Muchos son los testimonios que
demuestran la presencia de
la violencia escolar a lo largo de la historia. Según J. García Marcadal la
situación a este respecto que tenía lugar entre los estudiantes universitarios
en los siglos XVI y XVII representaba un problema mayor (lo que seguramente
habrá dado lugar al desarrollo de diversos programas preventivos, antecedentes
del actualmente conocido como “mochila segura”).
(…) aunque los estatutos de todas las Universidades
tuvieran prohibido el uso de armas, tanto defensivas como ofensivas, todos las
llevaban y ninguno hacía caso de prohibición semejante, siendo entre muchos de
ellos tal la destreza en manejarlas, que habrían podido dar lecciones a los mismísimos
Carranza y Pacheco, maestros de esgrima de quienes hacen elogiosa mención Lope
de Vega, Cervantes, Quevedo, Espinel y otros varios (…)
Cosa nada extraña, porque rara vez el estudiante se
desplazaba sin armas, y aun muchas veces éstas eran su único equipaje (…)
Cuando había registro, Mateo Alemán nos dice cómo
ocultaban las armas: “La cota entre los colchones, la espada debajo de la cama,
la rodela en la cocina, el broquel con el tapadero de la tinaja.” Se castigaba
la infracción del precepto prohibitivo con diez días de cárcel y pérdida de las
armas.
(…) no había cuchilladas en que ellos no se hallasen, ni
se cometía delito en el que ellos no anduviesen mezclados, siendo como dice
Jerónimo de Alcalá, “mejores para escuela de Marte que para las de Bártulo y
Baldo”; en no pocas ocasiones el ruido de los broqueles convocaba en las
encrucijadas salmantinas a centenares de alumnos, los cuales, abanderizados y
revueltos, trababan descomunales peleas con las rondas del Corregidor y del
Municipio, consiguiendo a veces incluso apoderarse de las espadas que contra
ellos esgrimían los oficiales mantenedores del orden. (…)
El 16 de febrero de 1653 se dio una Real Provisión para
que el corregidor no tomase a los estudiantes las armas permitidas, que eran
tres: espada, daga y puñal.
En un libro del jesuita P. Andrés Mendo, que con el
título De Jure Academico publicó en
Lyón en el año 1668 (…) hay todo un apéndice dedicado a las riñas y desafíos
entre estudiantes (…) Así pudo decir un estudiante de Salamanca del siglo XVI,
llamado a ser el venerable y glorioso humanista sevillano Juan de Malara:
“Acontesce en España que los hombres nacen armados y se
matan sin razón unos a otros por muy livianas causas y paresce que es verdad lo
que dice Justino de España, que si no tiene guerra fuera, la busca dentro de
casa.” Y al contemplar lo que en su tiempo sucedía en la Universidad
salmantina, exclamaba: “¡Más libros y menos violencia!”
Aunque los estatutos universitarios fuesen rígidos en
materia disciplinaria y no se permitiese el asistir con armas a las aulas, es
lo cierto que se permitía al escolar tener una espada en su aposento, cuya mara
era de cinco cuartas de vara, según la Pragmática de 1563, y en aquella
centuria la salida de la Universidad que daba al Patio de Escuelas llamábase ya
Puerta del Desafiadero. (…)
Cualquier nimia cuestión, de etiqueta o preferencia, se
dirimía a cintarazos en las calles de Salamanca, lo mismo que en las otras
ciudades universitarias de España (…)
Tales y tan frecuentes eran las muertes, los desafíos,
los desafueros y motines de todas clases y calañas ocurridos entre estudiante,
que muchos de ellos parecían haber ido a Salamanca, según dijo el autor de La tía fingida (obra atribuida a Miguel
de Cervantes), “no a aprender leyes, sino a quebrantarlas”.
Dando un gran salto en el tiempo nos encontramos con la estremecedora
narración de Edmundo de Amicis en su
famoso libro Corazón (cuya primera
edición es de 1886) referente a lo que acontecía en niveles de educación básica.
Miércoles 26
Y cabalmente esta mañana se dio a conocer Garrone. Cuando
entré en la clase –un poco más tarde, pues me había parado la maestra de
primero superior para preguntarme a qué hora podía ir a casa a vernos-, el
maestro aún no estaba, y tres o cuatro chicos atormentaban al pobre Crossi, el
pelirrojo que tiene un brazo muerto y cuya madre vende verduras. Lo pichaban
con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas, y lo motejaban de
tullido y de monstruo, imitándolo, con su brazo en cabestrillo. Y él, solito al
fondo del pupitre, descolorido, los oía, mirando ora a uno ora a otro con ojos
suplicantes, para que lo dejase en paz-. Pero los otros se chanceaban cada vez
más, y él empezó a temblar y a ponerse rojo de rabia. De pronto Franti, ese malencarado,
se subió a su pupitre y, fingiendo llevar dos cestas en los brazos, remedó a la
madre de Crossi cuando venía a esperar a su hijo a la puerta, porque ahora está
enferma. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces Crossi perdió la
cabeza y, agarrando un tintero, se lo arrojó a la cara con todas sus fuerzas;
pero Franti hizo un quiebro, y el tintero fue a darle en el pecho al maestro,
que entraba.
