Adaptarse a los cambios e innovaciones que traen los nuevos tiempos,
nunca ha sido cosa sencilla. Cuando se inventó la imprenta muchos integrantes del
clero vieron en ello un peligro de consideración, expresión de la decadencia
social y religiosa de la época. Mucho después, al empezar a circular el ferrocarril
había quienes sugerían que las mujeres embarazadas debían abstenerse de
utilizar ese servicio porque las altas velocidades que alcanzaba
(aproximadamente 30 kilómetros por hora) ponían en riesgo la gestación de la
criatura. No faltó quien advirtiera del riesgo de que las vacas que se
encontraran pastando tranquilamente en los campos sufrieran mareos al ver pasar
los trenes. En el caso de México, comenta el historiador Luis González y
González, al ver pasar por primera vez el ferrocarril con su majestuosa
presencia sobre el riel, a algunos paisanos les temblaron las corvas y otros
directamente echaron a correr.
Este temor a las innovaciones no es cuestión del pasado remoto: no hace
mucho se daba a conocer que las computadoras que llegaron a diversas escuelas
permanecieron guardadas en una bodega durante un largo lapso ante el temor de
algunos maestros de ser sustituidos por ellas.
No todo lo que llega es conveniente por lo que hay resistencias muy
legítimas, pero en muchos casos se basan en la ignorancia, el miedo a abandonar
lo conocido y a experimentar lo nuevo así como también a intereses que se ponen
en riesgo con el advenimiento de los cambios.
Así aconteció en ocasión de la irrupción del cine en la vida cotidiana
de México, tal como lo señala Alejandro Rosas.
Desde 1896, el
cinematógrafo estaba presente en la vida cotidiana y después de la Revolución,
la gente pudo ver, en la comodidad de una butaca, la historia del México
reciente con las vistas que filmaron Salvador Toscano, los hermanos Alva o
Jesús H. Abitia. Para el público resultaba atractivo ver a los principales
jefes de la Revolución, escenas de los combates, las entradas triunfales de los
ejércitos. (…) Durante las dos primeras décadas del siglo XX, el cine silente
se ganó su lugar en el gusto popular.
En 1927, la
incorporación del sonido al cine, con la película The Jazz Singer, revolucionó a la industria cinematográfica en todo
el mundo. (…)
La primera cinta
sonora mexicana fue una nueva versión de Santa,
basada en la novela de Federico Gamboa, con la actuación de Lupita Tovar. Fue
filmada en 1931 y estrenada al año siguiente. La llegada del sonido y la
incorporación de muchos artistas que se habían formado dentro del teatro en los
años anteriores y a quienes nos les era desconocido el cine, significaron un
impulso definitivo para el séptimo arte en México que se tradujo en la época de
oro del cine mexicano.
De inmediato
comenzaron los éxitos El prisionero 13
(1933), El compadre Mendoza (1933) y Vámonos con Pancho Villa (1935) de Fernando
de Fuentes; La mujer del puerto
(1933) con Andrea Palma, de Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla; Janitzio (1934) de Carlos Navarro y Redes (1934) de Fred Zinneman. 1936
marcó el inicio de la internacionalización del cine mexicano con el estreno de
la película Allá en el Rancho Grande
de Fernando de Fuentes.
Pero las cosas no fueron fáciles para esta nueva forma de
entretenimiento que diera lugar a tanta resistencia. En la primera línea, tal
vez la más conocida, se ubicaron los censores y moralistas que lo identificaron
como un medio destinado a corromper la armonía social y las buenas costumbres,
por lo que amenazaban con el fuego eterno tanto a los empresarios como a
quienes asistieran a la proyección de películas. Los besos exhibidos en
pantalla escandalizaron a una parte de la sociedad tal como lo expresa La
hoja del buen cristiano, México 15 de enero de 1922, citada por Paco
Ignacio Taibo I.
El cinematógrafo ha venido a resultar un vehículo de costumbres muy
alejadas de nuestra educación y sentimientos cristianos. Ya no se puede ir a un
salón de cinematografía sin toparnos con situaciones que se proyectan en la
pantalla y que las gentes de bien sólo admitíamos, antes, en nuestra vida
privada. Los besos han dejado de ser una muestra de afecto, de respeto filial,
de amor sano y limpio. Los besos que ahora vemos en el cinematógrafo, están
premeditadamente expuestos para excitar nuestra más triste condición animal y
para alejarnos de costumbres que fueron distinción de la sociedad mexicana
durante años. Cuando los films provocadores se exhiben en salones propiedad de
gentes cristianas, se cortan las escenas inconvenientes o se impide por alguna
otra manera que pasen a la pantalla. Pero esto es las menos de las veces, ya
que los propios empresarios de los salones cinematográficos procuran atraer a
sus clientes con el señuelo de estas escenas no convenientes. Los católicos
tienen que ser quienes se impidan a sí mismos la contemplación de besos
inadecuados, escenas que signifiquen malos ejemplos o letreros que revelen sentimientos
lascivos en los actores y actrices.
