En diversas oportunidades hemos aludido en este
espacio a temas vinculados al lenguaje, como por ejemplo el del uso (y abuso)
de diminutivos. La cuestión que ahora abordamos tiene que ver con lo que
Joaquín Antonio Peñalosa identifica como “el sentido minusvalizador” de la
palabra; para profundizar en ello sigue las huellas de Carlos A. Echánove
Trujillo.
En
su excelente Sociología Mexicana,
Carlos A. Echánove Trujillo observa con finura cómo uno de los rasgos
característicos de nuestro lenguaje es su sentido minusvalizador. Es decir, cada
vez que el mexicano habla de sus cosas, de sus propiedades, de sus familiares,
de cuanto le atañe y pertenece, lejos de darle su justo valor, lo disminuye, lo
devalúa, lo rebaja de precio, lo pone en barata, le resta importancia. (…)
"Carcacha"
es el nombre con que el señor gerente designa a su fabuloso convertible (…). El
millonario alude en la tertulia a los "centavitos" que ha podido
amasar con la ayuda del prójimo. (…)
Si
al toparnos en la calle con el amigo saludable, risueño y mofletudo, le
preguntamos qué tal le ha ido, nos resultará con que "ahí pasándola",
"más o menos”, o de plano “tristeando”. ¿Qué decir del mexicano común y
corriente, cuando nuestra máxima musa Sor Juana Inés de la Cruz, calificó a su
poema soberano, El sueño, de simples
"papelillos"?
Hasta
el lecho en que agonizamos es un pobre "petate en que caernos
muertos", así sea un box spring de holandas y plumas.
La enunciación de ejemplos es amplia y Joaquín Antonio
Peñalosa proporciona otros.
Así
por ejemplo, el recién casado nos presenta a la radiante, juvenil esposa como
su “vieja”, cual asunto de la tercera edad. Al hijo vivaracho y consentido,
algunos padres lo llaman cariñosamente “escuincle”, que en náhuatl significa
perro, si no es que lo nombran “huerco”, voz de origen latino que equivale a
infierno y por extensión diablillo.
Para
la fiesta, los invitados aseguran que vestirán sus mejores “trapitos”, que
luego resultan undosas sedas como aquéllas de la Nao de China o casimires “made
in England” de legítimo contrabando. El millonario alude discretamente a sus
“ahorritos” –así, en diminutivo-, que ha podido amasar a lo largo de la larga
vida con el sudor del de enfrente; mientras los amigos nos invitan a comer, en
su casa, “una comida informal”, “cualquier cosa”, unos “frijolitos”, un
“pipirín”, un taco, que en realidad es un banquete de cinco tenedores, lino y
platería. Don Fulano de Tal nos confía desde unos temblorosos dientes de oro
que está construyendo su “casita” con mil sacrificios; pero jure usted que se
trata de algún ostentoso Partenón con piscina techada, climatizada y
sonorizada.
Una vez ilustrado el punto, Peñalosa presenta sus
hipótesis acerca de la razón de este comportamiento idiomático.
Este
lenguaje con que el mexicano apoca y disminuye cuanto es de su propiedad, en
vez de que se vanagloriara de sus pertenencias, responde al sentimiento de
inferioridad que en forma de inseguridad y autodesprecio, le viene por herencia
de indios y mestizos en fuerza de los hechos históricos, desde la sumisión
prehispánica del indígena a sus caciques, hasta la dominación española y otras
dominaciones y caciquismos más recientes, actuales y feroces.
Y concluye sus consideraciones con un final oportuno:
“Para no ser menos que cualquier mexicano, aquí concluimos
estas paginillas.”
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