martes, 2 de diciembre de 2014

Trampas del lenguaje


En diversas oportunidades hemos aludido en este espacio a temas vinculados al lenguaje, como por ejemplo el del uso (y abuso) de diminutivos. La cuestión que ahora abordamos tiene que ver con lo que Joaquín Antonio Peñalosa identifica como “el sentido minusvalizador” de la palabra; para profundizar en ello sigue las huellas de Carlos A. Echánove Trujillo.

En su excelente Sociología Mexicana, Carlos A. Echánove Trujillo observa con finura cómo uno de los rasgos característicos de nuestro lenguaje es su sentido minusvalizador. Es decir, cada vez que el mexicano habla de sus cosas, de sus propiedades, de sus familiares, de cuanto le atañe y pertenece, lejos de darle su justo valor, lo disminuye, lo devalúa, lo rebaja de precio, lo pone en barata, le resta importancia. (…)
"Carcacha" es el nombre con que el señor gerente designa a su fabuloso convertible (…). El millonario alude en la tertulia a los "centavitos" que ha podido amasar con la ayuda del prójimo. (…)
Si al toparnos en la calle con el amigo saludable, risueño y mofletudo, le preguntamos qué tal le ha ido, nos resultará con que "ahí pasándola", "más o menos”, o de plano “tristeando”. ¿Qué decir del mexicano común y corriente, cuando nuestra máxima musa Sor Juana Inés de la Cruz, calificó a su poema soberano, El sueño, de simples "papelillos"?
Hasta el lecho en que agonizamos es un pobre "petate en que caernos muertos", así sea un box spring de holandas y plumas.

La enunciación de ejemplos es amplia y Joaquín Antonio Peñalosa proporciona otros.

Así por ejemplo, el recién casado nos presenta a la radiante, juvenil esposa como su “vieja”, cual asunto de la tercera edad. Al hijo vivaracho y consentido, algunos padres lo llaman cariñosamente “escuincle”, que en náhuatl significa perro, si no es que lo nombran “huerco”, voz de origen latino que equivale a infierno y por extensión diablillo.
Para la fiesta, los invitados aseguran que vestirán sus mejores “trapitos”, que luego resultan undosas sedas como aquéllas de la Nao de China o casimires “made in England” de legítimo contrabando. El millonario alude discretamente a sus “ahorritos” –así, en diminutivo-, que ha podido amasar a lo largo de la larga vida con el sudor del de enfrente; mientras los amigos nos invitan a comer, en su casa, “una comida informal”, “cualquier cosa”, unos “frijolitos”, un “pipirín”, un taco, que en realidad es un banquete de cinco tenedores, lino y platería. Don Fulano de Tal nos confía desde unos temblorosos dientes de oro que está construyendo su “casita” con mil sacrificios; pero jure usted que se trata de algún ostentoso Partenón con piscina techada, climatizada y sonorizada.

Una vez ilustrado el punto, Peñalosa presenta sus hipótesis acerca de la razón de este comportamiento idiomático.

Este lenguaje con que el mexicano apoca y disminuye cuanto es de su propiedad, en vez de que se vanagloriara de sus pertenencias, responde al sentimiento de inferioridad que en forma de inseguridad y autodesprecio, le viene por herencia de indios y mestizos en fuerza de los hechos históricos, desde la sumisión prehispánica del indígena a sus caciques, hasta la dominación española y otras dominaciones y caciquismos más recientes, actuales y feroces.

Y concluye sus consideraciones con un final oportuno: “Para no ser menos que cualquier mexicano, aquí concluimos estas paginillas.

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