martes, 18 de noviembre de 2014

Rosario Castellanos: recuerdos de infancia


Todos encuentro de personas tiene mucho de fortuito o accidentado. El de los padres de la escritora Rosario Castellanos no fue excepción y Héctor Cortés Mandujano Cortés (Chiapas cultural. El Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas. Tuxtla Gutiérrez, Gobierno del Estado de Chiapas - Secretaría de Educación, 2006) da cuenta de ello.


César Castellanos había estudiado ingeniería en los Estados Unidos y poseía, por herencia, grandes extensiones de tierra, entre las cuales se hallaban las fincas El Rosario y Chapatengo. No era rebelde a las costumbres, pero, aunque tenía más de cuarenta años, no se había casado y tenía un hijo por allí, Raúl, un normal error de juventud. Tal vez uno de los pocos signos contrarios a lo que se esperaba de él fue casarse con Adriana Figueroa, una mujer bonita, pero de clase inferior a la suya, "una de las Figueroa, costurera del barrio pobre de San Sebastián" (Óscar Bonifaz). No la enamoró, claro. Ni siquiera habló con ella, sino con su madre. Adriana tenía 22 años, ya se estaba quedando. ¿Qué más podía esperar en Comitán, aquel pueblo? Con don César subiría de nivel, sin duda. Quién sabe qué pensaría ella cuando le dijeron que ese hombre sería su marido. Su mamá, que era a quien le preguntaron sobre el particular, dijo que sí. Y se casó don César con la Figueroa.
 

Por lo visto el encuentro no fue particularmente romántico; Cortés Mandujano reconstruye la historia retomando el testimonio de la propia escritora.
 

El matrimonio no fue, no pudo ser, una bella historia de amor: él, en los asuntos de hombre, y ella, confinada al hogar, al rezo puntual. "No recuerdo nunca haber visto que se tocaran la mano", dijo años después su hija Rosario (Elena Poniatowska. “Rosario Castellanos. ¡Vida, nada te debo!”, en ¡Ay vida, no me mereces! Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, La literatura de la onda. México, Joaquín Mortiz, 1986).
 

Por aquel entonces el nacimiento de una niña no era acompañado de tanto júbilo como el de un niño y ello aconteció –siempre de acuerdo a la narración de Cortés Mandujano- en la familia Castellanos-Figueroa.
 

El 25 de mayo de 1925, por hallarse circunstancialmente en la ciudad de México, en la casa ubicada en Avenida Insurgentes número 108, la pareja recibió a su primera descendiente. Fue niña, ni modo. La llamaron Rosario, como la finca, y a los pocos días regresaron a Comitán, donde un año después tendrían el premio de recibir, ahora sí, la alegría de un nuevo bebé, ahora sí niño: Benjamín.
La niña pasó a segundo término para los padres. De ella se hizo cargo Rufina, la nana tzeltal que la introdujo al mundo de oraciones en voz baja, al silencio cuando los demás hablaban: oír y callar.


El destino se ensañaría con aquel hogar y a consecuencia de ello la situación de la niña Rosario se hizo aún más difícil. Prosigue Héctor Cortés Mandujano con su relato
 

El niño crecía a sus anchas, como rey. Tenía siete años cuando una espiritista amiga de su madre "entró despavorida" y dijo a Adriana que un espíritu le acababa de comunicar "que uno de sus dos hijos iba a morir. Entonces, cuenta Rosario a Elena Poniatowska, mi mamá se levantó como resorte y gritó: ‘Pero, ¿no el varón, verdad?'." (...).
En Balún Canán, novela con elementos claramente autobiográficos, es la nana quien da la noticia: "-Mario va a morir. Mi madre cogió el peine de carey y lo dobló, convulsivamente, entre los dedos", luego la madre va con la tullida a que le eche las cartas y después con el sacerdote: la información es la misma, ella exclama: "Si Dios quiere cebarse en mis hijos... ¡pero no en el varón! ¡No en el varón!". Paludismo, dice el doctor. Mario muere y un señor considerado se inclina hacia la niña y le musita: "Ahora tu padre ya no tiene por quién seguir luchando" (Rosario Castellanos. Balún Canán. México, Fondo de Cultura Económica, 1989). (...)
El dolor por la muerte del hijo fue devastador para sus padres, fin de sus ilusiones. Rosario escuchó a César, su padre, decir "ahora ya no tenemos por quién luchar", Rosario escuchó a Adriana, su madre, decir "tu papá y yo porque tenemos la obligación te queremos". Te queremos porque, ni modo, es nuestra obligación. Y allí se estableció el desencuentro que Rosario tendría ya, para siempre, con ellos. ¿Qué había hecho para no ser querida espontáneamente? Ser niña, ser mujer.


Recurriendo a diversas fuentes que recogen el testimonio de la propia escritora, Cortés Mandujano se asoma a aquel hogar donde escaseaba la vida.
 

"Mi padre era un hombre profundamente melancólico [...] Débil ante la adversidad. Mi madre debe haber tenido una juventud y un temperamento poderosos que el matrimonio destruyó. Cuando los conocí, se encontraban tanto física como espiritualmente en plena decadencia. Me crié en el ambiente de una familia [...] que había perdido el interés por vivir" (Beth Miller y Alfonso González. “Rosario Castellanos”, en 26 autoras del México actual. México, Costa-Amic Editor, 1979).
 

Su madre siguió cumpliendo hasta el último aliento con el papel que la sociedad le asignaba; de ello da cuenta la misma Rosario Castellanos en entrevista con Elena Poniatowska citada por Cortés Mandujano
 

"Mi mamá murió de cáncer, un cáncer dolorosísimo con una agonía horrenda, y la teníamos a base de morfina. Entonces, mi papá (cuando mi mamá estaba agonizando, con la morfina, que nada más salía de un estado de sopor, para inmediatamente recibir otra dosis) tenía gripa. Mi mamá se levantaba, completamente mareada, completamente mal, descalza, agarrándose de las paredes porque no podía ni mantenerse, para llegar hasta el cuarto de mi papá y preguntarle a él cómo había amanecido él, porque era el Señor. Entonces mi papá se daba el lujo de darle la espalda y mirar hacia la pared y de no contestarle. Cuando yo veía esto, a quien quería matar era a mi mamá porque me parecía una abyección a tal punto tan gratuita y tan innecesaria. Pero la cara de beatitud que ella ponía cuando comprobaba que él era ese monstruo... Regresaba a la cama... sonriendo. Era una cosa totalmente repugnante" (Poniatowska).
Adriana Figueroa murió en enero de 1948 de un cáncer en el estómago.


La escritora estuvo presente en el momento de la muerte de su padre. Nuevamente es Elena Poniatowska -citada por Cortés Mandujano- quien da cuenta del suceso.

 
Una mañana iba por la Avenida 5 de Mayo en el carro de su padre, quien manejaba. Éste murió del corazón en forma instantánea. Rosario dio la vuelta, abrió la portezuela opuesta, hizo a un lado a su padre y manejó el coche, el padre muerto sentado a su lado, hasta llegar a su casa.


Rosario Castellanos pone el punto final a su relato: "Consideré y he seguido considerando la vida de familia como un apretado infierno sin grandeza y sin mérito. Desde que ellos murieron he vivido más tranquila, he sido más feliz".
                                                                                 

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