jueves, 6 de noviembre de 2014

Los hombres no lloran


Las mujeres deberían tener el monopolio de las lágrimas según lo indica el extendido principio de que los hombres no lloran y que en caso de hacerlo se rajan permitiendo que aparezca su parte femenina. Algunos escritores comparten sus vivencias en relación al llanto y uno de estos casos es el de John Berger


Acompañaba a Ken a los bares y, aunque todavía era menor, nadie me ponía ningún impedimento. No por mi tamaño o mi aspecto, sino debido a mi seguridad. No mires atrás, me dijo, no vaciles, simplemente muéstrate más seguro que ellos.
Una vez un parroquiano empezó a insultarme, di­ciéndome que me apartara de su vista, y yo perdí el con­trol y estuve a punto de echarme a llorar. Ken me puso la mano en el hombro y me sacó a la calle. No había ilumi­nación. Estábamos en plena guerra. Caminamos un gran trecho en silencio. Si tienes que llorar, y a veces no se puede evitar, dijo, si tienes que llorar, llora después, nun­ca durante. Recuérdalo.


La enseñanza de Ken al preadolescente que era Berger por aquel entonces, admitía una excepción: “A no ser que estés con quienes te quieren, sólo con quienes te quieren, en cuyo caso ya eres afortunado, pues nunca hay muchas personas que le quieran a uno. Si estás con ellos, puedes llorar. Si no, llora después.”
 

Otro de los autores que se refiere al tema es Amos Oz, quien comienza rememorando una obra de Julio Verne.
 

Miguel Strogoff, de Julio Verne, dejó algo en mí que me ha acompañado hasta el día de hoy. El zar ruso envió a Strogoff en una misión secreta a llevar un despacho crucial a las fuerzas rusas asediadas en los confines de Siberia. El correo debía atravesar las tierras que estaban bajo dominio de los tártaros. Miguel Strogoff fue capturado por la guardia tártara y conducido ante su líder, el Gran Khan, quien ordenó cegarle acercando una espada al rojo vivo a sus ojos para que no pudiera proseguir su viaje a Siberia. Strogoff se había aprendido el crucial despacho de memoria, ¿pero cómo podía llegar a Siberia sin vista? Incluso después de que el hierro candente quemara sus ojos, el fiel correo continuó a ciegas su camino hacia el este, hasta que, en el momento decisivo de la trama, el lector descubre que no ha perdido la vista: ¡la espada al rojo vivo que le habían acercado a los ojos se había enfriado con las lágrimas! Porque en aquel difícil momento Miguel Strogoff había pensado en su querida familia, a la que ya nunca volvería a ver, y con ese pensamiento sus ojos se llenaron de lágrimas, y esas lágrimas enfriaron la brasa y le salvaron la vista, así su trascendental misión fue llevada a término con éxito y determinó la victoria de su patria sobre todos sus enemigos.
Las lágrimas fueron por tanto las que salvaron a Strogoff y a toda Rusia.


Sin embargo, continúa Amos Oz, el lugar que ocupaba el llanto en su educación familiar estaba muy lejos de ese poder heroico.

 
¡Pero en casa las lágrimas estaban prohibidas a los hombres! ¡Eran una deshonra! El llanto era propio única y exclusivamente de las mujeres y los niños. Con cinco años ya me avergonzaba llorar y con ocho o nueve aprendí a ahogar el llanto para poder ser admitido en la orden de los hombres. Por eso me impresioné tanto la noche del 29 de noviembre cuando mi mano izquierda tropezó en la oscuridad con la mejilla húmeda de mi padre. Y por eso no hablé de ello nunca, ni con mi padre ni con ninguna otra persona.

 
La historia de Miguel Strogoff proporcionó a Oz una mirada diferente que permitía conciliar el sentimiento con la masculinidad.
 

