martes, 25 de marzo de 2014

La solitaria y la literatura


Mucho antes que hiciera su aparición el concepto de propaganda, y ni se diga el de marketing, era usual que quienes desempeñaban diferentes oficios presumieran sus logros a efectos de que no les faltara clientela. Fue así como barberos, zapateros, pintores, carpinteros, herreros…, recurrían a su creatividad.

En ese entorno se presentaron situaciones peculiares como la de aquellos boticarios que en las vidrieras de sus negocios exponían parásitos de considerables dimensiones que, gracias a sus buenas artes y oficios, habían ayudado a expulsar a sus atribulados clientes. Es Ramón Gómez de la Serna quien profundiza en el tema.

Desde pequeños vemos en ese escaparate de botica, y en ese otro, y en ese otro, unas solitarias y unas tenias conservadas como se conserva el búcaro con un ramo de flores de papel y talco de oro bajo el fanal alargado que hay sobre las consolas o las cómodas.
¿De qué personaje fueron esas solitarias y esas tenias para merecer esa consideración especial? Muchas veces he creído ver en ellas una cosa más de Napoleón o de Cervantes. (…)
Esos farmacéuticos que conservan esas solitarias o tenias saben el secreto de quiénes son. ¿Quizás son de sus abuelos? ¿Quizás son una “manda” que les dejó su digno antepasado recordando que eran boticarios? “A Aniceto para que venda más píldoras extirpadoras, este cariñoso recuerdo de su pariente”, ponía en el testamento. (…)
Los boticarios que exhiben esas estupendas solitarias o tenias de un metraje considerable las cuidan como si fuesen un legado de museo.
Quizás la enferma que las lanzó al mundo dejó una pensión para conservación de la solitaria o la tenia (…) Desde luego esas tenias que figuran en los escaparates de farmacia, y de las que murió ya su padre humano, son como el espectro del muerto, son como almas sin “ser” ya, sin “individuo” ya. ¡Quién le iba a decir a don Atanasio que le iba a representar en la vida sólo su tenia!...

Pero no se caiga en el error de suponer que las solitarias únicamente han servido como muestra de boticarios; también han prestado un servicio de consideración a la literatura. Ejemplo de ello es la respuesta que ofrece Mario Vargas Llosa a un joven escritor que le consulta acerca de las exigencias del oficio (y por medio de la que nos permite conocer la existencia de procedimientos alternativos a los que recurrían algunas damas decimonónicas para conservar o recobrar la silueta).

Su decisión de asumir su afición por la literatura como un destino, debe ahora convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud. Para explicarlo de una manera gráfica, le diré que acaba usted de hacer algo que, por lo visto, hacían en el siglo diecinueve algunas damas espantadas con el grosor de su cuerpo, que, a fin de recobrar una silueta de sílfide, se tragaban una solitaria. ¿Ha tenido usted ocasión de ver a alguien que lleva en sus entrañas ese horrendo parásito? Yo sí, y puedo asegurarle que aquellas damas eran unas heroínas, unas mártires de la belleza.

Pero claro que no siempre este asunto de la solitaria es voluntario; prosigue Vargas Llosa.

A comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra y al que tiene colonizado. José María enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo) constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus entrañas, pues, si no, su malestar se volvía insoportable. Pero, todo lo que comía y bebía no era para su gusto y placer, sino para los de la solitaria. Un día, que estábamos conversando en un pequeño bistrot de Montparnasse, me sorprendió con esta confesión: “Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Esa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente”.

Y cuando todo conduce a pensar que seducido por el tema de la solitaria Vargas Llosa ha olvidado la consulta de su joven colega, llega el momento de sintetizar su respuesta.

Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José María cuando tenía adentro la solitaria. La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres y ocupaciones, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: “Escribir es una manera de vivir”. En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación, no escribe para vivir, vive para escribir.

No cabe duda que algunos críticos sugerirían a más de un literato recurrir a las antiguas pócimas de los boticarios para expulsar a la solitaria que los habita y, junto con ella, a su afición por la escritura.

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