Cuando la creación artística
llega a lo excelso puede ocasionar conductas desajustadas en las personas que
la contemplan. Efectos colaterales de la belleza desmedida (se cuenta que
alguien refiriéndose a no sé quién decía “de tan bella que es, duele”).
Esto acontece en ciudades
que son reconocidas como centros artísticos de culto y algunas de ellas son
expertas en descompensar a sus visitantes (más difícil es que suceda a los
nativos porque el acostumbramiento puede llegar al extremo de tutearse con la
maravilla). A este fenómeno se lo conoce como el síndrome de Stendhal y la revista Muy Interesante informa acerca de él.
También
conocido como el estrés del viajero, se trata de una situación anímica que se
produce al observar obras de gran belleza, sobre todo en un corto espacio de
tiempo y en una misma ciudad. Los afectados por el empacho artístico presentan
varios síntomas de aparición súbita: angustia, excitación alternante con
depresión, obnubilación, temblor, palpitaciones, sudoración y zumbido de los
oídos.
Estos
síntomas aparecen descritos por primera vez en Naples and Florence: A Journey from Milan to Reggio, obra del
novelista francés Marie-Henry Beyle (1783-1842), más conocido como Stendhal,
tras su visita a Florencia en 1817. Pero el cuadro clínico que acompaña a este
síndrome no fue establecido hasta 1979 por la psiquiatra italiana Graziella
Magherini.
El tema interesó a
Christopher Domínguez Michael quien nos conduce a la descripción del mismo Stendhal
acerca de lo que experimentó en la ciudad de Florencia.
El
párrafo es famoso. Pasó de ser propiedad de los stendhalianos para convertirse
en un trastorno psíquico estudiado en todo el mundo y conocido clínicamente
como “el síndrome de Stendhal”. Hasta Darío Argento se sirvió de él, en
1996, como pretexto para filmar, con ese
título, una película de terror previsiblemente horrísona. Leamos el párrafo tal
cual aparece traducido por Elisabeth Falomir Archambault en la pequeña edición
ilustrada de El síndrome del viajero.
Diario de Florencia (Gadir, Madrid, 2011). Narró así Stendhal, en su
diario, con la fecha del 22 de enero de 1817, lo que le sucedió en la iglesia
de la Santa Croce en Florencia:
“Un
monje se acercó a mí. En lugar de la repugnancia, que llega incluso al horror
físico, me sentí sintiendo amistad por él. ¡También fray Bartolomeo de San
Marco fue monje! Ese gran pintor inventó el claroscuro, se le enseñó a Rafael,
y fue el precursor del Correggio. Hablé con ese monje, en quien hallé la
amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la
capilla, en el ángulo noroeste, donde se encuentran los frescos del Volterrano.
Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la
cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del
Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que haya dado nunca la
pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia
y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto
en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así
decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las
sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos
apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía
aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí.”
Asimismo Christopher
Domínguez Michael profundiza en los estudios realizados por la doctora
Magherini (a los que por cierto ubica diez años después de la referencia
anteriormente citada).
Hubo
de pasar siglo y medio para que la psiquiatra y psicoanalista italiana Graziella Magherini, escribiera El síndrome de Stendhal (1989), una joya
de la literatura clínica moderna. Es el relato, construido con un preciso
conocimiento de la tradición literaria de los viajes a Italia desde Goethe
hasta Freud, de las experiencias de Magherini, florentina ella misma, en el
servicio de urgencias psicológicas del dispensario de Santa Maria Nouva, al
cual llegaban (y llegan) turistas aquejados del síndrome de Stendhal, es decir,
víctimas de súbitas crisis nerviosas provocadas por la fatiga o la emoción en
los museos, los paseos y los monumentos.
Stendhal,
según leemos en Roma, Nápoles y Florencia
(1826) (…) se curó del ataque en la Santa Croce leyendo en un banco de la plaza
un poema de Ugo Foscolo que traía consigo. Para los pacientes de la Dra.
Magherini, la cura ha sido más fácil o más difícil, según se juzgue la
pertinencia existencial de la ayuda terapéutica en el mundo de hoy. A su
dispensario (y Magherini nos va relatando los casos con esa combinación de
elegancia y confidencialidad de la buena literatura psiquiátrica) llegaron
pacientes como Inge, una cuarentona originaria del extremo norte de Europa, que
no pudo soportar la soledad inverosímil de un domingo en Florencia y tratando
de regresarse, despavorida, a casa, terminó en el hospital. O como la
sudafricana Elisabeth, cuyos antecedentes de malestar mental la alcanzaron
mientras turisteaba al grado que hubo de contactar a su madre, en calidad de
urgencia y descifrar su estado de ánimo hurgando en las tarjetas postales que
escribió, sin alcanzar a enviárselas, a sus amigos. O el caso de la neoyorkina
Nancy, de 51 años, que se quedó paralizada, proverbialmente patidifusa, ante un
Boticelli en la galería Uffizi.
La
mayoría de las pacientes de la Dra. Magherini eran mujeres solteronas, cuyo
perfil socioeconómico les permitía viajar a Florencia en busca de una comunión
con el arte que, según El síndrome de
Stendhal, es una obsesión del todo moderna, una forma de soledad sólo
posible para el turista, expuesto a una forma súbita de desarraigo desconocida
para quien, por ejemplo, peregrinaba en la Edad Media hacia los grandes centros
religiosos. Pero el turista contemporáneo tampoco es el viajero sólido en
erudición y doctrina a la manera de Goethe, quien hizo del viaje a Italia un
prolongado rito de iniciación, sino un osado irresponsable incapaz de calcular
lo que puede ocurrir cuando el cuerpo llega a un lugar, merced a los trenes y a
los aviones, antes que el alma. Si entiendo bien a la culta doctora, la
impresión artística, tal cual la sufrió Stendhal, desencadena, en personas bien
predispuestas por su hipersensibilidad, al florentino ataque de nervios. Pero
la mayoría de los turistas, probadamente insensibles en casa y en China, no
calificamos como propensos al reputado síndrome, otro privilegio, supongo, de los happy few stendhalianos. La Dra.
