Mucho antes que hiciera su aparición el concepto de propaganda, y ni se
diga el de marketing, era usual que quienes desempeñaban diferentes oficios presumieran
sus logros a efectos de que no les faltara clientela. Fue así como barberos,
zapateros, pintores, carpinteros, herreros…, recurrían a su creatividad.
En ese entorno se presentaron situaciones peculiares como la de aquellos
boticarios que en las vidrieras de sus negocios exponían parásitos de
considerables dimensiones que, gracias a sus buenas artes y oficios, habían
ayudado a expulsar a sus atribulados clientes. Es Ramón Gómez de la Serna quien
profundiza en el tema.
Desde pequeños vemos en ese escaparate de botica, y en
ese otro, y en ese otro, unas solitarias y unas tenias conservadas como se
conserva el búcaro con un ramo de flores de papel y talco de oro bajo el fanal
alargado que hay sobre las consolas o las cómodas.
¿De qué personaje fueron esas solitarias y esas tenias
para merecer esa consideración especial? Muchas veces he creído ver en ellas
una cosa más de Napoleón o de Cervantes. (…)
Esos farmacéuticos que conservan esas solitarias o tenias
saben el secreto de quiénes son. ¿Quizás son de sus abuelos? ¿Quizás son una
“manda” que les dejó su digno antepasado recordando que eran boticarios? “A
Aniceto para que venda más píldoras extirpadoras, este cariñoso recuerdo de su
pariente”, ponía en el testamento. (…)
Los boticarios que exhiben esas estupendas solitarias o
tenias de un metraje considerable las cuidan como si fuesen un legado de museo.
Quizás la enferma que las lanzó al mundo dejó una pensión
para conservación de la solitaria o la tenia (…) Desde luego esas tenias que
figuran en los escaparates de farmacia, y de las que murió ya su padre humano,
son como el espectro del muerto, son como almas sin “ser” ya, sin “individuo”
ya. ¡Quién le iba a decir a don Atanasio que le iba a representar en la vida
sólo su tenia!...
Pero no se caiga en el error de suponer que las solitarias únicamente han
servido como muestra de boticarios; también han prestado un servicio de
consideración a la literatura. Ejemplo de ello es la respuesta que ofrece Mario
Vargas Llosa a un joven escritor que le consulta acerca de las exigencias del
oficio (y por medio de la que nos permite conocer la existencia de
procedimientos alternativos a los que recurrían algunas damas decimonónicas
para conservar o recobrar la silueta).
Su
decisión de asumir su afición por la literatura como un destino, debe ahora
convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud. Para explicarlo de
una manera gráfica, le diré que acaba usted de hacer algo que, por lo visto,
hacían en el siglo diecinueve algunas damas espantadas con el grosor de su
cuerpo, que, a fin de recobrar una silueta de sílfide, se tragaban una
solitaria. ¿Ha tenido usted ocasión de ver a alguien que lleva en sus entrañas
ese horrendo parásito? Yo sí, y puedo asegurarle que aquellas damas eran unas
heroínas, unas mártires de la belleza.
Pero claro que no siempre
este asunto de la solitaria es voluntario; prosigue Vargas Llosa.
A
comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José
María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una
vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se
alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo
expulsarla de ese cuerpo del que medra y al que tiene colonizado. José María
enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo)
constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus entrañas,
pues, si no, su malestar se volvía insoportable. Pero, todo lo que comía y
bebía no era para su gusto y placer, sino para los de la solitaria. Un día, que
estábamos conversando en un pequeño bistrot de Montparnasse, me
sorprendió con esta confesión: “Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al
cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre
política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo
esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas.
Yo las hago para ella, la solitaria. Esa es la impresión que tengo: que todo en
mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del
que ya no soy más que un sirviente”.
Y cuando todo conduce a
pensar que seducido por el tema de la solitaria Vargas Llosa ha olvidado la
consulta de su joven colega, llega el momento de sintetizar su respuesta.
Desde
entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José
María cuando tenía adentro la solitaria. La vocación literaria no es un
pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio.
Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede
anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de
sus dichosas víctimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura
pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda
las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres y
ocupaciones, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni
más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert
decía: “Escribir es una manera de vivir”. En otras palabras, quien ha hecho
suya esta hermosa y absorbente vocación, no escribe para vivir, vive para
escribir.
No cabe duda que algunos
críticos sugerirían a más de un literato recurrir a las antiguas pócimas de los
boticarios para expulsar a la solitaria que los habita y, junto con ella, a su
afición por la escritura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario