tiempo que casi grita de los nervios: “No va más, hijo de puta, se acabó”. El tipo, no bien lo ve, mete la mano a la cintura y saca un revólver, va a recular el Tuerto cuando en un solo gesto, sin pensarlo, el tipo se pega un tiro. Estupor más fuerte que estampido. Al caer se le abre el sobretodo y estaba preparado. Le había hecho una estantería de cada lado, podía afanar cualquier cantidad, era una biblioteca ambulante. Ya tirado manotea unos papelitos y trata de romperlos. Y mientras todos se quedan pálidos y duros, como muertos, el que se muere es el tipo. Queda seco. Viene la cana. Viene la ambulancia. El Tuerto se va volviendo con los papelitos en las manos, eran versos y para colmo de amor. Dedicados a Luisa.

Y todavía hay quien dice que la lectura no representa peligro alguno.
Por su parte, Beatriz Sarlo evoca de manera elogiosa a quien destacó en el ramo de ladrones de libros. “Memorable es el caso de quien había inventado una bolsa de tela, que llevaba colgada del cuello debajo de un elegante impermeable a lo Bogart. Allí fueron a parar, de uno en uno, todos los tomos de la obra completa de Herder. Una verdadera maravilla del arrojo y el método.” Según Sarlo cuando los intelectuales que robaban libros atravesaban una buena racha económica solían devenir en clientes de excepción. “Hace treinta años, algunos intelectuales eran expertos en este arte; los libreros del centro de Buenos Aires los conocían porque, cuando venía la buena, también eran excelentes clientes.” En su opinión la disminución y posible extinción de quienes desempeñan este oficio tiene que ver no tanto con la baja en la lectura sino con los avances en los dispositivos de seguridad, “(…) ha perecido el gen de los ladrones de libros, una especie que la seguridad magnetizada ha condenado a la extinción o a los desafíos excepcionales”.
Pero los ladrones de libros no solo constituyen una amenaza para librerías y bibliotecas públicas sino también para las bibliotecas personales y familiares. En este caso no se trata de ladrones profesionales sino de amateurs que piden prestados libros que desde ya saben que jamás devolverán. Al respecto, un verdadero bibliófilo como lo fue don Andrés Henestrosa cita a Francisco J. Santamaría quien propone los principios que deben regular este tipo de acciones.

(...) un código del robo de libros tiene solamente tres artículos, a saber:
1º. Que no pueda yo adquirir el libro de ningún modo lícito, ni me lo vendan, ni me lo presten, ni me lo regalen.
2º. Que me sea indispensable.
3º. Que esté en poder de quien no lo aproveche, ni lo use ni le haga falta... ni deba poseerlo, por lo mismo. Porque el libro debe estar en poder de quien lo utilice.

Es frecuente escuchar a quienes señalan que en tiempos recientes la doble moral ha sido sustituida por el cinismo. Dudamos que dicha afirmación tenga un alcance general, pero está claro que algunos ladrones de libros sí asumen una conducta cínica cuando exhiben como trofeos de guerra aquellos libros que ellos volvieron de su propiedad y que aún ostentan el nombre de las personas que ingenuamente accedieron a prestárselos. Por si fuera poco son los primeros en reclamar cuando el libro que prestaron dilata su regreso.

1 comentario:

Pancho Bustamante dijo...

Yo hace años ya que no robo libros. Ahora los libros tienen códigos electrónicos y las librerías están custodiadas por puertas con detectores. He tratado de ser irónico pero algo de moral hay en mi cambio de actitud, no robo ni a un ladrón, es rebajarme a su misma modus vivendi y operandi. Además, ahora que soy abuelo debo dar el ejemplo y me daría mucha vergüenza que me sorprendieran. Nunca me sorprendieron robando libros, pero sí una vez que pretendí robarme un chocolate, toda una enseñanza, la de no gastar pólvora en chimangos. Una técnica que tenía era la de robar un libro junto con otro que compraba o simplemente, robarme algo que le había preguntado al encargado, sólo me lo quedaba en las manos y me iba. Saludos!