Durante algunos años impartí clases a
grupos de señoras de buena posición económica. En uno de ellos surgió el
interés por visitar la ciudad de Oaxaca que ninguna de ellas conocía y hacia
allí nos dirigimos en marzo de 1996. Como parte de las actividades planificadas
estaba previsto un recorrido por el Museo de Arte Contemporáneo en el que
próximamente se inauguraría la exposición “Lo que el viento a Juárez” con obras
del maestro Francisco Toledo. La frustración fue grande cuando llegando al
museo nos informaron que estaba cerrado al público en razón de los preparativos
por la citada muestra que se inauguraría al día siguiente.
Al momento de irnos, veo que el
maestro venía caminando hacia el museo; no me costó reconocerlo al advertir su
presencia tan peculiar. Mucho tiempo antes había leído en la prensa un reportaje
que le habían hecho y lo recordaba tanto por la sencillez que trasmitía su foto
como por el compromiso cariñoso que demostraba tener con su gente, con su
tierra y del que daba cuenta aquella nota. No había dudas: su persona le había
cerrado las puertas al personaje.
Comenté a mis alumnas que esa persona
que se acercaba era el maestro Toledo.
-No puede ser el pintor, mira su
aspecto –me dijo una de ellas.
-Es Toledo -repliqué.
-Estás equivocado, ¿no ves el descuido
de ese hombre?
-Es el maestro.
-Mira –dice otra de ellas- en mi casa
tengo un cuadro de Toledo que cuesta como cien mil dólares…
-No sé si lo que me quieres decir es
que el cuadro que tienes vale más que él, pero ese señor es el maestro Toledo.
Con
muchas reticencias se acercaron al artista y una vez despejadas las dudas le
pidieron permiso para visitar la exposición que aun no estaba abierta al
público, a lo que el maestro accedió. Luego le pidieron fotografiarse con él,
lo que aceptó sin mayor entusiasmo. Jamás olvidaré su nerviosismo e incomodidad,
sus ganas de salir corriendo, su distancia con las poses y con los roles
estelares. Recuerdo con nitidez aquella escena en la que parecía que un pobre
hombre le había pedido a un grupo de modelos deslumbrantes, tomarse una foto
junto a ellas.
Tiempo después leí un texto de Andrés
Henestrosa, paisano suyo, que presenta un perfil del maestro Toledo.
(…) [Francisco] Toledo
se mueve en una realidad que tiene mucho de irreal, en una fantasía que no
desdeña ni anula el testimonio de los sentidos corporales. Las casas, las
mujeres, los hombres que pinta; los peces, los pájaros, los animales que
imagina, si no existieron ayer, existirán mañana. Toledo le da a la naturaleza
obras que cumplir. Esos colores si existían, él les ha dado nueva vibración,
temple nuevo, significado desconocido. Colores nunca oídos; ecos jamás vistos. (...)
Francisco Toledo
tiene mucho de tlacuilo, aquella venturosa combinación de escritor y pintor,
sin la cual no había artista verdadero ni cabal. Muchos de sus cuadros combinan
literatura y pintura pero la letra no comenta, no glosa el cuadro, como se ha
visto en la pintura mexicana contemporánea, sino que constituye algo así como
apuntes autobiográficos o son como notas de un artista. Y como están escritos
en idioma zapoteco, diríase que son textos jeroglíficos que hay que traducir e
interpretar, ni más ni menos que lo hacía el lector de nuestra antigüedad.
Textos llenos de humor, de desenfado; tales esos que se encuentran al lado de
sus autorretratos, en que se llama cara de perro, de coyote, de iguana, de
tortuga.
Toledo es
orgulloso, pero humilde; altivo, pero tímido; silencioso, pero elocuente;
severo en su ternura; parco en palabras, largo en obras. Gusta oír, pero más
oírse. Vive hacia adentro, entregado a un mundo que vislumbra y que trata de
exteriorizar, y, a veces, logra. Toledo es blanco cuando habla; indio cuando
calla y cuando pinta, que es su única manera de hablar.
El maestro Francisco Toledo proverbial
en su sencillez, ajeno a las poses, comprometido con su gente, presencia
indispensable en la vida cultural oaxaqueña.
1 comentario:
Gran anécdota!! ;-)
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