La enorme diversidad que presenta la
fauna en México está fuera de toda discusión. Pero hay casos muy sorprendentes;
Leopoldo Zincunegui da cuenta de uno de ellos.
Durante la época
en que el general (Joaquín) Amaro ocupó la, entonces, Secretaría de Guerra y
Marina, una de sus mayores preocupaciones fue la de uniformar en todos sus
aspectos el equipo del Ejército Nacional, llegando en su acuciosidad al grado
de exigir que la caballada de cada regimiento, fuera “empelada”; esto es, que
todas las bestias fueran del mismo color.
Como se avecinaba
un gran desfile militar, los jefes de las corporaciones no descansaban
intercambiando bestias para cumplimentar los deseos del Secretario de la
Guerra; pero ocurrió que uno de los regimientos, en lugar de caballada poseía
puras mulas, para los servicios de “impedimenta”, artillería ligera, etc., y en
este caso, y en aquellos momentos, resultaba casi imposible uniformar su color.
No sabiendo cómo
resolver aquel problema el jefe de regimiento que lo era un tal coronel Benito
Ni, fuese a ver a un amigo suyo, veterinario para más señas, quien le indicó
que la única manera de salir de aquel apuro, era la de aplicar a la pelambre de
las mulas cierta mixtura a base de nitrato de plata, con lo que adquirían un
hermoso color negro, aunque, naturalmente, aquello desaparecería tan pronto
como se acabaran los efectos del nitrato sobre el pelo de los animalitos. Y a
continuación le dio la fórmula correspondiente, indicándole los tantos de las
sustancias que deberían entrar en la mixtura, de acuerdo con el número de
acémilas a pintar.
Ya con estos datos
y feliz por haber salido de aquel trance, tan bien aleccionado, desde la
víspera del desfile, se dedicó Benito ayudado por sus soldados, a la curiosa
tarea de barnizar a sus mulitas. Pero ya sea porque tergiversó la fórmula, o
porque las cantidades de las sustancias no fueron las correctas, es el caso que
a la mañana siguiente amanecieron los pobres animalitos teñidos de un verde tan
intenso, que aquello parecía una nopalera o una nube de mayates de colosales
dimensiones, y no la auténtica mulada que se escondía debajo de aquel
improvisado “camouflage”.
Y lo peor del caso
era que, como ya no había tiempo de remediar aquel desacato, tuvieron que
concurrir aquellos mártires animalitos al desfile de marras, pintados como para
una pastorela, con gran regocijo de los concurrentes a la formación, quienes
entre otros calificativos, les adjudicaron el de “Las mulas de San Benito”.
Años después José Revueltas fue testigo
de una situación que llamó su atención en el transcurso de un recorrido por el
norte del país y del que da cuenta en nota publicada en la revista Así en el año de 1943.
Tijuana enloquece
y envenena con su vértigo, con su frenesí. Siempre hay un río de gente, de
norteamericanos sobre todo, dispuestos a beber de la manera más salvaje, tal
vez hasta reventar.
Hay ahí hasta
cierta industria ingenua y maligna, hecha para explotar la candidez
norteamericana. Se trata de pacientes, prodigiosos burros pintados con rayas
blancas, que se pasan todo el día al extremo de unas carretas en cuya parte
posterior se muestra un telón de fondo con decorados “nacionales”. Los yanquis
llegan con infantil regocijo para retratarse en “una carreta mexicana” tirada
por una “zebra (sic) mexicana”. Tengo la impresión de que, en efecto, creen que
el burro, así esté a punto de decolorar sus hermosas rayas a causa de faltarle
pintura, es nada menos que una zebra
mexicana, traída, eso sí, de quién sabe dónde.
Esta tradición no se ha perdido y mi
experiencia al respecto tuvo lugar hace años en Ciudad Juárez, donde había estado
trabajando unos días. Ya iba rumbo al
aeropuerto para tomar el vuelo de regreso cuando llegando a un crucero nos
detuvo el semáforo. Entre los vendedores que ofrecían sus productos llamó mi
atención un pajarero que cargaba a sus espaldas una torre de jaulas que parecía
no tener fin, una sonora escalera al cielo; había pájaros de colores muy
brillantes, estridentes se podría decir. Como no podía quitar mi vista de
ellos, la persona que me acompañaba preguntó qué era lo que tanto llamaba mi
atención, a lo que respondí haciendo referencia al hermosísimo colorido de
aquellas aves. Sin mayor perturbación, y mientras la luz verde permitía
reiniciar la marcha, se limitó a comentar asombrado por mi ingenuidad:
-¡Ah!, no crea todo lo que ve. Deje
que se mojen y ya verá cómo quedan…
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