Muchas son las instituciones religiosas que, contrariamente a lo que
sostienen en su discurso, terminan seducidas por la riqueza. Así ha sucedido en
el pasado, en el presente y seguirá aconteciendo en el futuro. Y es que las debilidades
humanas no ceden ante la portación del hábito (aun cuando haya quienes lo
llevan con mucha dignidad y coherencia de vida). Héctor de Mauleón (“Mirando
desde un agujero”, El Universal,
21/5/2012) narra lo que acaeció en el convento de Jesús María (en el Centro
Histórico de la Ciudad de México) durante la Colonia.
Jesús María fue fundado en 1582, para albergar a las
hijas y las nietas de los conquistadores que hubieran caído en desgracia.
Sólo “las más nobles, las más desamparadas y las más
expuestas por su mayor belleza” podían cruzar sus puertas. Era, por lo tanto,
el único convento que no cobraba dote entre sus monjas. Según las crónicas de
la época, esto hizo que se convirtiera en una de las instituciones más pobres
del virreinato.
Las monjas vivían en tal estado de precariedad, que el
fundador, Pedro Tomás Denia, se vio obligado a viajar a España para implorar la
protección real. Felipe II escuchó sus súplicas con liberalidad magnífica, y le
entregó 20 mil ducados.
En este caso la ayuda real no fue desinteresa sino que obedeció a la vieja
fórmula de que “favor con favor se paga”; continúa de Mauleón
Le entregó también –y aquí aparece la historia de horror-
a una hija ilegítima que había tenido con la hermana del inquisidor Pedro Moya
Contreras, y le ordenó que la escondiera del mundo, recluida para siempre en
aquel convento.
No se sabe si la niña –de dos años de edad- había perdido
la razón al llegar a Nueva España, o si la perdió, poco después, en el
departamento “especial y cómodo” que las monjas le destinaron. Sólo se sabe que
la hija de Felipe II murió completamente loca en México, a los 17 años de edad.
A todo esto el cambio respecto a los dineros fue notable y las urgencias
fueron cosa del pasado lo que condujo -tal como lo afirma el citado cronista- al
relajamiento de la disciplina conventual.
(…) Jesús María había logrado convertirse, gracias a las
regias aportaciones del monarca, en el sitio más exclusivo del virreinato.
La pompa era tan ostentosa, que las monjas, reza una
crónica, se volvieron “tibias en la oración, remisas en la observancia de las
reglas, aficionadas al lujo, y amargadas por la envidia, rencillosas y
vengativas”. Todas ellas portaban en las muñecas suntuosas pulseras de
azabache.
En este nuevo entorno de opulencia el silencio cómplice constituyó un nuevo
voto. Así que cuando una de las religiosas denunció los lujos con que allí se
vivía, resultó duramente castigada por su traición a los intereses comunes. Al respecto
señala Héctor de Mauleón
Vino una nueva historia de horror cuando una monja vieja
y enfermiza, Marina de la Cruz, que antes de tomar los hábitos se había casado
dos veces, las delató ante un confesor. Según (Carlos de) Sigüenza (y Góngora),
sus compañeras se vengaron, obligándola a que barriese los corrales, a que
matase y desollase los carneros que la comunidad consumía; la tachaban de
incontinente por sus dos matrimonios, la obligaban a purgar los lugares comunes
y los vasos inmundos, y evitaban su presencia “con melindres”.
“Acompañaban esos desaires con risotadas, empellones,
apodos y vituperios”, escribe don Carlos.
Marina de la Cruz murió también en este claustro,
empuñando una escoba, entre esas risotadas y esos empujones.
Esta claudicación en relación a los objetivos fundacionales de este tipo de
instituciones ha sido analizada desde muy diversas fuentes. Tal vez sea poco
conocida la opinión de Aldous Huxley a este respecto.
Las órdenes religiosas prósperas, han tenido siempre
tendencia a hundirse en la satisfacción, a empantanarse en el charco de sus
patrimonios. Felizmente, siempre ha habido, sin embargo, espíritus arriesgados,
dispuestos y capacitados para empezar otra vez con mucho entusiasmo y poco
dinero. Ellos también alcanzan éxito a su debido tiempo, y el movimiento
reformista tiene que volver a iniciarse una vez más.
Y es que como afirma Huxley con contundencia: “Nada está tan expuesto al
fracaso como el éxito”.
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