La relación entre médico tratante y paciente hospitalizado es muy
asimétrica. El uno parece tener salud para dar y regalar; el otro está atrapado
en su quebranto. El galeno sabe o cuando menos lo supone; el enfermo desconoce
mucho de aquello que le sucede. Uno luce bata impecable mientras el otro se
contenta con un humilde pijama. Y lo más importante: el médico se va, el
paciente se queda.
Está claro que los doctores no la tienen fácil dado que debe ser muy difícil
convivir con tanto dolor y sufrimiento. Así su profesión habita fronteras
complejas como la de sentir con el otro pero no sucumbir ante tantos cuadros de
pronóstico reservado. Frente a este horizonte no son pocos quienes toman la
falsa salida de blindarse con una frialdad que ni ellos mismos se creen o de
burocratizar su práctica profesional.
Una muestra que pone de manifiesto la actitud de los doctores, reside en la
historia clínica. Oliver Sacks aborda esta cuestión.
Fue Hipócrates quien introdujo el concepto histórico de
enfermedad, la idea de que las enfermedades siguen un curso, desde sus primeros
indicios a su clímax o crisis, y después a su desenlace fatal o feliz.
Hipócrates introdujo así el historial clínico, una descripción o bosquejo de la
historia natural de la enfermedad, que expresa con toda precisión el viejo
término “patología”. Tales historiales son una forma de historia natural… pero
nada nos cuentan del individuo y de su historia; nada transmiten de la persona
y de la experiencia de la persona, mientras afronta su enfermedad y lucha por
sobrevivir a ella. En un historial clínico riguroso no hay “sujeto”; los
historiales clínicos modernos aluden al sujeto con una frase rápida (“hembra
albina trisómica de 21”), que podría aplicarse igual a una rata que a un ser
humano.
Frente a esto reacciona el doctor Sacks. “Para situar de nuevo en el centro
al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de
profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así
tendremos un ‘quién’ además de un ‘qué’, un individuo real, un paciente, en
relación con la enfermedad… en relación con el reconocimiento médico físico.”
Hace ya algunos años el escritor Juan José Millás se convirtió en la sombra
de Josep Baselga, médico oncólogo, y publicó en El País Semanal la crónica de aquella jornada. Al abordar el tema
que nos ocupa, el Dr. Baselga señala:
La comunicación con el paciente es
fundamental. Debes conocer sus gustos, sus inclinaciones. Has visto que
pregunto cuántos hijos tienen, si han hablado con ellos, si están al tanto del
problema. A veces tenemos buenos médicos, pero malos comunicadores. Saber
comunicar con el paciente, explicarle lo que tiene y asegurarle que estás
involucrado en su cura es fundamental. Hay médicos que, para defenderse de sus
emociones, se convierten en una pared, cuando en esta enfermedad el factor
emocional es importantísimo. Un buen especialista sin capacidad de comunicación
no es nada.
De
acuerdo con la nota de Juan José Millás las declaraciones del facultativo no se
quedan en un bonito discurso de campaña sino que se sustentan en su práctica profesional.
Vemos ahora a un paciente muy curioso
que, a la pregunta de si fuma, responde que fuma seis meses al año y descansa
otros seis. Es un hombre menudo, delgado y muy pulcro. Está un poco violento
porque acaba de vomitar sobre la chaqueta del pijama, a la altura de la
clavícula, donde se observa una pequeña mancha húmeda.
-Es que me ha sentado mal el yugur -se
disculpa.
Baselga habla con él del tratamiento,
se interesa por su situación familiar, y en un momento dado, de forma
aparentemente casual, coloca sobre el vómito la mano que hasta ese instante
tenía sobre el brazo del paciente y la mantiene ahí, con una presión afectuosa,
mientras continúa explicándole los pasos a seguir.
Muchos autores se han referido a la importancia de este tipo de diálogo que
denota proximidad en el vínculo médico-paciente; entre ellos el filósofo Ruben
Kanalenstein. “Es que
las palabras pueden bendecir, pueden curar. Un médico que no habla y que no
escucha, por más buenas que sean sus recetas, no sirve, no llega.”
El escritor Eliseo Alberto, quien pasó por diversas internaciones hospitalarias
debido a sus problemas de salud, sabe mucho del tema.
Los
hospitales, sí, son islas: cada cama es un atolón rodeado de soledad en el
aséptico archipiélago de una sala. Una noche de noviembre, acostado en la mía,
la número 18, recordé una anécdota que me contaron de niño. El hermano de mamá
y Fina, el culto tío Sergio, ginecólogo y tenor de melodiosa voz, por más de
treinta años fue profesor titular en la Escuela de Medicina de la Universidad
de la Habana. Cada primer día de clase repetía a sus alumnos la misma lección
que él recibiera durante sus años estudiantiles, según curiosa pedagogía de su
preceptor de entonces, un clínico célebre por su sabiduría y sensatez. Luego de
las presentaciones de rigor, pedía a los muchachos que se acostaran boca arriba
en el piso del cuarto, y se iba sin dar más explicaciones. Allí los dejaba la
primera media hora. “¿Cómo están?”, les preguntaba desde la puerta. Regresaba
treinta minutos después. “¿Cansados?” Los discípulos protestaban a coro.
Culebreaban en el suelo. Eso es lo
primero que debe saber alguien que quiera ser médico: los pacientes en sus
camastros sólo ven el techo. Horas y horas con la mente en blanco y la vista
clavada en ese desértico paisaje de cal. Nuestra tarea es lograr que se
levanten lo antes posible. Nunca lo olviden. Miren el techo: tiene mucho que
enseñarnos sobre el dolor, la resignación y la calma.
Una vez más se trata de recurrir
a la vieja y querida empatía: ser capaz de ponerse en el lugar del otro sin
perder el propio.
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