Los médicos
saben que a Ruben Blades no le falta razón cuando canta “la vida te da
sorpresas/ sorpresas te da la vida” y de allí que sean tan cuidadosos a la hora
de dar a conocer pronósticos en cuanto a la evolución de los enfermos que están
a su cuidado. De allí que con frecuencia se escuche el clásico “pronóstico
reservado” (lo que no deja de ser un juego de palabras ya que ese veredicto es
válido para todos: sanos y enfermos, pacientes y médicos).
Casos tristes
cuando la muerte -escondida tras un maquillaje de buena apariencia- da su
zarpazo en momentos en que no se le espera y contradice informes que eran
alentadores. Todo lo contrario sucede cuando el final esperado e inminente se
rebela, falta a la cita y el paciente se recupera contra todas las evidencias
en su contra (por muchas que fuesen). Uno de estos casos lo relata Víctor Hugo
Rascón Banda en su libro “¿Por qué a mí? Diario de un condenado” (México,
Grijalbo, 2006).
Poco a poco me he ido enterando de mi
gravedad, o sea, que he estado desahuciado. El doctor Sada me ha dicho que mi
final llegó dos veces, entresemana. Yo sabía que había pasado dos domingos, en
la tarde.
El doctor Pizzuto me ha explicado,
meses después, que dos veces estuve en choque séptico total.
-¿Qué es eso?
-Una intoxicación general.
-¿Como un envenenamiento?
-Más o menos.
-¿Y por qué no me daban medicamentos?
-Lo bombardeábamos a cada minuto, pero
usted no respondía. Nadie respondía en su cuerpo.
-O sea que era al revés de lo que pasó
en el Convento de Churubusco, cuando los norteamericanos invadieron México; la
guarnición del convento se rindió y los militares gringos exigieron el parque.
Si hubiera parque, contestó el general Anaya, ustedes no estarían aquí.
-En su caso -me dijo el doctor
Pizzuto-, teníamos parque, pero no había soldados.
Con su
empecinamiento en vivir, Rascón Banda dejó muy mal parados a los facultativos
que lo atendían.
El doctor Sada me cuenta que lo hice
quedar mal, que di al traste con su prestigio médico, dos veces. Me dice, medio
en serio y medio en broma, que manché su historial médico.
Una noche, él comentó con el doctor
Pizzuto y con su equipo que de esa noche yo no pasaba. Que tenía un choque
séptico, hipertensión arterial y el riesgo de una falla orgánica múltiple.
Dice que así se lo hicieron saber a
María y a mis familiares, quienes a su vez llamaron a Chihuahua para que mis
hermanos y sobrinos prepararan su viaje al funeral.
Que dejó dicho en la central de
enfermeras que le llamaran en cuanto sucediera lo que iba a suceder esa noche.
Que se fue a dormir y al amanecer le
extrañó no haber recibido la llamada del hospital informando el deceso.
Que se molestó por la falta de
atención del hospital al no informarle lo sucedido.
Que se vino al ABC y llegó
directamente a mi cuarto.
Que abrió la puerta y esperaba ver la
cama vacía.
No sería menor
la sorpresa que aguardaba al doctor Sada y que describe el propio Rascón Banda.
Que, efectivamente, la cama estaba
vacía, pero con las sábanas revueltas.
Que al introducir su cabeza hacia el
interior del cuarto me vio sentado en el reposet, leyendo el periódico Reforma.
Que levanté la mirada, le sonreí y le
dije ¡Buenos días, doctor!
Que él cerró la puerta y se quedó en
el pasillo, creyendo que era un fantasma o era su imaginación.
Que volvió a abrir la puerta y ahí
estaba yo, mirándolo sonriente. ¡Pásele a lo barrido, doctor!
Que no me reclamó en ese instante,
pero que decidió esperar otro momento.
Que como paciente no tengo palabra y
no cumplo los diagnósticos.
Que no sabe cómo fue posible que yo me
rebelara a su diagnóstico.
Que era imposible que yo estuviera
vivo y menos tan sonriente.
Que, aunque han pasado varias semanas,
todavía no entiende qué sucedió conmigo.
Como todo un
caballero, Víctor Hugo Rascón Banda lamenta los prejuicios que pudo haber
ocasionado y ofrece las disculpas del caso: “Perdóneme, doctor, le digo, la
siguiente vez trataré de cumplir sus instrucciones, para no hacerlo quedar mal.”
Y concluye su testimonio afirmando que los doctores proponen y, a veces, los
enfermos disponen. Ni modo.
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