Para quienes no son iniciados
en el oficio resulta muy difícil comprender la pasión con que los anticuarios
persiguen a sus presas, al tiempo que suponen un verdadero derroche las
energías, el tiempo y el dinero invertido en ello.
Pero todo es cuestión de
pedir permiso y aproximarse a los sentires del anticuario; basta conocer más de
cerca sus motivos, para empezar a entender de qué se trata. Esta oportunidad
llega por medio de Álvaro Armero (Por eso
coleccionamos. Sensaciones de una pasión fría. Sevilla, Renacimiento, 2009)
quien cita la conferencia pronunciada por Santiago Rusiñol en el Ateneo de
Barcelona, la noche del 21 de enero de 1893. Sostiene que el anticuario debe
ser un buen maniático.
Los
maniáticos, esos, son de entre la clase, los que mejor disfrutan de la
incurable manía y son los anticuarios auténticos. Los que aman lo bello por el
mero hecho de serlo y lo encuentran en el testamento artístico del pasado; los
que sienten en sus obras el encanto del color y la forma, aunque padezcan
algunas amarguras debidas a tan extraña pasión, sienten deleites mayores cuanto
mayor es el mal y de más refinamiento.
Aun viendo un mismo objeto –afirma
Rusiñol- la forma en que lo aprecia un anticuario y un ignorante en la materia es
totalmente diferente.
El
placer que causa a la vista y al mismo tacto, un viejo objeto dorado por el oro
del tiempo, artístico y realmente bello, no es posible serlo sin ser de esos
últimos fanáticos. No es posible saber lo que llega a traducir el devoto de lo
antiguo allí donde el mísero indiferente no ve más que telarañas y polillas. No
parece sino que el aire, el sol, el viento y la lluvia de los siglos, han
trabajado con pausa, labrando una pátina para darles un gustazo que no puede
disfrutar quien no comprende esas caricias del tiempo; que el misterio de una
iglesia con su velada y dulcísima claridad ha teñido los objetos de cariñosa
manera para dar una nueva sensación, que no puede adivinar quien no esté
iniciado en estas santas locuras; que las simples obras de artífices han subido
a obras de arte para darnos a admirar maravillas vueltas reliquias y que el tiempo
nos conserva, dándonos como regalo lo que el tiempo ha guardado con tino y
aumentado el valor a nuestros ojos en pago de nuestro afecto.
Será el transcurso del
tiempo (que cuenta con tan mala prensa en nuestros días) quien aporte el valor
agregado tan caro (en ambos sentidos) al amante del pasado. Seguramente por
ello, permítasenos la digresión, cuenta James Aldreen
Agatha
Christie, la célebre escritora de novelas policíacas, vivía la mayor parte del
tiempo en Bagdad, donde su marido, que era arqueólogo, estaba haciendo
importantes excavaciones.
-Un
arqueólogo -decía ella completamente convencida- es el mejor de los maridos
para cualquier mujer: cuanto más vieja se pone, más se interesa en ella.
Pero volvamos a Rusiñol y su
referencia al coleccionista de objetos de abolengo ilustre.
Sabe
un coleccionista auténtico, que un vidrio, un pedazo de tela, un hierro, un
objeto cualquiera acabado de nacer, puede llevar en sí el germen de la belleza,
el pensamiento entre líneas, el contacto genial; pero encuentra que le falta la
veladura que le irán imprimiendo el misterio de los años, el roce que al
suavizar las líneas le abrigue con ese algo, que es como la niebla plástica que
envuelve en aureola a los objetos; la dulzura del modelado que sólo alcanza a
dar la sucesión de muchos siglos. Que le falta, además, al objeto recién
nacido, la autoridad de la obra madurada, que le falta sobre todo el abolengo
ilustre, adquirido en la eterna e imperecedera evolución que todo sufre en el
mundo. Esto ama el coleccionista.
Otro aspecto muy valorado
por parte del coleccionista es la dificultad que tuvo para hacerse de una pieza
determinada. Lo improbable, fortuito o trabajoso que fue lograr su objetivo. Ni
se diga cuando supone que de no haberse contado con sus afanes, aquel objeto se
hubiese perdido irremediablemente y para siempre. Es así, continúa Rusiñol, que
cada cosa tiene su historia y el coleccionista gusta de hacérsela saber a quien
esté dispuesto a escucharlo.
Pero
más que esto y más que el valor de la obra, lo que le agrada a sus ojos, es el
hecho de haberla recogido por sus manos, de haberla salvado de una destrucción
segura, de haberle evitado el destierro de la patria y de tenerla bajo su
amparo. Los objetos encontrados en medio del abandono, son los mimados del
amante de esas cosas, los ama y los considera como inválidos gloriosos de la
eterna batalla de la moda, recogidos llenos de heridas; despojos del olvido y
la ignorancia, que guarda como trofeos, bálsamo que calma la fiebre de que
hablaba Gavarni; aquella ansia, rayando en la codicia de tesoros hasta entonces
perdidos para el mundo, cuyo hallazgo constituye un placer tan sólo comparable
a la resurrección de un muerto ilustre. (…)
Así
como el viejo calavera siente deseos de explicar las conquistas de su tiempo y
el veterano las batallas de su época, también nosotros tenemos la cuerda triste
de contar como un viejo cerrojo o un gótico llamador ha caído en nuestras manos
y en virtud de que medios y tropiezos. Si de todos pudiéramos saber su vida
íntima, si tuviera el poder de hacer narrar a esos pedazos de hierro lo que han
visto en su larga estancia en este mundo, oiríamos historias que nos harían
gozar y estremecer al mismo tiempo. (…)
Para
tener en veneración un objeto, hay que haberle hecho la corte, haberlo deseado
desde tiempo y así se le estima en proporción de los trabajos y sinsabores que
cuesta.
Pero no vaya a creerse que en
estos tiempos de vértigo los anticuarios constituyen una especie en riesgo de extinción,
por el contrario gozan de muy buena salud. Álvaro Armero proporciona un ejemplo
de ello
En
el 8 de King Street, en el barrio londinense de St. Jame, se subastaron en
2006, las cinco vigas de la Mezquita de Córdoba, las autoridades eclesiásticas
españolas intentaron sin éxito buscar la fórmula para frenar la venta de los
sagrados andamios; el valor de cada viga oscila entre 148.000 y 445.000 euros.
El tema de su autenticidad y procedencia desató una gran polémica, a pesar que
no es la primera vez que “los históricos maderos” se ofertan en el mercado
londinense.
Se supone que antes de
abonar semejantes sumas el coleccionista está totalmente seguro de la
autenticidad de las piezas, pero y si…
No, mejor ni pensarlo.
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