jueves, 20 de noviembre de 2014

El otro oficio de aquella modista


Es difícil imaginar desde el hoy algunos oficios que existieron en el ayer. Tal es el caso de las modistas que visitaban algunas familias de clase media y alta. Destacaban por estar muy bien informadas del último grito de la moda (que nunca es el último) como por su destreza en el manejo de moldes, tijeras, metro, alfileres y puntadas. Milton Schinca evoca a una de ellas en un entrañable relato al que titula “La costurerita que derrotó al cine” y comienza proporcionando algunas referencias del personaje.


Cuando yo era niño chico –tendría alrededor de cinco años o seis, no más- iba a casa con regularidad una modista que, como era bastante corriente entonces, se pasaba la tarde entera o aún el día desde la mañana a la nochecita, confeccionando un vestido o una prenda que alguna mujer de la casa necesitaba.
Esta modista era de nacionalidad española; diría mejor: de nacionalidad españolísima. Las mentas familiares pretendían que era originaria de Galicia; pero hoy, rememorándola a la distancia –y la tengo bastante presente y hasta escucho su acento- tengo para mí que debía ser, mucho más que gallega, andaluza de pura cepa. (...)
Pero además llevaba con gran donaire un nombre impresionante, que era ya todo un alarde andaluz. Se llamaba (y hago aquí un alto respiratorio, porque conviene desenrollarlo todo entero, sin pausas ni cortes publicitarios) María de la Soledad Milagros Angustias Remedios Leocadia Taboada Aream.
Yo no sé si vive aún esta señora de tanto nombrerío, porque nunca más la vi, como no fuera en mi memoria agradecida. Si viviera, tendría que ser muy viejecita, y mucho me gustaría saber que aún sigue en pie con su salero y su ángel andaluz a cuestas (sí: andaluz, estoy seguro).


Pero aquella modista desempeñaba otro oficio (todo hace suponer que por el mismo precio) que le permitía insuflar de vida a cualquier acontecimiento, por cotidiano que fuera. Continúa Schinca describiendo a doña María de la Soledad
 

El día que se instalaba esta mujer en mi casa, era para mí, para mis hermanas y hasta para mi madre, un día de fiesta nacional. Porque la casa se llenaba de pajaritos y de campanillas y de mariposas que volaban de aquí para allá. Todo lo que veía a diario como cosa habitual y grisácea, quedaba de golpe transfigurado en luminarias, gracias a tanta jarana, risas y ocurrencias sin término.
Doña María de la Soledad Etcétera era como un pozo vivo de cuentos, historias, leyendas, que llevaba como a flor de piel –se ve-, porque las sacaba a luz con una facilidad pasmosa; y la casa quedaba alocada, encendida por obra y gracia de la gracia de aquella parladora, que además salpicaba sus relatos y dichos con chistes y ocurrencias de momento que no paraban nunca.


En tiempos en que el cine hacía furor -y aún era novedad- la modista le hacía seria competencia; Milton Schinca concluye su relato
 

Pero afirmé que esta mujer derrotó al cine, lo que parece mucho afirmar. ¿Esto quiere decir que cuando ella venía a pasar el día a casa, ni ganas daban de pensar en ir al cine por ser esta costurera tan animada, tan divertida? ¡Ah, si fuera eso solo! Era mucho más, ciertamente. Su gran pasión, su placer fruicioso consistía en contar películas; enteritas, de punta a punta sin saltearse ni una escena. Pero digo mal cuando digo desvaídamente “contar películas”: lo que hacía esta prodigiosa maga era proyectarlas con la mayor minucia en una pantalla imaginaria que desplegaba con toda su anchura entre nosotros. (Ella  inventó sin duda el Cinemascope, mucho antes de que se les ocurriera tanto más tarde a los estadounidenses). (...)
Nunca me olvido de una película que María de la Soledad nos contó una vez, con toda la familia rendida ante su palabra. La protagonizaba aquel mexicano y cantor, galán que hacía furor entonces, y que después de probar hasta saciarse las glorias de este mundo, decidió entrar de cura, dejando viuda inconsolable a la mitad femenina de Latinoamérica: el irresistible José Mojica.
Pero nuestra costurerita andaluza no sólo nos contó la película: también la cantó, canción por canción sin faltar ninguna. Y encima, imitando a Mojica en sus gestos e inflexiones. (...)
Una vez me ocurrió que, a los pocos días de “estrenada” una película de Mojica en mi casa por obra y gracia de esta relatora chisporroteante, fui al cine a ver el mismo filme en la pantalla verdadera. ¡Nadie puede imaginarse mi colosal decepción! ¿Pero sería la misma película que yo acababa de ver y oir y llorar y sufrir, sentado a los pies de mi costurerita? ¡Nunca vi nada más soso, opaco y sin gracia, que aquella versión visual y sonora proyectada en el “biógrafo” del Centro! ¡Qué historia estúpida, mal contada, sin tensiones, sin contrastes, laxa, monocorde! Y el pobre José Mojica del filme daba realmente lástima: era un burdo galán de hojalata, un cantor de pastafrola.


Por cierto que a José Mojica dedicaremos varios artículos ya que su vida así lo amerita. Quedan avisados.

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