jueves, 17 de enero de 2013

Resistencia a las normas


Tema recurrente en nuestros días el del incumplimiento a las normas ciudadanas así como el relacionado con el deterioro en las formas de convivencia. La polémica se ha instalado: que si la responsabilidad es de los padres y los maestros que ya no saben educar, que si las instituciones y autoridades están sumidas en una grave falta de credibilidad, que si los medios de comunicación trasmiten contenidos que atentan contra el bienestar, que si los jóvenes de hoy ya no tienen valores, que si la crisis de religiosidad. Todo esto aunado a un largo etcétera.

Y en este contexto es frecuente que  un pasado pleno de virtudes a la manera de paraíso perdido se anteponga a un presente caracterizado por la pérdida de valores. Sin embargo a la hora de revisar el ayer se encuentran voces que ya hablaban de una severa crisis de las virtudes ciudadanas. Tal es el caso del cronista Ángel de Campo quien en El Universal del 27 de junio de 1896 publica el artículo titulado “Se prohíbe…”

Nosotros, los mexicanos, bien vistos, somos un pueblo incorregible, en el que no hacen mella ni los procedi­mientos espeluznantes, ni las advertencias corteses, ni las amenazas, ni las súplicas.
Deduzco este aserto de la lectura de bandos, avisos, circulares, pastorales y otros papales, que desde la más remota antigüedad han tendido a corregir ciertas faltas de educación y moral públicas; pero no se ha hecho caso ni de la complicada firma de los virreyes, ni de la rúbrica de los obispos, ni del nombre de los gobernadores, ni tampoco de las tremendas signaturas del Santo Oficio.
En nuestros días, estos días propicios a la observación del carácter nacional, aumento mis razones en pro, con sólo leer las disposiciones restrictivas que se dirigen al públi­co en general y en lugares públicos a mayor abundancia.
Me encuentro en una vieja calle con no sé qué ame­naza a los rateros, y al margen del papel, marchitado por la intemperie, una soez palabra y un mandato más soez aún y sin ortografía, para el signatario, con esta cínica ad­vertencia: Lo puso Manuel García, que es muy hombre!
Leo en otra esquina, en la fachada flamante y azul de una tienda: Se prohíbe anunciar. Cierto que los pasqui­neros o pegadores han invadido el zaguán de junto con programas de teatros y de toros; han materialmente fo­rrado el palo del teléfono con anuncios de píldoras y Pér­didas; pero en la fachada, a defecto de tiras, han pintado al negro de humo dos o tres reclames, y la picardía de rigor, y el dedazo de fango. Sigo de frente, y en la Casa del Señor de la Caña, arriba de la segunda puerta, sobre la polvosa imagen reza este letrero: Se prohíbe entrar con ca­balgaduras. Y un charro de muchos calzones asusta a los que pasan, inquietando al caballo, que saca chispas del embaldosado, porque..., ¡vayan ustedes a reclamarle!, ¡es muy hombre!
Y a la vuelta, en el ángulo que forma una muralla de iglesia y parte de una construcción moderna, reza este aviso: Se prohíbe o...r y echar basura. Pues precisamente ahí es donde todo el vecindario viola la ley; ahí y no en otra parte; ahí, en pleno día, en las narices del gendarme, un señor decente que reproduce la figurilla casi maniática del pintor Teniers.
Se prohíbe pasar con perros sueltos advierte el cartelón del Paseo de la Reforma, y os acomete un sabueso retozón, que pertenece al señor ese que se pasea en coche, ¡y es muy hombre...! Y a los pocos pasos una jauría furibunda sigue a una bicicleta y nadie la detiene, ¿por qué? Porque son escuincles de la tropa que vienen de Chapultepec y ¡guay! del que desafía las iras de las soldaderas que tie­nen ¡una boca! ¡Dios mío qué boca!
Se prohíbe cortar flores..., y una familia de muchachas ri­sueñas soborna al jardinero, o sin sobornarlo, espera que se distraiga o lo entretienen, para que las demás arran­quen una rosa no abierta todavía.
Y se recuerda a los pasajeros por orden del Gobernador del Distrito la disposición que les prohíbe ocupar la plataforma de­lantera de los vagones. Y mírenla: reboza infractores, perso­nas de sorbete que no dejan movimiento al cochero, y son nada menos que uno de la pública, digo, de la reser­vada, un juez de lo civil, un periodista; todos, todos los que mañana, cuando suceda una desgracia, enseñarán uñas y dientes al pobre hombre del conductor, que con la gorra quitada les suplica que se metan..., porque es la orden, y oye esta respuesta:
—¡No sea usted bruto, no hay lugar; y deme los cinco centavos que me debe del vuelto!

Ángel de Campo concluye su artículo en forma circular, reiterando lo señalado en su inicio: “Nosotros los mexicanos, bien vistos, somos un pueblo incorregible, en el que... etc.... etc....” Por aquellos tiempos fue lugar común afirmar que los pueblos americanos eran ingobernables e incorregibles. Algo parecido a lo que es posible escuchar hoy, cien años después que fuera publicado el artículo mencionado.

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