Y resulta que Miguel Strogoff, un héroe impertérrito, un hombre de hierro capaz de superar cualquier adversidad y tormento, cuando de pronto piensa en el amor, no se contiene: llora. No de miedo ni de dolor, Miguel Strogoff llora por la fuerza de sus sentimientos.
Y más aún: el llanto de Strogoff no lo rebaja al nivel de un infeliz ni al de una mujer o un trasto viejo, sino que es un llanto aceptado tanto por el autor, Julio Verne, como por el lector. Y como si no bastase con que el llanto de un hombre sea aceptado, ese llanto de pronto salva al que lo derrama e incluso a toda Rusia. Y así, ese hombre, el más viril de los hombres, venció a todos sus enemigos gracias al “lado femenino” que surgió de lo más profundo de su alma en el momento decisivo, y ese “lado femenino” no anuló ni debilitó el “lado masculino” (algo con lo que en aquella época nos lavaban el cerebro) sino todo lo contrario, lo completó y se reconcilió con él. Tal vez fuera ésa una salida digna, una liberación no deshonrosa a la alternativa que por aquellos días me atormentaba, la alternativa entre sentimiento y virilidad.

 
Por último, y en el entorno mexicano, seguiremos las vivencias de don Andrés Henestrosa a este respecto.

 

Y ¿por qué no he de decirlo, si es verdad, que hay días en que tengo muchas ganas de llorar? No afrenta a un hombre llorar. Además, sólo los hombres lloran, como dije el día de mis bodas, y como escribió Ermilo Abreu Gómez. Y algo más: las lágrimas caen de pie, cuando las derrama un hombre. Yo no creo, como creía Unamuno, que son dichosos los hombres que no han tenido que llorar ante otros hombres. Hay días en que tengo ganas de llorar, y en otros, necesidad. Cuando alcanzo esa plenitud, lloro en presencia de todos, sin pudor, como no puedo hacerlo cuando está de por medio una avasalladora necesidad de consuelo.
Los médicos saben explicar este llanto. Los poetas no darían crédito a los doctores. ¿Satisfacería a Ramón López Velarde que algún desequilibrio del sistema orgánico ponía en su corazón y en sus ojos aquella lágrima que no sabía, que no quería esconder? Y la vieja última lágrima de Urbina ¿no le llegaba a través de edades y taladrando su oscuro corazón? ¿Y ese niño que ahora juega en la calle no ya lleva en el pecho, como una almendra hasta por su forma, esa lágrima que un día, cuando menos lo piense, va a subirle hasta los ojos?
Hay días en que estamos trabajados por tantas cosas, en que es tan plena la infinita tristeza de vivir, que todo alcanza un compás desesperado y tembloroso: la brisa más humilde tiene fuerzas de huracán, la palabra más fútil, sentido trascendente; y el pasajero hecho cotidiano augura un gran dolor, y fiero. Un día de esos escribió Barba Jacob la “Canción de la vida profunda”. La escribió con lágrimas, con tan verdadera desolación como para que ya nadie intente volver a expresarlo.
En esas horas de gracia, un hecho inesperado, precipita el diluvio, lo sé yo por experiencia propia. Una palabra bien dicha, una afirmación de esas que conducen a la derrota, o la soledad, porque todo el que lleva luz se queda solo. Un pájaro que cruza, como dijo el poeta, lo mismo hace sonreír que llorar.
Así ayer. Si yo tenía ganas de llorar, o necesidad, no lo sabía. Ninguna sombra en el día, sino todo luz; nada en apariencia nos había agraviado; nadie, al parecer, nos había ofendido. Pero he ahí que a la vuelta de una esquina encuentro a un mocetón que conduce en brazos a una joven mujer impedida. Zarcos los ojos, rubias las trenzas anudadas en la frente; una sonrisa inunda su rostro de ángel. Muy rara  ha de sonreír esta niña, por eso cuando sonríe, derrama luz. O sonreirá siempre, lo que no puede ser sino una de esas maravillas que anonadan. Bastó eso para que de un solo golpe me soltara a llorar, como un niño, a media calle, ante el azoro de los transeúntes. Un minuto. Y la recompensa fueron unas horas apacibles y la promesa, otra vez formulada, de servir a la vida, y amarla.

 
Aun cuando en tiempos recientes se han venido presentado cambios considerables respecto a esta forma de ver las cosas, la permanencia de estereotipos comportamentales aun es notoria. El viejo mandato: “¡no chilles que pareces vieja!”, sigue resonando. Sin embargo, frente a ello parece llegada la hora en que el varón reivindica su derecho al llanto y la ternura.

 

No hay comentarios: