El asunto de la democracia, nos referimos a la de a de veras, es más
serio de lo que parece y tiene que ver con todas las edades.
Otra cosa muy diferente sucede tanto en regímenes autoritarios como en
los que se dicen democráticos cuando en realidad están muy lejos de serlo y
donde toda la participación del ciudadano, devenido así en cliente electoral,
se limita a emitir su voto en forma periódica.
Actualmente las exigencias hacia la ciudadanía se multiplican cuando
se procura la conformación de sociedades participativas y vigilantes del rumbo
de los acontecimientos. Es así que la transición del pasado al presente supone
modificaciones de consideración en cuestiones de género, respeto a las
minorías, transparencia en el manejo de los recursos públicos, lucha contra la
impunidad, etc. Este proceso demanda un enorme esfuerzo social del que ni
siquiera quedan fuera los juegos tradicionales que se organizan en las fiestas
familiares.
Luis Rubio se refirió a ello en un artículo publicado en el periódico La
Jornada del 8 de enero de 1993 con el título “¿Podremos
ser democráticos?”. Advierte severas
contradicciones entre vicios e inercias tradicionales con respecto a las
exigencias de una sociedad verdaderamente democrática. Esto lo lleva a concluir
que la democracia es algo que se aprende a lo largo del tiempo y “que la
mayoría de los mexicanos no nos nutrimos, en nuestro proceso formativo, de los
valores esenciales que constituyen la esencia de la democracia”. Todo esto a
partir de las anotaciones que Rubio realiza durante el juego de las jícamas en
el entorno de una fiesta infantil.
Mi observación, nada científica, se refiere a
dos juegos en una fiesta infantil: el juego de las jícamas y la tradicional
piñata. El juego de las jícamas consiste en amarrar varias jícamas pequeñas con
un hilo a un mecate que se ata de dos árboles. Se forma a todos los niños, cada
uno frente a una jícama y se les pide que pongan las manos atrás. Cuando se da
la voz de arranque, todos los niños tienen que tratar de agarrar su jícama
respectiva con la boca y comérsela; el primero que se la come gana. Las jícamas
se mueven mucho, lo que hace divertido el juego. En principio, el juego sería
idéntico en México, en China o en Inglaterra. Creo, sin embargo, que la forma
en que se jugó en ese día en particular revela mucho de la problemática
política que enfrentamos en la actualidad.
Lo que me hizo meditar sobre la democracia
mexicana a partir de ese juego fue la forma en que se comportaron los padres de
los niños que jugaban a las jícamas. Inevitablemente, unas jícamas eran más
grandes que otras, unas quedaron más altas (el hilo más corto) que otras.
Lo primero que hicieron los padres más
abusados fue poner a sus hijos frente a la jícama que les quedara a mejor altura
a sus respectivos hijos. Luego, una vez iniciado el juego, algún padre estuvo
moviendo el mecate para que fuera más difícil morder las jícamas. Todo bien,
excepto que la persona que estaba moviendo el mecate sólo lo movía cuando algún
competidor de su hijo lograba dar una
mordida mayor que la que su hijo había logrado. A nadie le pareció raro.
Esta forma de comportarse se presentó nuevamente al momento de la
piñata dejando en evidencia que, lejos de ser una excepción, constituye lo
habitual.
Cuando llegó la hora de la piñata se
manifestó el mismo fenómeno, aunque de una manera un poco distinta. Se formaron
los niños: primero los chicos, luego los medianos y luego los grandes. A la
hora de pegarle, sin embargo, empezó a haber favoritos. Se rompió el orden de
la fila para que entrara éste que todavía no ha tenido oportunidad o aquél que
es mi sobrino. Nada que prácticamente todos los mexicanos no hayamos observado
o visto con absoluta naturalidad a lo largo de nuestras vidas.
La cuestión no es sencilla porque hay actitudes que se consideran
normales cuando en realidad se sitúan en las antípodas de una sociedad
democrática; tal vez a ello correspondan expresiones como: “está bien que roben
los políticos, pero que nos dejen algo”.
En su artículo Luis Rubio subraya que la democracia requiere la
existencia de condiciones de “juego limpio” y para ello es necesario empezar
desde abajo desarmando algunos comportamientos que se consideran naturales.
Lo natural, sin embargo, es terriblemente
antidemocrático. Si está de moda ser democrático, tenemos que compenetrarnos
con los valores que hemos aprendido y los que le enseñamos a nuestros hijos en
la escuela, en las fiestas, en la casa. Los dos ejemplos que traigo a colación
no niegan la posibilidad de la democracia en el futuro, pero sí evidencian la
inexistencia de dos condiciones necesarias (ciertamente no suficientes, pero sí
indispensables) para la democracia: la equidad y el juego limpio (fair play, en inglés). Si no existe una
cancha plana, que le confiera todos los jugadores una idéntica posibilidad de
ganar, entonces no existe la equidad; si se crean condiciones, de cualquier
tipo, que favorecen a un jugador sobre los otros, el juego no es limpio. Si no
satisfacemos a ambas condiciones, la democracia es imposible. (…)
Por generaciones les hemos venido enseñando a
nuestros hijos valores que son opuestos a la esencia de la democracia, ¿cómo
podemos pedirle ahora a los mexicanos que comprendan la democracia y actúen en
consecuencia? Más allá del natural intento de cada padre por sesgar las
posibilidades de éxito a favor de sus hijos, lo interesante es que ningún otro
padre disputó el hecho. Para todos era natural. A partir de esa naturalidad, a
nadie debería sorprender el que la manipulación electoral sea otra más de las
cosas que son naturales en nuestra realidad social. (…) Si queremos llegar a la
democracia, tenemos que construirla paso a paso y desde el principio.
Nadie dijo que construir la democracia fuera tarea sencilla y si así
lo creímos en algún momento, como que va siendo hora de aclarar el
malentendido.
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