El cine desplegó su enorme influencia por lo que vestidos, peinados, y
actitudes de actrices y actores,
comenzaron a ser emulados por importantes sectores de la población. Los grupos
más conservadores veían en ello la imposición de comportamientos exóticos (como
el de que las mujeres fumaran, se cortaran el cabello, tomaran cocteles,
nadaran en el mar, anduvieran en bicicleta, etc.) destinados a corromper los
grandes valores del sector femenino así como de la familia mexicana e identificaban a quienes
hacían las películas, los peliculeros,
como responsables de tamaña tragedia.
Desde aquellos entonces hasta hoy no ha cesado la polémica acerca de la
incidencia que el cine tiene en algunas manifestaciones violentas que se
presentan en la vida cotidiana. Paco Ignacio Taibo I cita a La
Tribuna del 18 de marzo de 1914 que enuncia su queja en
cuanto a que algunas películas son verdaderas escuelas del crimen. “A diario
nos exhiben películas de índole criminal, y resulta que respirando ambiente tan
viciado, excitada la curiosidad de tales aventuras, no hay más remedio que
aceptar los hechos consumados.”
A comienzos del siglo XX también se expresaron resistencias frente a
los espectáculos que combinaron el cine con el teatro de variedades y que incluían
la exhibición de tiples que, para los criterios de la época, se presentaban
casi desnudas.
En este nuevo
contexto aparece la reacción ante el atentado al pudor que supone el cine y que,
para colmo de males, cada vez iría alcanzando mayor difusión. Jesús Flores y
Escalante se refiere a esta cuestión.
Fueron las situaciones amorosas,
el erotismo sugerente, los besos apasionados algo que para 1936 era común
admirar, no sólo en el cine francés sino en el de todo el mundo. Por ejemplo,
Jean Renoir en Tony (1936) exhibió una situación amorosa entre Charles
Blavette y la actriz mexicana Celia Montalbán, protagonista de la cinta.
Por esta clase de películas de
contenido erótico protestó el Vaticano. Y como el papa Pio XI no tenía acceso a
las pervertidas películas de todo el mundo, promulgó el 29 de junio de 1936 la
encíclica “Vigilanti cura”, promoviendo comités para todos los países de
América y Europa con el fin de censurar las producciones cinematográficas. Así
se creó “La Legión
de la Decencia ”
a nivel internacional, con el ánimo de crear un cine asexuado. (...)
(...) Por estos años, la Iglesia también sugirió
que la película Blanca Nieves y los Siete Enanos era inmoral: ¿Cómo una
jovencita iba a vivir con seis adultos y un adolescente?
Es así que se
fortalecen las instancias burocráticas encargadas de autorizar o rechazar,
según sea el caso, las películas que pretenden ser exhibidas. De esta manera
los censores desempeñan una función de vital importancia con criterios muy
estrictos. Al respecto, comenta Jorge Ibargüengoitia
Hace años tuve
oportunidad de entrevistar al director de una de esas ligas que tienen por
objeto defender la moral cristiana y fomentar el decoro y las buenas
costumbres. Una de sus ocupaciones consistía en ir todas las tardes al cine y
escribir después sus apreciaciones sobre la película que acababa de ver; por
ejemplo: "Contraria a la moral cristiana por expresar conceptos
aprobatorios del divorcio y por contener escenas de violencia. Desaconsejable
para toda clase de público".
-Todas las
películas -me dijo durante la entrevista- son, en esencia, nocivas. Esto es un
hecho comprobado. Porque aunque los maleantes sean castigados y siempre triunfe
la ley, no falta entre el público alguien que al ver la película diga para sus
adentros: sí, a éstos los agarraron, pero yo soy más listo que ellos y a mí no
me van a agarrar.
La organización
que él dirigía, me explicó, no tenía ningún poder para prohibir la exhibición
de una película. Se limitaba a enviar personas de costumbres intachables y de
amplio criterio (o mejor dicho, firme criterio) a ver las películas, para
después, cuando esto fuera necesario, aconsejar al público no verlas. Esta
actividad, me dijo; él la consideraba como el menor de los males; lo ideal
sería que no hubiera ni películas ni cines.
En ocasiones la familia acusaba a
los censores de ser demasiado amplios de criterio por lo que era necesario
hacer algunos cortes extras. Guillermo Sheridan comenta que “(...) desde
niño me he acostumbrado a ver cine de tajadas. Mi abuelo nos tapaba los ojos
cuando creía que iban a suceder cosas atroces, como un asesinato o un beso”.
Menos difusión tuvo otro tipo de resistencia en el que militaron
algunos doctores de innegable prestigio en la sociedad de su época ya que –en
su opinión- el cine no sólo podía llevar al infierno sino también a la
invidencia; Paco Ignacio Taibo I cita una nota del diario El Imparcial
del 21 de diciembre de 1908 que alerta acerca de ello.
