Muchos son los autores que
han incursionado en el estudio del llamado realismo
mágico que reviste una presencia tan destacada en la literatura latinoamericana.
El fenómeno intriga a escritores y editores europeos: ¿cómo y desde dónde surge
esa imaginación portentosa que concibe situaciones tan maravillosas?
Algunos se limitan a
preguntar a sus colegas latinoamericanos sobre ello, tal como da cuenta uno de
los grandes del género: Augusto Tito
Monterroso. Su respuesta, que en algún sentido resta importancia a su propio
trabajo, pone bajo sospecha la existencia del realismo mágico.
Hace
poco me pidieron en España que hablara de la literatura fantástica mexicana. Y
la he buscado y perseguido: en la mía y en bibliotecas públicas y privadas, y
esa literatura casi no aparece, porque lo más fantástico a que pueda llegar
aquí la imaginación se desvanece en el trasfondo de una vida real y de todos
los días que es, no obstante, como un sueño dentro de otro sueño. Lo mágico, lo
fantástico y lo maravilloso está siempre a punto de suceder en México, y
sucede, y uno sólo dice: pues sí.
Entre los escritores que
han destacado en este campo se impone la figura emblemática de Gabriel García
Márquez, reconocida en todo el mundo. El escritor italiano Alessandro Baricco (“Todo
lo que yo le debo”, en El País del 20
de abril de 2014) expresa admiración por
su obra y formula algunos apuntes acerca del realismo mágico a partir de una
visita que realizara a Colombia
Debo decir también
que durante años amé los libros de García Márquez desde lejos, sin pisar nunca
Sudamérica. Luego, una vez acabé en Colombia. Fue un poco como acabar en la
cama con una mujer con la que te escribiste cartas durante años. Para
entendernos, cuando a los colombianos les citas la expresión “realismo mágico”
se echan al suelo de las risas. En cualquier caso no entienden qué significa.
Porque lo que nosotros tratamos de definir, ellos lo poseen como desarrollo
normal de las cosas, paisaje atávico del vivir, catalogación ordinaria de lo
creado. Te paras a charlar diez minutos con un camarero y ya estás en Macondo.
Es que somos pobres y habitamos una tierra complicada, me explicó una vez un poeta
de allí. (…) Luego, con cierta coherencia, me contó esta historia verdadera
(aunque verdadera, lo entendéis, allí es una palabra bastante evanescente). Un
pueblo de la costa, para la fiesta grande, contrata a un circo de la capital.
El circo se sube a un barco y pone rumbo al pueblo. No lejos de la costa sin
embargo naufraga: todo el circo se hunde, y las corrientes se lo llevan. Dos
días después, en un pueblo cercano (aunque cercano allí, significa poco porque
si no hay una carretera que parte la selva podrías estar a mil kilómetros), los
pescadores salen a recoger las redes. No saben nada del otro pueblo, nada del
circo, nada del naufragio. Sacan las redes y se encuentran a un león. No se
inmutan. Vuelven a casa. ¿Qué tal te ha ido hoy?, le habrán preguntado al
pescador, en casa, todos alrededor de la mesa, para la cena. Pues nada, hoy
hemos pescado leones.
Nosotros esto lo
llamamos “realismo mágico”. Entenderéis bien que esos no entiendan.
Para concluir veamos la
experiencia vivida y narrada por el mismo Gabriel García Márquez (“Un domingo
de delirio”, en El País del 10 de
marzo de 1981) en relación al tema que nos ocupa.
Un
editor de Barcelona hizo la semana pasada una escala en Cartagena de Indias
para almorzar conmigo. Después de una comida criolla bien conversada, lo llevé
a conocer la ciudad antigua, que, con toda razón, le pareció una de las más
bellas del mundo. Lo invité más tarde a tomar un café en casa de mis padres,
que tienen 54 nietos, y muchos de ellos habían ido a saludarlos. Por último sin
saber cómo, terminamos en una recepción en que lo trataron con tanta amabilidad
que tuvo que escuchar seis discursos y se tomó once vasos de whisky en tres cuartos de hora. Al
atardecer, todavía medio aturdido por tantas novedades juntas, se fue con la
impresión de haber vivido una de las experiencias más raras de su vida. “No has
inventado nada en tus libros”, me dijo al despedirse. “Eres un simple notario
sin imaginación”.