Magherini reporta que el síndrome afecta a los paseantes solitarios, con tiempo
para someterse a la tiranía de la imaginación mórbida; rara vez se produce en
viajeros reclutados en expediciones colectivas y por ello, despiadadamente
programadas.
Pero no siempre los casos
que se presentan son tan pacíficos. La descompensación frente a la belleza
puede conducir a actitudes destructivas. Una nota de prensa de septiembre de
1991 informaba que El David de Miguel
Ángel perdió la falange de un dedo del pie, por un martillazo que le dio Piero
Cannata. Este último, quien presentó claros indicios de desequilibrio, informó
que había cometido el ultraje porque se lo pidió la Bella Nani. Esta última es una hermosa veneciana del siglo XVI
inmortalizada en un cuadro de El Veronés.
Agrega la nota que los
psiquíatras de los hospitales florentinos están familiarizados con el síndrome
de despersonalización que sufren numerosos turistas, aparentemente sobrecogidos
ante la magnificencia y esplendor de tantas obras de arte. En 1972 otro
desequilibrado, Lazlo Toh, atentó contra la Piedad
en la Basílica de San Pedro en El Vaticano. Por cierto que a partir de ese
incidente se tomaron precauciones que pusieron a mayor resguardo dicha obra.
Por lo visto el síndrome no
se presenta solamente ante la belleza de las ciudades sino también ante la
perfección de algunas obras artísticas que producen un súbito cambio en el
comportamiento de algunas personas. Y la maestría de ciertos artistas lo
provoca con mayor frecuencia. Por ello concluye el artículo de prensa citado afirmando
que “el genio de Miguel Ángel parecería atraer más que otros artistas el
impulso destructivo de los desequilibrados”.
Sin embargo el síndrome de
Stendhal no sólo tiene lugar en Italia. Hay quienes sostienen que existen ciudades
por otros rumbos que por su singular belleza dan lugar a algo muy similar; es
el caso de Praga según lo narra Rodrigo Fresán.
(…) Praga
es una Ciudad singularmente generosa con el turista porque parece haber sido
construida para ser apreciada -con la boca abierta y los ojos más abiertos todavía-
por el forastero que no da crédito a que la Praga que creó en su imaginación se
parezca tanto pero tanto a la Praga que imaginaron sus creadores. Ana -quien
saca las fotos de todo esto, quien asegura que no le van a alcanzar los rollos
de película que trajo y que se confiesa agotada por una ciudad tan
descaradamente fotogénica- se derrumba aquejada, tal vez, de un hipotético «mal
de Praga», versión centroeuropea del «mal de Stendhal» o «de Florencia».
La revista Muy Interesante refiere lo que acontece
a algunos japoneses durante su visita a París.
Una
docena de turistas japoneses al año tienen que ser repatriados de la capital
francesa después de ser víctimas del "síndrome de París". Se trata de
un trastorno identificado hace veinte años por el psiquiatra Hiroaki Ota que
aparece cuando un nipón que viaja a la capital francesa observa fuertes
contrastes entre sus expectativas y la realidad parisina y sufre una crisis
nerviosa. Los educados turistas japoneses que llegan a la ciudad son incapaces
de separar la visión idealizada de la ciudad creada a partir de películas como Amelie, de la realidad de una moderna y
bulliciosa metrópolis y del rudo carácter de los franceses, a veces bastante
groseros.
La
embajada japonesa tiene una línea telefónica disponible las 24 horas para los
turistas que padezcan de este severo "shock cultural" y pueden
ofrecerles tratamiento hospitalario de emergencia si es necesario.
Pero las ciudades no solo
desequilibran al viajero por su belleza artística sino también por sus
connotaciones religiosas. Una nota de prensa, que ya tiene algunos años, da
cuenta del llamado síndrome de Jerusalén
por el que “una media de 50 turistas extranjeros enloquecen cada año en esta ciudad y deben ser internados en
hospitales psiquiátricos”. Agrega la nota que el doctor Yair Barel, a cargo de
los servicios de psiquiatría en el distrito de Jerusalén, sostiene que “hay
visitantes que llegan cargados con
visiones del Antiguo Testamento o de los Evangelios, y el contacto con la
atmósfera mítica de Jerusalén les causa el brote de la locura”. Agrega el
artículo que los casos más comunes son los turistas que se sienten Jesucristo,
oyen la voz del Mesías, son emisarios del Mesías, Moisés o San Juan Bautista.
Es así que en este afán de
competencia que caracteriza al mundo actual es posible que no falte mucho, si
es que aún no ha sucedido, para que alguien organice un concurso en el que
mediante el voto popular se confeccione la lista de ciudades que habría que
incluir como susceptibles de generar el síndrome de Stendhal.
Por mi parte propongo la ciudad
de Oaxaca en la que es posible encontrar a tanto extranjero con aspecto de
andar extraviado de sí mismo. Muchas veces me dijeron que ello se debía al consumo
de hongos alucinógenos sin el acompañamiento debido, allá por los rumbos de María Sabina. Pero ahora me
pregunto si ello no será obra del síndrome de Oaxaca…
No hay comentarios:
Publicar un comentario