Es propio del
lenguaje que existan palabras nuevas mientras otras van desapareciendo ya que
en esto del habla también hay natalidad y mortalidad. Una de las palabras que en
México se encuentra en peligro de extinción es la de cácaro. Con esa expresión,
devenida en grito, el público asistente a una sala de cine llamaba la atención
del operario al momento de presentarse un problema (corte, enfoque, sonido) con
la película proyectada. En relación a los integrantes de ese oficio, Jorge
Ibargüengoitia comenta que el público sólo los recuerda “(…) en momentos de
desastre y para insultarlos. Nunca he visto que la gente aplauda porque la
película no se cortó” (lo que le permite trazar un símil con lo que sucede a
los policías, de los que nadie se acuerda cuando cumplen debidamente con su
trabajo).
¿Cuál es el origen
de tan curiosa expresión? Un primer indicio lo brinda Joaquín Antonio Peñalosa:
“Cácaro –porque el primero de todos, allá por los años veinte, era un cacarizo
irreductible a la mejor cirugía plástica- (…) ‘Cácaro, deja la botella’, gritan
además algunos que como bien juzgan.” La información que proporciona Carlos
Martínez Vázquez permite hacernos una idea más completa del entorno en que se estrenó la expresión.
El
vocablo cácaro (…) nació, igual que el México Independiente, un 15 de
Septiembre; sólo que no en Dolores, sino en la carpa Cosmopolita, ubicada sobre
la Calzada Porfirio
Díaz, hoy Independencia (en la ciudad de Guadalajara). (...)
Corrían
los tiempos en que el Cine aún no aprendía a hablar y don José Castañeda, dueño
del local, debía decir al público, levantando la voz como un falso testimonio,
lo que iba aconteciendo en la película; mientras que don Rafael González, de
profesión manipulador (...) daba vueltas a la manija para que pasaran las
vistas.
A
veces, la cinta se trozaba; o, en un descuido, el foco de proyección podía
incendiar un buen tramo de la misma. Debido a eso, luego del estreno, las
funciones eran cada vez más cortas; hasta el día en que la película comenzaba
con 5 4 3 2 1 borronazo... y fin.
Cada
vez que acontecía la rotura o quemazón, el señor González se dedicaba a pegar,
con éter, las puntas dañadas; para que el espectáculo pudiera continuar.
Los
tramos rescatables de cada tarde, producían una fuente de ingresos extra para
don Rafita, a quien los muchachos arrebataban materialmente las vistas de sus
actores preferidos: Tom Mix, Buck Jones, Bili Boyd & Steve Mc Coy. (...)
Ese
día, tal vez por el calor, el éter y la aburrición de ver siempre lo mismo, don
Rafa, quien entre otras peculiaridades ostentaba en su cara las huellas
devastadoras de una viruela loca malcuidada, se puso a cabecear, soltó la
manilla y la cinta fue pasando tan despacio, que doña Mary Pickford parecía que
nunca se iba a encasquetar aquel ridículo sombrero; ante la creciente
desesperación del público al que le urgía saber si por fin se lo iba a poner o
no (El Sombrero de Nueva York /1912/dirigida por David Wark Griffith)
En
ese suspense a trois, don Pepe, desesperado, le gritó al operador
llamándolo por su apodo: Cácaro.
Éste,
con el sobresalto, le dio velocidad a la manivela, así que las vistas pasaban
ahora a 78 rpm y la Pickford
agitaba su pamela como si estuviera avivando la lumbre de un brasero, con lo
que nuestros antecesores, que eran más simples que un viaje de ida, se atacaban
de la risa.
Entonces
don José, coreado por cientos de voces divertidas, se puso a gritar nuevamente:
Cácaro.
Con los avances técnicos
es poco frecuente que hoy día se presenten aquellas dificultades que dieron
origen, hace ya casi cien años, al grito de: ¡Cácaro!, por lo que es posible
que estemos asistiendo a la despedida de una expresión que fuera tan útil.
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