Lugar destacado ocupó Max Aub entre los intelectuales que llegaron a México
a causa de la Guerra Civil española. Su obra abarcó diversas líneas de trabajo,
sobresaliendo –entre otros rubros- por sus críticas teatrales que se publicaron
en el periódico El Nacional en la
década de los cuarenta del siglo pasado. Su afición al teatro era notable y sus
opiniones solían ser muy duras, por lo que imagino que en su momento fue muy
temido por productores, directores, actores, escenógrafos apuntadores y hasta
por el propio público.
En ese contexto llama poderosamente la atención su nota del 5 de diciembre
de 1947 en la que reparte elogios para todos. Tituló su columna “Música en la noche, de J. B. Priestley,
en el Teatro del Prado”. Así decía:
Todo resultó perfecto. Era lo menos que debían los
amantes del teatro, en México, a la presencia del autor. Para mí, muerto
Pirandello, Priestley es el dramaturgo de más enjundia, de mayor envergadura,
del mundo contemporáneo. Hubiese sido incomprensible que pasara desapercibida
su presencia aunque sólo fuera como preeminente delegado británico en la
Unesco. Fue una feliz coincidencia que hayamos podido festejar simultáneamente
dos suceso de tan buen augurio para el teatro en México como lo han sido, en
estos días, la presencia del máximo autor teatral inglés (Bernard Shaw es
aparte y dramaturgo por carambola) y la reinauguración del Teatro del Prado.
Como es sabido este último local, proyectado
originalmente para teatro, vino a caer, por una sucesión de hechos lamentables
que no hay por qué contar de nuevo, en las fauces del cine. El ardiente amor
hacia su propio nombre y la cultura hizo que un numeroso grupo de personas
conscientes de su buena condición de mexicanos se reunieran para formar una
Sociedad de Teatro, que anoche dio las primeras muestras de su alcance y de su
vigor.
Personalidades sobresalientes de la política, de los
negocios, de la banca, de las diversiones, algunos intelectuales con posibles,
sin más objeto que oír y ver lo más encumbrado del teatro de todos los tiempos,
lograron rápidamente poner en pie de paz y de guerra esta bendita Sociedad
Mexicana de Teatro.
No soy cronista de sociales y no voy, por lo tanto, a
citar los nombres de los presentes que, estando en la memoria de todos,
abarrotaron la sala. Algún indiscreto dijo:
-Ya era hora. (…)
No tengo por qué hablar de la obra con detenimiento.
Prodigioso primor de veraz exactitud de adentro. Quizá pudieran discutirse
algunos pormenores del tercer acto (…) Corresponden sus tres actos a los tres
movimientos de un concierto para violín y orquesta, Allegro Capriccioso, Adagio y Allegro
Agitato, Maestoso Movile, en los cuales vernos pasar los pensamientos de
los personajes por los más diversos estados de ánimo, sin perder, en algún
momento, su propia línea psicológica. Todo rebosa realidad y poesía. (…)
Para este acontecimiento se reunió la compañía más en
consonancia con la obra (…)
A renglón seguido Max Aub enumera las actrices y actores que integraron el electo
cuya dirección correspondió a Xavier Villaurrutia. El decorado fue obra de
Alfredo Best Maugard. La nota concluye afirmando: “México cuenta, desde anoche,
con un teatro digno de su nombre. Me parecía que estábamos soñando.”
Pocos días después se develaría el trasfondo inesperado respecto a la
crónica citada. En el mismo periódico El
Nacional con fecha 13 de diciembre Max Aub publica una nota titulada “Mea
culpa” en la que señala:
El crítico está melancólico. El crítico quisiera que
coexistieran varios teatros de comedia. A veces el crítico sueña porque no
concibe el triste estado de diversión tan principal. Entonces, aunque parezca
mentira, el crítico inventa; lo cual, naturalmente, está reñido con su
profesión. Por ello, el que esto escribe se declara vencido.
Quien yerra muere por lo menos para la meta fallida; y
queda el ridículo abierto a todo lo ancho de las miradas ajenas. El crítico
aquí criticado no debiera escribir más después de lo que le ha sucedido. Se lo
tiene merecido, por iluso. La letra impresa engaña, y más a quien la fabrica.
La semana pasada, creyendo poner una pica en Flandes, el
infeliz que esto pergeña conspiró escribir una falsa crónica con fines
determinados: mentir para procurar reacciones que, en su sueño, se figuraba de
resultados prodigiosos. El silencio, o lo que es peor, la aceptación de la
mentira como verdad intrascendente, ha venido a demostrarle, una vez más, la
realidad de la ninguna importancia que para nuestro mundo de escasos kilómetros
cuadrados tiene el teatro. Para más detalles se le ocurrió figurar en el
estreno de una comedia de J. B. Priestley, en el Teatro del Prado. Volcose en
elogios acerca de la obra escogida (Música
en la noche); de la dirección, que atribuyó a un amigo suyo; de la
interpretación, que combinó a su gusto y al mejor servicio de la comedia,
escogiendo entre los cómicos los que le parecieron más a propósito para dar
realce a todos los papeles; fingió la existencia de una supuesta “Sociedad
Mexicana de Teatro” –ilusión suya de hace muchos meses- y formada por quienes
cree que debieran componerla; recobró para el teatro el actual cine Trans Lux
Prado, construido con aquel fin y traspasado sin gloria al negocio de las
imágenes parlantes. Feliz con su ocurrencia, disfrazada de hazaña, el tonto
llevó su artículo al redactor jefe, y esperó. Las reacciones –no le cabía duda-
iban a ser trascendentales. (…)
El escritorzuelo no las tenía todas consigo. Pasó la
mañana, pasó la tarde, se vino la noche (…) amaneció el día siguiente, y fuese.
Nadie chistó. Nada sucedió. Como si tal cosa. Un compañero de labores le indicó
que se había dado cuenta de la superchería, sin insistir. Nada más.
Hace de esto una semana, poco más o menos. Una semana
vacía. Una semana con una sola comedia en un solo teatro de la ciudad, de una
ciudad de dos millones de habitantes. El cronista bobo se siente desalentado.
No sabe qué hacer. No carecemos de diversiones. Cada día la gente se divierte
más. Cada noche tiene más tiempo que perder. No va al teatro, entre otras
razones porque no hay teatros. (Y dicen que no hay teatros porque no acude la
gente a ellos, cuando los hay.)
El crítico se desespera. El crítico cree que debiera
haber, en México, tres o cuatro teatros de comedia funcionando continuamente.
(…) Claro está que con dolo no se consigue nada, pero al que esto le duele
tiene a veces ganas de echarse a la calle, con un cartelón y gritar en las
plazas:
-Señores y señoras, el teatro es una cosa importante. El
teatro es lo mejor, lo más alto del mundo…
¡Qué duda cabe que, si creyera que ello era capaz de dar
resultado, lo haría!... Mas por ahora, sólo le cabe pedir perdón por la
travesura pasada: a ver si con ello consigue algo más que con la mentira.
Cabe aclarar que a pesar de las nulas repercusiones que obtuvo con su
farsa, Max Aub continuó dedicándose al oficio de la crítica teatral. Por último
es posible suponer que este ejercicio lo condujo a crear otra travesura
literaria mucho mayor algunos años después.
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