Costumbre muy extendida la
de guardar un minuto de silencio, sea en recuerdo emocionado de una persona
fallecida o en conmemoración de un trágico acontecimiento con impacto
colectivo. Según lo señala la revista Culturizando
inicialmente su duración era de dos minutos.
Fue
en 1919 en el primer aniversario del armisticio que puso fin a la 1ª Guerra
Mundial. Edward Honey, un periodista australiano tuvo la idea de guardar
silencio para recordar a los muertos. A esta petición se unió el rey Jorge V
que pidió a su pueblo que dejaran todo lo que estaban haciendo durante dos
minutos para que nadie olvidara lo que había supuesto la I Guerra Mundial.
Desde
ese día en Inglaterra se siguen guardando los dos minutos para conmemorar el
armisticio mientras que en el resto del mundo es un minuto el que utilizamos
para estas conmemoraciones o recuerdos.
El minuto de silencio tiene
su proceso: alguien lo solicita, se aprueba y finalmente se lleva a cabo.
Guillermo Sheridan se refiere a ello.
Mirada
con cautela, la expresión “pedir un minuto de silencio”, tan frecuente en
nuestra ruidosa vida pública, tiene una rara calidad poética. Medida llena de
algo inmedible, el encuentro entre el preciso cronómetro y el vago decibel
engendra una sinestesia: el oído se asocia al reloj y el pabellón a su
carátula. “Minuto de silencio” es como un metro de nieve, una hectárea de
rencor o un galón de olvido.
(…) El
“minuto de silencio” es uno de esos casos en los que la teoría es tan estrecha
que parece manual de instrucciones prácticas: alguien lo pide, los demás se
ponen de pie ruidosamente, se quedan quietos y mudos, eligen alguna cara de
inocencia y piensan en el difunto, en las heroicas o canallas razones que lo
dejaron idem, y en lo que uno perdió o ganó con su muerte. El carácter público
del minuto es requisito fundamental. Nadie se pide un minuto de silencio a sí
mismo, entre otras cosas porque no habría a quién pedirlo o bien a quién
concederlo. A pesar de ser obviamente introspectivo, el minuto se hace en
público y de ser posible en bola (pues estar callado no implica estar
invisible), para que a uno lo vean guardando el minuto los demás, la nación o
quien resulte responsable.
En sociedades como las
nuestras, con severos problemas de contaminación auditiva y de tanta facilidad
de palabra, no es poca cosa lograr un verdadero minuto de silencio. El
mexicano, según Joaquín Antonio Peñalosa, manifiesta el síndrome de incontinencia
verbal. “No puede tener la boca cerrada ni cuando trabaja ni cuando estudia.
Con decirles que no es capaz de guardar ni siquiera un minuto de silencio
cuando en los estadios y plazas de toros lo pide, a nombre de un pobre difuntito,
una fúnebre voz en el sonido local. Lo más que ha podido conseguirse es un
cuarto de minuto de silencio.” Así, de acuerdo con Peñalosa, aún no se ha
inventado el lugar ni la circunstancia que pueda inhibir a la conversación.
No han faltado circunstancias
en que el silencio pareció ser poco representativo para lo que fue la vida del
personaje homenajeado. Tal fue lo acontecido respecto al escritor José
Revueltas, según lo narra Carlos Monsiváis. “(…) en abril de 1976, en la velada
luctuosa en el Auditorio de Humanidades, Juan de la Cabada (…) lanza su
propuesta: ‘¿Por qué un minuto de silencio para un compañero que jamás se
calló? Mejor un minuto de aplausos a quien vivió con tanto ruido y tanto amor
su existencia’. Y allí surge una nueva tradición funeraria.”
Por otra parte en la
literatura, cuando menos, se presentó un extraño suceso: el minuto de silencio
en vida. De acuerdo a lo esperable, según lo evoca Sheridan, las cosas no
terminaron bien.
¿Es
en Campobello, o en las ¿Por quién doblan las campanas? de Hemingway quiza,
donde un sádico coronel pide un minuto de silencio a priori por el
prisionero que espera ante el pelotón de fusilamiento? (El condenado grosero no
sólo no respeta su propio minuto de silencio, sino que se dedica a insultar al
coronel y a la puta que lo parió. Terminado el minuto, el coronel lo fusila con
más ganas.)
Concluye Guillermo Sheridan
que el minuto de silencio es el único reconocimiento que no provoca envidias. “En
la gran cantidad de homenajes que los priístas brindan a otro priísta o se
brindan a sí mismos, el ‘minuto de silencio’ tiene la peculiaridad de ser el
único en el que nadie envidia al homenajeado (...)”
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