martes, 16 de septiembre de 2014

La censura al cuidado de la población


Tiempos hubo en que la censura (tanto política como moral) ejerció un rígido control sobre todo material filmográfico que pretendiera exhibirse al público, recayendo en el censor el deber de “proteger” a la población de todos los excesos que pudieran afectarla. Según Jorge Ibargüengoitia la actitud del censor respecto al público “es la de un médico lleno de salud convencido de que todo lo que el paciente come le hace daño: considera que lo ideal es tenerlo a suero”. El cine (al igual que los libros, el teatro, las artes plásticas, etc.) puede constituir un peligro de consideración para la sociedad a la que hay que defender. Continúa Ibargüengoitia: “Siguiendo este razonamiento hasta sus últimas conclusiones (…) lo ideal, también, sería que no hubiera libros o que nadie supiera leer, y todavía mejor sería que nadie entendiera lo que dicen los demás para no transmitirnos malas ideas en la conversación.”


En opinión de Carlos Monsiváis el principio de la censura deviene de un concepto paternalista y actúa frente el supuesto “libertinaje” (excesivamente confianzudo ante los poderes), por lo que en esta forma de ver las cosas “las libertades son un regalo y no una obligación primordial del Estado”. Claro está que en ese entorno tanto directores como productores -muy cuidadosos de su dinero- se guiaron con estrictos criterios de autocensura, pero aun así fueron muchas las películas que quedaron enlatadas durante décadas.
 

En la historia de la censura hubo algunos momentos especiales como el origen de la Oficina de Cinematografía al que se refiere Jorge Ibargüengoitia.
 

Las circunstancias en que nació este organismo fueron muy especiales. Según parece, durante la segunda Guerra Mundial, el cine mexicano tuvo un crecimiento notable, debido en parte a que invadió mercados que en tiempos normales estaban saturados con películas extranjeras. Al terminar la guerra, la tendencia cambió. Aumentó la competencia, el cine mexicano perdió mercados y la industria se contrajo. Esto significó que quedara sin trabajo parte del personal y ociosas numerosas instalaciones. Para salvar la situación a alguien se le ocurrió el negocio: consistía en alquilar el personal y las instalaciones que tenemos, a compañías extranjeras, que vinieran a hacer sus películas en México, con un ambiente exótico y a un costo menor que el que hubiera causado hacerlas en Estados Unidos.
Aquí vuelve a entrar la imagen cinematográfica que tienen los extranjeros de los mexicanos. A alguien en el gobierno se le ocurre: "No vamos a facilitar el personal y las instalaciones que tenemos, el paisaje mexicano, tan rico en contrastes, el calor de nuestra hospitalidad, etc., para que vengan gringos a filmar inditos dormidos debajo de un nopal, corriendo despavoridos delante del general Pershing, revolcándose en un basurero o robándose una cartera. Eso no lo permitiremos jamás. Hay que supervisar a las compañías extranjeras".
Así nació una nueva forma de la censura. Cada compañía extranjera que venía a México a filmar una película tenía obligación de dedicar una partida para pagar el sueldo de un individuo que a su vez tenía por obligación vigilar que no se filmaran escenas que nos denigraran o que presentaran una imagen falsa de México.
Nótese que esta tarea que parece sencilla es en realidad casi imposible. Gran parte de las escenas que vemos cualquier día en la calle -por ejemplo, familias comiendo helados de la "Siberia"- si las vemos en el cine, en una película extranjera, creemos que fue hecha con intención de denigrar al pueblo de México.
Otro aspecto interesante de esta época inicial de la Oficina de Cinematografía es que el personal que empleaba, es decir, los censores, eran en su mayoría escritores, jóvenes entonces, liberales, que hubieran rechazado furiosos una cortapisa a su "creación". Regresaban después de veinte días en Acapulco con todos los gastos pagados a decirnos a los que no habíamos ido: "¿Sabes qué me dijo Orson?" -por Wells.


Desde imaginar hasta dónde actuaba la censura por aquellos tiempos en que “las malas palabras” no debían pronunciarse en recintos públicos. Al respecto señala Carlos Monsiváis
 
En los cuarentas, en una película como Charros contra gángsters, el jefe de la banda Juan Oriol, avisado del fracaso de un asalto, podía decir: “Me lleva la…” para verse interrumpido por una voz temperante: “Cálmese, jefe, no llegue a esos extremos.” Todavía Viento negro (1965) de Servando González aturdió y sorprendió con un “¡carajo!” que resonaba triunfal y aplastante, del mismo modo en que aparecía casi blasfema la frase de María Félix –Dior en la línea de fuego- en La Cucaracha (1958): “Échales mentadas que también duelen.”
 

Agrega Monsiváis que los desnudos llegaron más tarde, “(…) el cuerpo aún no tiene existencia reconocida como lo prueba la paciencia del cine mexicano que esperará la década de los sesentas antes de incluir la visión (relámpago) de dos seres desnudos en la misma cama.”

 
No siempre la censura prohibía la exhibición, tal como sucedió con algunas películas que aun con muchos reparos pasaron el control. Para esos casos la Iglesia tenía (¿tiene?) comisiones especializadas en clasificar los filmes en diversas categorías y desaconsejar a sus fieles de asistir a determinadas funciones. Al respecto señala Gumaro Morones


Aún no hace mucho tiempo, existía en todo el país -y todavía hoy se observa en algunos rincones de provincia- una sana costumbre. Consistía en colocar cada semana, junto a las puertas de las iglesias, una hoja de papel pegada en una tabla. La hoja, en mecanografía rudimentaria de beata bienintencionada pero incapaz, pregonaba la opinión de la iglesia sobre las películas que se exhibían en los cines de la localidad.
Vestigio tal vez del Santo Oficio, pretendía dictar la conducta cinematográfica de la población, clasificando nada menos que en seis renglones la moralidad de cada cinta:
A Para niños
B-1 Para adolescentes
B-2 Para adultos
B-3 Para adultos con inconvenientes
C-I Desaconsejable
C-2 Prohibida por la moral cristiana
El resultado, naturalmente, era el contrario al propuesto.
Adolescentes inquietos y viejos rabo-verde encontraban allí las mejores indicaciones sobre lo más estimulante de la cartelera.
Desde luego, también se corría a veces el riesgo de llevarse un chasco, porque el criterio de moralidad se basaba en ocasiones -aparentemente- tan sólo en qué tan "feo" sonaba el titulo. Así pasó, por ejemplo, con dos célebres películas que en México se llamaron: Pasión de los fuertes y Pasiones secretas. La primera resultó ser un western de las buenas épocas, ingenuo y heroico. La segunda recreaba una parte importante de la vida de Freud. Y claro, en ninguna de las dos pudieron ciertos aficionados presenciar las escenas "a la francesa" que prometía la clasificación.
Pero fuera de esos casos -más bien raros-, la tablita junto a la puerta de la iglesia solía ser un seguro y certero informador que despertaba calenturientas expectativas a medida que avanzaba en el abecedario y la numeración. De suerte que una de las mejores recomendaciones era comentar: "¡Está en C!".
Con lo cual el diseño del enemigo alcanzaba una perfección pocas veces lograda en eso de conseguir lo contrario de lo que supuestamente se desea. En todo caso, es una verdadera lástima que costumbre tan sana esté en vías de extinción.

                                                                      
Claro está que la censura no se limitaba al cine y Carlos Monsiváis recuerda lo acontecido con el libro Los hijos de Sánchez.


Los escándalos enconan periódicamente esta filantropía, como sucede en 1965 al republicar el Fondo de Cultura Económica Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. El argumento de quien acusa, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, es indivisible: el libro denigra a México porque muestra una pobreza corrupta, promiscua y mal hablada. Si el pueblo se expresa así, es una limitación culpable y ocultable y un extranjero no tiene derecho a exhibir nuestras lacras.
                                              

Por su parte Emilio García Riera menciona, sin confirmar el dato, que ha tenido noticias acerca de que la censura también alcanzó a la ópera.
 

Se me ha dicho que está prohibida en México —no sé si es cierto— la ópera de Giacomo Puccini La fanciulla del west, basada a su vez en la pieza teatral norteamericana de David Belasco The Girl of the Golden West (cuatro veces llevada al cine por Hollywood; la última, en 1938, con Jeanette MacDonald y Nelson Eddy). El héroe de la pieza —no sé si de la ópera— es un falso bandido mexicano que en ningún libro de cine escrito en inglés logra llamarse Ramírez, sino Ramerez, Rimarrez o Rimarriz. En la ópera se cantan cosas como: Banditti messicani!”, pero creo que bastaría con hacer sonar más fuerte a la orquesta para que inconveniencias como ésa no se oyeran y se podría en cambio disfrutar el aria del tenor (...), que nada tiene de ofensiva.
 

El tiempo ha transcurrido pero el tema no está cancelado. ¿Cuáles son las formas actuales de censura?, ¿qué organismos y de qué manera la ejercen?, ¿no deberían existir algunos límites mínimos?, ¿quiénes y con qué criterios deberían establecerlos?, la tendencia contemporánea a lo políticamente correcto (o la ultracorrección, como le llaman algunos), ¿no es una nueva forma de censura?
 

Con estas y otras tantas preguntas la cuestión permanece vigente.

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