De un
tiempo a esta parte dentro del ámbito literario se ha observado el
fortalecimiento de la crónica, en particular en lo que hace al ámbito
latinoamericano. Sin embargo, para Martín Caparrós el asunto viene de lejos.
La
crónica tuvo su momento, y ese momento fue hace mucho. América se hizo por sus
crónicas: América se llenó de nombres y de conceptos y de ideas a partir de
esas crónicas (de Indias), de los relatos que sus primeros viajeros más o menos
letrados hicieron sobre ella. Aquellas crónicas eran un intento heroico de
adaptación de lo que no se sabía a lo que sí: un cronista de Indias (un
conquistador) ve una fruta que no había visto nunca y dice que es como las manzanas
de Castilla, sólo que es ovalada y su piel es peluda y su carne violeta. Nada,
por supuesto, que se parezca a una manzana, pero ningún relato de lo
desconocido funciona si no parte de lo que ya conoce.
Así
escribieron América los primeros: narraciones que partían de lo que esperaban
encontrar y chocaban con lo que se encontraban.
Vaya colisión la que refiere Caparrós entre lo que se espera
encontrar y lo que en realidad se encuentra. Así es como los viajeros realizaban
comparaciones que por lo general, aunque hubo destacadas excepciones, favorecían
a la tierra de origen que por lejana aparecía idealizada. En esta línea Germán
Castro Caycedo sostiene que lo malo está en comparar: “Leyendo los diarios de
Colón, se ve que el momento en que todo se jode es cuando empieza a comparar el
aire del trópico en octubre con el de Sevilla en abril.”
Siglos después de la conquista siguieron llegando a México
un número importante de españoles. Algunos se integraron a la cultura local e
hicieron aportes de relevancia, lo que no les ahorró trabajo a la hora de explicar
aquello que veían con mirada inaugural. Tal es el caso de lo que le sucedió a
José Moreno Villa con el aguacate.
El
fruto más pulido, más comedido, más bien educado que yo conozco es el aguacate.
Viste un pellejo liso y negro como de hule fino. Tiene un solo hueso o semilla,
casi tan grande como el total de su cuerpo. Y la carne es una mantequilla
verdosa que no se adhiere al hueso. No tiene, pues, jugo que chorree, dureza
que esquivar, acritud ni dulzura excesivas. Se le toma en el plato, se le hace una
incisión en redondo, se tira de las medias cápsulas, dentro de una de las
cuales queda el hueso, y se expulsa a éste apretando un poco la media fruta que
lo retuvo.
Otro tanto
le aconteció con el mango.
Lo
más opuesto al aguacate es el mango, fruta chorreosa, sumamente rica en jugo y
con una carne que apenas puede separarse del hueso. Las adherencias de su carne
son tales, que para poder darme cuenta de cómo era la semilla tuve que rasparIa
y dejarIa secar. Entonces obtuve una especie de lengüeta peluda. Estos
filamentos o nerviecillos del mango se notan al morderlo. Pero si no hincamos
en. su carne los dientes, sino el pincho especial, y le cortamos sus lomos con
el cuchillo, gustaremos de una fruta fresca, blanda, jugosa, sabrosísima y de
un color alegre, amarillo cálido.
No fueron
menos sus esfuerzos para describir al zapote.
La
más exótica o extraña por su color es la fruta llamada zapote prieto. Bajo una
lisa, delgada y verde vestidura, una carne negra que ha de batirse para
servirla en los platos. La primera vez que le presentan a uno este riquísimo
postre natural, se resiste a comerlo, porque los manjares negros no avivan el
apetito a través de los ojos. Ocurre lo mismo con los calamares en su tinta,
comida negra que luego gusta tanto. La pulpa negra del zapote prieto, una vez
aceptada por la razón, es, para el paladar, de una consistencia tan leve y
espumosa como la del merengue.
Otro tanto
le aconteció con el mamey.
Queda
por ver cómo es el mamey. Oval y alargado como el mango, pero de corteza color
de barro seco. Una vez que lo abrimos en canal, nos enseña un interior de color
rojo llameante. Como bajo su corteza la Tierra , tiene el mamey fuego bajo la suya. Y esta
carne no rezuma líquido libre; y es apelmazada, para ser extraída con cuchara.
En
esta relación no siempre armónica entre la tierra de origen y la de llegada, se
presentaron situaciones muy peculiares.
Hace
algunos años la nieta de doña Josefina me contó su historia. Había llegado a
México en 1938 cuando era Josefina a secas; el paso del tiempo agregó la
antesala a su nombre. Ya en tierra mexicana se casó con un español -tal cual
debía ser- y durante años mordió la rabia del imposible regreso a su tierra.
No
entendía ni a los mexicanos ni a sus costumbres; sin embargo, su sentimiento de
gratitud con relación a la hospitalidad azteca era notorio. Pero lo que más
sufría era la comida. ¡Cómo extrañaba aquellas paellas inolvidable, los
pucheros majestuosos, las aceitunas negras rellenas de anchoas y tantos otros
platillos! Pero por sobre todas las cosas añoraba las butifarras de su Vigo
natal. Esta era su debilidad y a quien estuviera dispuesto a escucharla le
describía el sabor, el color, hasta el olor, de aquellas -tan lejanas-
butifarras.
Cada vez
que retornaba a México alguno de sus paisanos procedente de España, se
emocionaba y no era porque fuera a recibir carta (todos los parientes que
habían quedado en la madre patria eran franquistas y doña Josefina les había
extendido el certificado de defunción), sino por la posibilidad de saborear algún
manjar ibérico.
Muchos
años después, en el mercado de San Juan de la ciudad de México se abrió un
puesto cuyo nombre era “La
Catalana ”, el que se proponía plagiar algunos de los
embutidos españoles.
La primera
butifarra de “La Catalana ”
que probó doña Josefina le hizo emitir un grito de desaprobación que se fue
atenuando en el transcurso del exilio.
En 1978 doña
Josefina regresó a Vigo. Habían transcurrido cuarenta años y aunque tenía
presión alta se permitió probar una butifarra. Bajó los ojos, no dijo nada,
pero recordó y añoró los embutidos de “La Catalana ”. En ese momento comprendió que moriría
en México.
Uno de
esos tantos casos a los que alude Ricardo Cayuela Gally, citado por Luis
Villoro, cuando señala que “con el
tiempo, ser exiliado español en México no sería una forma de ser español sino
de ser mexicano”.
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