martes, 28 de octubre de 2014

Hay felicidades muy infelices


El concepto de “desarrollo” mantuvo vigencia y una aceptación generalizada durante mucho tiempo; de acuerdo con ello los países se dividieron en desarrollados y subdesarrollados. Para que éstos últimos pudieran integrarse al grupo selecto de privilegiados, tan solo debían implementar una serie de medidas, ajustes y cambios culturales que, una vez implementados, los guiarían por el buen camino. Al pasar de los años comenzaron a surgir cuestionamientos a esta forma de ver las cosas. No faltó quien preguntara: ¿cómo comparar y poner a competir entre sí, a países que manifiestan grandes asimetrías en sus condiciones de partida?  Otros descalificaron que los criterios de comparación no tuvieran en cuenta diferencias históricas ni entornos culturales. Hubo también quienes señalaron que el poderío de los países desarrollados se sustenta precisamente en la propia existencia de los subdesarrollados y, por lo tanto, no tienen el menor interés de que abandonen tal condición (cabe recordar que la polémica entre  desarrollismo y teoría de la dependencia no fue ajena a todo esto). Fueron apareciendo nuevas categorías como la de países “en vías de desarrollo”, lo que no cambió el fondo del asunto.


Uno de los indicadores tradicionales para medir en este contexto la riqueza de las naciones es el producto interno bruto. Frente a ello alza la voz Robert Kennedy –citado por Zygmunt Bauman en El arte de la vida- en su discurso del 18 de marzo de 1968 cuando estaba en plena campaña presidencial (y pocos días antes de que lo asesinaran).
 

Nuestro PIB tiene en cuenta, en sus cálculos, la contaminación atmosférica, la publicidad del tabaco y las ambulancias que van a recoger a los heridos de nuestras autopistas. Registra los costes de los sistemas de seguridad que instalamos para proteger nuestros hogares y las cárceles en las que encerramos a los que logran irrumpir en ellos. Conlleva la destrucción de nuestros bosques de secuoyas y su sustitución por urbanizaciones caóticas y descontroladas. Incluye la producción de napalm, armas nucleares y vehículos blindados que utiliza nuestra policía antidisturbios para reprimir los estallidos de descontento urbano. Recoge (…) los programas de televisión que ensalzan la violencia con el fin de vender juguetes a los niños.

 
Llegado a este punto, el discurso de Robert Kennedy –siempre citado por Bauman- da un giro considerable.


En cambio, el PIB no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía ni la solidez de nuestros matrimonios. No se preocupa de evaluar la calidad de nuestros debates políticos ni la integridad de nuestros representantes. No toma en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. Nada dice de nuestra compasión ni de la dedicación a nuestro país. En una palabra: el PIB lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida.

En estos tiempos de incertidumbre es conveniente recordar que hace ya casi cincuenta años hubo quienes, desde las mismas entrañas del capitalismo, criticaron duramente al modelo social vigente. Al mismo tiempo esta cuestión se encuentra estrechamente ligada a lo que se entienda por “felicidad”; Zygmunt Bauman profundiza en ello.

 
Los observadores señalan que aproximadamente la mitad de los bienes cruciales para la felicidad humana no tienen precio de mercado y no se venden en las tiendas. Sea cual sea la disponibilidad de efectivo o de crédito que uno tenga, no hallará en un centro comercial el amor y la amistad, los placeres de la vida hogareña, la satisfacción que produce cuidar a los seres queridos o ayudar a un vecino en apuros, la autoestima que nace del trabajo bien hecho, la satisfacción del “instinto profesional” que es común a todos nosotros, el aprecio, la solidaridad y el respeto a nuestros compañeros de trabajo y a todas las personas con quienes nos relacionamos; tampoco allí encontraremos la manera de liberarnos de las amenazas de desconsideración, desprecio, rechazo y humillación. Más aún, ganar el dinero suficiente para poder comprar aquellos bienes que sólo se encuentran en las tiendas supone una pesada carga sobre el tiempo y la energía que podríamos invertir en la obtención y disfrute de los otros bienes no comerciales citados hace un momento y que no están a la venta. Bien puede suceder, y sucede con frecuencia, que lo que se pierda supere lo que se gane y que la infelicidad causada por la reducción del acceso a los bienes que “el dinero no puede comprar” supere la capacidad del aumento de los ingresos de generar felicidad.  


Tal vez a ello se daba la existencia de gente exitosa que es muy poco feliz.

 
Desde siempre el ser humano ha buscado orientar su vida hacia la conquista de la felicidad y ello no es nada fácil. Muchos autores señalan que en tiempos recientes la felicidad ha dejado de ser un derecho para convertirse en una obligación. Por último hay quienes conciben a la felicidad como un estado permanente mientras que otras voces se oponen a ello, tal como la de Elena Poniatowska que considera que “la felicidad es de a ratitos”.

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