México no es ya solamente la ciudad de los palacios, sino la ciudad de
los cinematógrafos. Por todas partes abundan las salas de proyecciones,
espectáculos cultísimos que dejaríamos en su auge, si no fuera para llamar la
atención acerca de sus defectos que dañan la vista. (...) Los enfermos de
lesiones ligeras, como conjuntivitis, leparitis, exacerban sus males en el
cinematógrafo. Las señoritas estiman en más su belleza, que el afearla con los
espejuelos, y aún les es más llevadero tolerar jaquecas y neuralgias que
subscribir una crisis de la estética. Hace poco una señorita de Tacubaya tuvo
una ceguera de un minuto, ocasionada por la concurrencia al cinematógrafo, lo cual la llenó de terror.
Sin embargo, y como suele ocurrir, estas campañas anunciadoras de los
perjuicios que causa un producto o espectáculo resultaron contraproducentes al
convertirse en una invitación a su consumo. Así poco después de publicado el
artículo citado, comenta el mismo autor, en la Academia Metropolitana
se cantaba un cuplé con el siguiente estribillo: “Te veo, te veo. Al cine y no
me mareo”.
Como no era posible dejar de considerar una colisión de intereses, los
impulsores del negocio del cine denunciaron que la campaña llevada a cabo por
dichos médicos había sido promovida en realidad por los empresarios de teatros
de comedia y zarzuela así como de otros espectáculos que veían sus ganancias en
riesgo. Esta confrontación del cine con el teatro clásico, considerado apto
para todo público, así como con las más populares salas donde se exhibían obras
del llamado género chico, no estuvo exenta de momentos críticos. Al respecto
citamos una vez más a Paco Ignacio Taibo I.
Como un símbolo del sufrimiento de los teatros ante la nueva
competencia se muere un personaje famoso entre bambalinas: “A la edad de 87
años murió ayer el señor Francisco Pérez Aguilar, que era el decano de los
representantes teatrales en México. Más de veinte años trabajó al lado de don
Eduardo Orín, quien a últimas fechas le había concedido una pensión. El
anciano, con su barba blanca y patriarcal y sus temblores emanados de la
senectud, trabajó con fe y constancia hasta lo último. Fue un luchador heroico
y digno” (El Heraldo, 24 de junio 1907).
Un reportero afirma que en el entierro se dijo que “el condenado cinematógrafo nos terminará
matando a todos”. Así fue; aunque, hay que aceptarlo, el paso del tiempo
también ayudó.
Cuando surgen los
rumores de que el cine dejaría de ser mudo para transformarse en sonoro, no
faltaron quienes dijeron que sería imposible. Una vez que ello se hizo
realidad, las películas habladas en inglés incluían subtítulos en español lo
que para la amplia población analfabeta resultaba más un obstáculo que una
ayuda en la comprensión de la trama. La película que el espectador veía era muy
diferente a la exhibida en la pantalla (lo que cabe acotar no ha dejado de
suceder hasta nuestros días).
Como hemos visto la llegada del cine significó una verdadera
conmoción que se manifestó no sólo en hábitos culturales sino también en
cuestiones técnicas y de lenguaje cinematográfico. Rosario Castellanos refiere
algunos curiosos acontecimientos que tuvieron lugar en su natal estado de Chiapas.
Las películas llegaban, de “más allá de México”, claro, y
venían divididas en rollos. Mientras el operador efectuaba el cambio del rollo
proyectado por el que seguía, la pantalla se ocupaba con un letrero que decía: “Favor
de esperar un momento”. Cuando el momento se prolongaba se decretaba
automáticamente un intermedio que las muchachas aprovechaban para coquetear y
sus pretendientes para echarles miradas incendiarias.
No siempre se guardaba el orden de los rollos y su alteración
volvía incomprensible la película. Pero, ¿a quién podía importarle semejante
cosa? Después de todo nos eran bastante incomprensibles ya esas historias que
se desarrollaban en los bajos fondos de Chicago, en las aglomeraciones
neoyorquinas o en las vastas residencias sureñas de los Estados Unidos.
Las relaciones del público con el espectáculo al que acudían
eran muy confusas. Les parecía un juego sucio el hecho de que el protagonista
que moría en una película, acribillado a tiros, apareciera en la película
siguiente bañado en agua de rosas. Pero lo soportaban, como soportaban todas
las arbitrariedades de las que los hacían víctimas las gentes de razón.
Y aun se dio el caso de una mujer, vendedora ambulante de
dulces, a la que le hicieron la broma de que su vida aparecería proyectada en
el cine. Trató, por todos los medios, de evitarlo y cuando lo consideró
imposible comenzó a divulgar episodios que hasta entonces habían sido
ignorados. Se había vuelto loca y nunca recuperó el juicio.
Para desarrollar
sus argumentos el cine tomaba prestadas historias de la realidad pero cabe
acotar que, en un acto de reciprocidad, la realidad se vería modificada por el
cine.
Las resistencias
cambian de actores pero no desaparecen, de tal manera que por aquellos entonces
se estaba muy lejos de suponer que años después los propios empresarios de cine
serían quienes pasaran a situarse en la línea de resistencia haciendo frente a
los grandes proyectores de carrete primero y a los sofisticados aparatos de
video después, que comenzaron a llevar las películas de las grandes salas al
domicilio familiar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario