Todos encuentro de personas tiene mucho de fortuito o
accidentado. El de los padres de la escritora Rosario Castellanos no fue excepción
y Héctor Cortés Mandujano Cortés (Chiapas
cultural. El Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas. Tuxtla Gutiérrez,
Gobierno del Estado de Chiapas - Secretaría de Educación, 2006) da cuenta de
ello.
César Castellanos había estudiado
ingeniería en los Estados Unidos y poseía, por herencia, grandes extensiones de
tierra, entre las cuales se hallaban las fincas El Rosario y Chapatengo. No era rebelde a las costumbres,
pero, aunque tenía más de cuarenta años, no se había casado y tenía un hijo por
allí, Raúl, un normal error de juventud. Tal vez uno de los pocos signos
contrarios a lo que se esperaba de él fue casarse con Adriana Figueroa, una
mujer bonita, pero de clase inferior a la suya, "una de las Figueroa,
costurera del barrio pobre de San Sebastián" (Óscar Bonifaz). No la
enamoró, claro. Ni siquiera habló con ella, sino con su madre. Adriana tenía 22
años, ya se estaba quedando. ¿Qué más podía esperar en Comitán, aquel
pueblo? Con don César subiría de nivel, sin duda. Quién sabe qué pensaría ella
cuando le dijeron que ese hombre sería su marido. Su mamá, que era a quien le
preguntaron sobre el particular, dijo que sí. Y se casó don César con la Figueroa.
Por lo visto el encuentro no fue particularmente romántico;
Cortés Mandujano reconstruye la historia retomando el testimonio de la propia
escritora.
El matrimonio no fue, no pudo ser, una
bella historia de amor: él, en los asuntos de hombre, y ella, confinada al
hogar, al rezo puntual. "No recuerdo nunca haber visto que se tocaran la
mano", dijo años después su hija Rosario (Elena Poniatowska. “Rosario
Castellanos. ¡Vida, nada te debo!”, en ¡Ay vida, no me mereces! Carlos
Fuentes, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, La literatura de la onda. México,
Joaquín Mortiz, 1986).
Por aquel entonces el nacimiento de una niña no era
acompañado de tanto júbilo como el de un niño y ello aconteció –siempre de
acuerdo a la narración de Cortés Mandujano- en la familia Castellanos-Figueroa.
El 25 de mayo de 1925, por hallarse
circunstancialmente en la ciudad de México, en la casa ubicada en Avenida
Insurgentes número 108, la pareja recibió a su primera descendiente. Fue niña,
ni modo. La llamaron Rosario, como la finca, y a los pocos días regresaron a
Comitán, donde un año después tendrían el premio de recibir, ahora sí, la
alegría de un nuevo bebé, ahora sí niño: Benjamín.
La niña pasó a segundo término para los
padres. De ella se hizo cargo Rufina, la nana tzeltal que la introdujo al mundo
de oraciones en voz baja, al silencio cuando los demás hablaban: oír y callar.
El destino se ensañaría con aquel hogar y a consecuencia de
ello la situación de la niña Rosario se hizo aún más difícil. Prosigue Héctor
Cortés Mandujano con su relato
El niño crecía a sus anchas, como rey.
Tenía siete años cuando una espiritista amiga de su madre "entró
despavorida" y dijo a Adriana que un espíritu le acababa de comunicar
"que uno de sus dos hijos iba a morir. Entonces, cuenta Rosario a Elena
Poniatowska, mi mamá se levantó como resorte y gritó: ‘Pero, ¿no el varón,
verdad?'." (...).
En Balún Canán, novela con
elementos claramente autobiográficos, es la nana quien da la noticia:
"-Mario va a morir. Mi madre cogió el peine de carey y lo dobló,
convulsivamente, entre los dedos", luego la madre va con la tullida a que
le eche las cartas y después con el sacerdote: la información es la misma, ella
exclama: "Si Dios quiere cebarse en mis hijos... ¡pero no en el varón! ¡No
en el varón!". Paludismo, dice el doctor. Mario muere y un señor considerado
se inclina hacia la niña y le musita: "Ahora tu padre ya no tiene por
quién seguir luchando" (Rosario Castellanos. Balún Canán. México,
Fondo de Cultura Económica, 1989). (...)
El dolor por la muerte del hijo fue
devastador para sus padres, fin de sus ilusiones. Rosario escuchó a César, su
padre, decir "ahora ya no tenemos por quién luchar", Rosario escuchó
a Adriana, su madre, decir "tu papá y yo porque tenemos la obligación te
queremos". Te queremos porque, ni modo, es nuestra obligación. Y allí se
estableció el desencuentro que Rosario tendría ya, para siempre, con ellos.
¿Qué había hecho para no ser querida espontáneamente? Ser niña, ser mujer.
Recurriendo a diversas fuentes que recogen el testimonio de
la propia escritora, Cortés Mandujano se asoma a aquel hogar donde escaseaba la
vida.
"Mi padre era un hombre
profundamente melancólico [...] Débil ante la adversidad. Mi madre debe haber
tenido una juventud y un temperamento poderosos que el matrimonio destruyó.
Cuando los conocí, se encontraban tanto física como espiritualmente en plena
decadencia. Me crié en el ambiente de una familia [...] que había perdido el
interés por vivir" (Beth Miller y Alfonso González. “Rosario Castellanos”,
en 26 autoras del México actual. México, Costa-Amic Editor, 1979).
Su madre siguió cumpliendo hasta el último aliento con el
papel que la sociedad le asignaba; de ello da cuenta la misma Rosario
Castellanos en entrevista con Elena Poniatowska citada por Cortés Mandujano
"Mi mamá murió de cáncer, un cáncer
dolorosísimo con una agonía horrenda, y la teníamos a base de morfina.
Entonces, mi papá (cuando mi mamá estaba agonizando, con la morfina, que nada
más salía de un estado de sopor, para inmediatamente recibir otra dosis) tenía
gripa. Mi mamá se levantaba, completamente mareada, completamente mal,
descalza, agarrándose de las paredes porque no podía ni mantenerse, para llegar
hasta el cuarto de mi papá y preguntarle a él cómo había amanecido él, porque
era el Señor. Entonces mi papá se daba el lujo de darle la espalda y
mirar hacia la pared y de no contestarle. Cuando yo veía esto, a quien quería
matar era a mi mamá porque me parecía una abyección a tal punto tan gratuita y
tan innecesaria. Pero la cara de beatitud que ella ponía cuando comprobaba que
él era ese monstruo... Regresaba a la cama... sonriendo. Era una cosa
totalmente repugnante" (Poniatowska).
Adriana Figueroa murió en enero de 1948
de un cáncer en el estómago.
La escritora estuvo presente en el momento de la muerte de
su padre. Nuevamente es Elena Poniatowska -citada por Cortés Mandujano- quien da
cuenta del suceso.
Una mañana iba por la Avenida 5 de Mayo en el
carro de su padre, quien manejaba. Éste murió del corazón en forma instantánea.
Rosario dio la vuelta, abrió la portezuela opuesta, hizo a un lado a su padre y
manejó el coche, el padre muerto sentado a su lado, hasta llegar a su casa.
Rosario Castellanos pone el punto final a su relato: "Consideré
y he seguido considerando la vida de familia como un apretado infierno sin grandeza
y sin mérito. Desde que ellos murieron he vivido más tranquila, he sido más
feliz".
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