Error frecuente de nuestro
tiempo es el de considerar que ciertas características del presente no tienen
nada que ver con el pasado y algo de esto sucede respecto al oficio de
periodista. Que hoy se critica a quienes con afán de notoriedad escriben mucho
sin decir nada pues a ello ya se refería B.B.O.
en 1839, citado por Blanca Estela Treviño
Encontréme,
pues, con que para ganar mi subsistencia y hacerme hombre de pro, no había cosa
igual ni más sencilla que hacerme escritor. Lo volví a pensar un día y otro, y
de nuevo me ratifiqué en que podía y debía dedicarme a escribir o periódicos, o
discursos, o versos y hasta dramas, y al fin me resolví a caminar vía recta
hacia el templo de la inmortalidad. (…)
¿Se trata
de escribir un periódico? Todo el trabajo está en tomar con la mayor exactitud
las dimensiones del papel, descontar el encabezamiento y los anuncios, y
enseguida ponerse a hacer acopio de palabras, como quien junta piedras para
llenar un pozo, y sin reparar si están admitidas en el idioma, ir formando con
ellas trozos largos. Si las palabras son vacías, si absolutamente no
corresponden a idea alguna, nada importa, el asunto es ponerlas en las columnas
del periódico. Si tal vez es uno tan fecundo que las inventa, tanto mejor: no
sólo habrá entonces el mérito de la invención y la novedad, sino que tendrá el
periodista la satisfacción de dar lecciones a la Academia española y a los
rancios autores clásicos.
Que no faltan quienes
actualmente dirijan sus reparos hacia el sensacionalismo de algunos reportajes,
a ello ya aludía Rip-Rip (seudónimo
de Amado Nervo) en El Nacional el 25
de febrero de 1896, también citado por Blanca Estela Treviño
Desplúmese,
por curiosidad, un ave del paraíso, y véase lo que queda. Así, exactamente, son
muchos artículos de esos que agradan al público, de esos opulentos por su fraseología,
de esos que divierten y aun encantan: aves del paraíso multicolores. Arranquen
ustedes las plumas y hallarán... nada entre dos platos.
Esto, por
lo que ve a los artículos; en cuanto a los reportazgos, la cosa es peor aún.
Supongamos
que un repórter hábil, hábil ante
todo, gana uno cincuenta por columna y se lanza por esas calles de Dios,
resuelto a encontrar hasta debajo de la tierra tres columnas para el periódico.
Como los sucesos explotables escasean, el hurón del noticierismo anda y anda sin gran provecho. En las comisarías,
nada; en el Palacio de Justicia, nada; en el Ayuntamiento, nada. Total y
fuerza, tras una mañana de huronear, dos noticias: un homicidio por celos y un
rapto, acontecidos entre gente del pueblo. Aquí la cuestión es más difícil; no
se trata de buscar asunto, que ya lo hay, sino de vestirlo de tal manera que ocupe
lugar amplísimo.
Al
articulista le basta con una columna, con menos acaso. El repórter necesita
tres; es decir, necesita cuatro pesos cincuenta centavos. Manos a la obra.
Empieza
por el rapto:
La
raptada. Fulana de Tal, nació en un pintoresco pueblecillo del distrito, famoso
por sus flores y por su benigno clima; sus padres eran pobres, pero honrados, y
ella constituía la dicha del hogar. Se levantaba cantando y se acostaba
cantando también: era muy cantadora. Su casita, blanca y aislada de las otras,
levantábase en medio de un campo baldío (por ese campo entra el drama, en forma
de Juan Rodríguez o de Pedro García). La familia era dichosa; el padre guiaba
la yunta, la madre hacía la comida y la hija iba por agua a la fuente. Ahí,
como los hijos de los patriarcas, el tal Juan Rodríguez y la raptada en ciernes
se entendieron a maravilla, y el papá de la niña, que no era buey, aunque
araba, descubrió el pastel y mandó a México a la enamorada, bajo la vigilancia
de la mamá. Aquí la mamá se descuidó, y una noche (el repórter la describe con
todos los colores imaginables) Juan Rodríguez o Pedro García, que para el caso
es lo mismo, echaron a volar.
Sigue el
repórter describiendo la desesperación de la madre, su queja a la autoridad,
las diligencias de ésta, el hallazgo de los tórtolos
y, por último, la pena que se les aplicará. Enseguida hace el cómputo de las
cuartillas: dos columnas; magnífico. ¡Si tendrá él buen cálculo!