Para el caso de México, y ya en el siglo XX, optamos por la descripción de
una escena de violencia escolar narrada por Ricardo Garibay con su habitual
maestría.
Durante
un tiempo largo, la tromba regresando del recreo, se hizo costumbre poner de
cara a un rincón a los apacibles y simular con ellos coitos colectivos,
multitudinarias violaciones entre carcajadas y silbidos. Cueto se reía cuando
le hacían esto, parecía disfrutarlo. Por eso decidieron castigarlo a fuerza de
burlas y zarandeos. Le arrojaron tinta a los cabellos y a la cara, le
desgarraron la blusa, le metieron en la boca pedazos de lápices, empezaron a
bajarle los pantalones, a coro gritaban “¡puto Cueto, Cueto puto, puto Cueto,
Cueto puto!” Entonces Cueto, sin ninguna convicción, ahogándose, golpeándose
las piernas, comenzó a mentar madres y a retar a la clase entera.
-¡A
la salida, a la salida! —gritaba.
-¿Conmigo
también?
-¡A
la salida, a la salida!
-¡También
conmigo, cabrón Cueto, conmigo!
-¡A
la salida, a la salida!
Se
arrebataban la oportunidad, desenfrenados. Las dos horas hasta la salida se
llenaron de júbilos, señas y recados de pupitre a pupitre. Habitualmente El
Güero Córdoba y yo no nos enterábamos de los consensos o planes de ataque;
un poco se nos hacía de lado con cierto desdén. De modo que Cueto me lanzó con
muchas precauciones un papel. “¿Me acompañas a la salida?” Y yo me sentí
valiente y le lancé la respuesta: “Sí. Yo voy contigo”. Porque insensatamente
creí que iba a pelear y me daría prestigio acompañar al perdedor. Los padrinos
eran intocables. Pero le habían preparado una trampa, y él tenía pensada una
trampa para todos. Salimos juntos, y trasponiendo la gran puerta verde
emprendió una carrera enloquecida, gritando: “¡Vámonos, Garibay!” Se le habían
adelantado tres o cuatro y le cortaron carrera. Seguro pensaba llegar al
templo, pero tuvo que torcer hacia la Avenida Revolución, interminable y recta.
Allí no había escape, lo alcanzarían forzosamente. Ya corríamos todos. Cueto
casi volaba. Se veía de alambre. Sus zapatones. Su mochila azotándole la
espalda. Recuerdo, estoy viendo a Cueto recibiendo el brutal empujón,
maromeando, cayendo boca arriba, y su mochila muy lejos. Era febrero o marzo.
Había mucho viento en la Avenida Revolución, sonaban los fresnos, los oigo, un
gruñido helado, enorme. Y Cueto está boca arriba, electrizado, mudo,
desorbitados los ojos, hundido en el herbazal, bajo una lluvia de puntapiés,
tirones de cabellos, escupitajos, gritería sin fin, varazos y cachetadas. Entré
en la piña, tiré varias patadas, de propósito al aire, sí, pero era necesario
que me vieran tirar varias patadas. No sé cómo se levantó y ayudé a tumbarlo de
nuevo. Y la corretiza se hizo costumbre de toda una semana. Cueto andaba metido
entre sus hombros, como aterido, bizqueaba. Salía despacio, y cuando iba media
cuadra adelante explotaban los gritos: “¡El puto, el puto Cueto, allá va el
puto Cueto!” Y a correr, y a alcanzarlo, a derribarlo, a romperle las narices.
Hasta que fue su madre a ver al maestro Román. Larga y jorobada, en la miseria,
sin dientes, estregándose la cara con los puños, y manoteando luego hacia todos
nosotros, acusándonos a todos.
-¿Tú
lo volviste a ver, Faustino? Siempre lo recuerdo con pena, o más bien... no sé,
éramos... nueve años...
No hace muchos años que se dio a conocer la expresión “bullying” y en forma
inmediata pasó a ocupar un lugar destacado en el vocabulario básico para
encarar temas educativos. Ello ha dado lugar a la proliferación de foros y
especialistas en cuestiones de bullying. Sin embargo, como hemos visto el
problema de la violencia en las escuelas viene de larga data, lo que no quita
trascendencia al tema ni cuestiona a los profesionales que abordan la cuestión
(si bien como dice Salvador Cardús “nunca
se sabe con exactitud si los problemas suscitan la aparición de los expertos, o
si por el contrario son los expertos quienes se inventan los problemas…”)
No
hay duda de que la violencia entre
alumnos dentro y fuera de las instituciones escolares alcanza niveles
preocupantes, tanto en lo que hace a su frecuencia como a la gravedad de sus
manifestaciones “reales” como “virtuales”. Son muchos los factores que explican
esta coyuntura, entre ellos que la violencia social -como no podía ser de otra
manera- llega a las escuelas. Asimismo el desarrollo de las nuevas tecnologías
permite difundir imágenes e informaciones degradantes a quienes se amparan en
el anonimato de la red.
Violencia escolar, acoso, bullying, diversos nombres para identificar
situaciones muy dolorosas que encuentran terreno fértil en la impunidad, la
cultura de la prepotencia, el imperio de los poderosos y muchos etcéteras.
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