Luego de describir otras cuantas
peripecias de ese apacible domingo compartido con aquel editor catalán,
continúa García Márquez su relato.
Agobiado
por tanto realismo fantástico, mi amigo me agradeció, como una pausa de alivio,
que lo invitara a tomarse un café en casa de mis padres. Más le hubiera valido
no aliviarse. En efecto, como creo haberlo dicho otras veces, mi padre acaba de
cumplir ochenta años, y mi madre 76. Pero no hay manera de sentarlos a
descansar. Mi padre se va a pie todos los días, bajo el sol de fuego, hasta el
centro de la ciudad, y no hemos logrado disuadirlo de una excursión que quiere
hacer por la selva amazónica. Mi madre, se ha empeñado toda la vida en hacer
los oficios de la casa, y quiere inclusive acabar de lavar los platos que la lavadora
eléctrica deja mal lavados. Mi amigo le preguntó si alguien la ayudaba, y ella
le contestó con su lenguaje propio: “Tengo dos secretarias”. Mi amigo le
preguntó desde cuándo, y ella le volvió a contestar: “Desde hace quince días”.
El secreto de ambos es que nunca se han puesto a pensar en la edad. Hace poco,
mi padre compró unos bonos que serán liquidados en el año 2.000. Es decir,
cuando él tenga cien años. Uno de mis hermanos le reprochó su falta de sentido,
y él replicó impasible: “No los compré para mi beneficio, sino para asegurarle
a tu madre una vejez tranquila”.
Mientras conversábamos, llegó una
nieta a contarnos que la noche anterior se había desdoblado. “Cuando regresé
del baño”, me dijo, “me encontré conmigo misma que todavía estaba en la cama”.
Poco después llegaron tres hermanas y dos hermanos, de los dieciséis que somos
en total. Una de ellas, que fue monja hasta hace poco, se enredó en un diálogo
sobre religiones comparadas con un hermano que es mormón. Otro hermano había
mandado hacer una tabla sobre medida, pero cuando la volvió a medir en la casa
resultó ser más corta que en la carpintería. “Es que en el Caribe no hay dos
metros iguales”, dijo. En efecto, midió un metro con el otro, y a uno de los
dos le faltaba un centímetro. Otra hermana tocaba al piano la serenata del
cuarteto número cinco de Hayden. Le hice ver que la tocaba tan rápido que
parecía una mazurca. “Es que sólo toco el piano cuando estoy acelerada”, me
dijo, “lo hago para tratar de calmarme, pero lo único que consigo es acelerar
también al piano”. En esas estábamos cuando tocó a la puerta una hermana de mi
madre, la tía Elvira, de 84 años, a quien no veíamos desde hacía quince años.
Venía de Riohacha, en un taxi expreso, y se había envuelto la cabeza con un
trapo negro para protegerse del sol. Entró feliz, con los brazos abiertos, y dijo
para que todos la oyéramos: “Vengo a despedirme, porque ya casi me voy a morir”.
Mi amigo no soportó más. Al atardecer, camino del aeropuerto, me costó trabajo
convencerlo de que esa era nuestra vida real de todos los días, y de que yo no
había preparado -sólo por impresionarlo- cada uno de los episodios de aquel
domingo de delirio.
Sin hacer menos lo que sucede en
otros países del continente, Colombia y México constituyen una fuente
inagotable de estos aconteceres fronterizos situados entre el realismo y el
realismo mágico. Y seguramente ello tuvo algo que ver con que Gabriel García
Márquez se sintiera tan a gusto en ambos lugares.
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