Después
la emprende con el homicidio por celos; otras dos columnas: cuatro pesos
cincuenta, y dos o tres asuntos en perspectiva. El repórter enciende un cigarro
y va a dar una vueltecita por Plateros.
He aquí
el procedimiento de eso que se llama escribir en los periódicos. El público
gusta de él, porque al público le disgustan los esqueletos y le seducen las
aves del paraíso. ¡Pero que no las desplume...!
Podría suponerse que la
tendencia a invadir el terreno de la vida privada es propia de nuestro tiempo;
de ninguna manera y a ello aludía Manuel Gutiérrez Nájera en 1893
De algún tiempo a esta parte, el hombre más
terrible en México, la personalidad más terrorífica, viene siendo el repórter
de un periódico. A medida que los escritores bajan, los repórters suben. Estos
caballeros y los moscos no respetan la vida privada. Antiguamente se podía no
ser hombre público, pero ahora es imposible escapar de esta desgracia. Hay
hombres públicos con sueldo, y hombres públicos sin sueldo, pero todos somos
hombres públicos.
Seguramente existe quien considere
que la afición de algunos periodistas en autoproclamarse jueces -¡esa sí!- es
exclusiva de nuestros tiempos; craso error y por aquellos mismos entonces
Gutiérrez Nájera sostenía que
El repórter ha transformado el orden social y el
orden constitucional. A un delincuente no le juzga ya el jurado; un proceso ya
no es instruido por el juez: toma el repórter las declaraciones, y absuelve,
condena desde las columnas del periódico. ¿A qué Corte Suprema puede acudirse
pidiendo amparo contra estos jueces sueltos, contra estos jueces francos de la
prensa? Acaba de cometerse un crimen, y antes de que el tribunal haya oído las
declaraciones del reo y de los testigos, el repórter las pide y las publica.
Si la cuestión es que el
periodista moderno ha devenido en todólogo, ya en tiempos de Gutiérrez Nájera
esta situación no le era ajena
No hay
tormento comparable al del periodista en México. (…) Debe saber cómo se hace
pan y cuáles son las leyes de la evolución; ayer fue teólogo, hoy economista y
mañana hebraísta o molinero; no hay ciencia que no tenga que conocer ni arte en
cuyos secretos no deba estar familiarizado. La misma pluma con que bosquejó una
fiesta o un baile, le servirá mañana para escribir un artículo sobre
ferrocarriles y bancos (...)
Y para culminar estas notas
retomaremos la opinión siempre vigente de un maestro de este oficio: citado por
José Ramón Garmabella (en Por siempre Leduc, México, Diana, 1995, p. 153), Renato Leduc enuncia las condiciones
necesarias para ser periodista
1. No ser pendejo,
2. Darse cuenta de las cosas,
3. Analizar los sucesos para saber no sólo de dónde
provienen, sino sopesar la importancia que tienen y,
4. Escribir la noticia y el comentario en forma objetiva
y sincera y no lo que quieren que diga el señor ministro o el capitoste de la
iniciativa privada.
Es por esto que, con respecto a este último punto, nunca
me he fiado de los boletines de prensa y si alguna vez lo he hecho ha sido para
chingarlo comparándolo con lo que he visto. Claro que uno se puede equivocar,
pero el no decir las cosas o decirlas mal por cubrir a alguien por dinero o
amistad es no ser periodista, porque el periodismo no significa engañar a la
gente, aun cuando ésta siempre sabe quién la está jodiendo y quién no.
Por otra parte, aunque no sea un erudito, el periodista
debe cuando menos estar informado de lo que ocurre en el mundo, porque no se
puede escribir de buena fe si se desconoce la información inherente a una
noticia; sería imposible, por ejemplo, escribir con propiedad sobre la
situación de Centroamérica si uno no sabe la clase de hijos de la chingada que
gobiernan a esos países y que son impuestos a esos pueblos no ya por el
Departamento de Estado norteamericano, sino por el gerente de la United Fruit
Company.
Y por último, el periodista debe llamar a las cosas por
su nombre, es decir, si un tipo es un auténtico hijo de la chingada, hay que
decirle así precisamente y no escribir, pongamos por caso, “el distinguido
banquero don Fulano de Tal…”
De
esta manera don Renato destacaba a la valentía como requisito indispensable
para aquel que quiera desempeñarse en este oficio.
Si
las cosas eran así hace algunos años, ni se diga en estos tiempos en que tantos
periodistas han sido asesinados por atreverse a tocar lo que algunos consideran
cuestiones intocables ya sean del ámbito de la política, la economía o la
llamada delincuencia organizada.
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