jueves, 17 de septiembre de 2015

Para aprender a leer el olor


El proceso creciente urbanización es uno de los factores que ha influido para que el olfato pasara a ocupar un lugar secundario entre los sentidos mientras que quienes viven en el campo suelen conservar una capacidad olfativa que el citadino ha ido perdiendo. Esta situación se manifiesta en el diálogo que mantuvo con su abuelo (Bistrín), el por aquel entonces adolescente Dario Fo, según lo narra en el libro El país de los cuentacuentos. Mis primeros años de vida… (Barcelona, Seix Barral, 2005, pp. 139 a 141).

Aquella escena tuvo lugar en ocasión de unas vacaciones en que el nieto fue a visitar a los abuelos a la casa de campo en que vivían. La lección dio inicio con el aroma de los cerezos.

A los catorce años me admitieron en el Liceo de Brera (…) Ese año en las vacaciones de Semana Santa fui a casa de los abuelos en Lomellina. (…)
Mi abuelo disfrutaba en silencio de mi asombro, luego me sopló, casi como un apuntador: “¡No mires sólo con los ojos, mira también con la nariz!”
“¿Qué mire con la nariz?” (…)
 “Atento, pues el perfume, el olor, es algo que debes aprender a leer. Por ejemplo, ven aquí, debajo de este cerezo: huele lentamente, aspirando despacio. Siéntelo, tiene un fondo un poquito salado… éste, en cambio, que es otro cerezo, tiene un olor más dulce, casi redondo y más intenso que el otro. ¿Y sabes por qué? Porque al primer árbol le han brotado las flores demasiado pronto y ha pillado una helada. ¡Este otro no ha tenido prisa por florecer y ha evitado el desastre!”
“¿Y lo comprendes por el olor?”
“Claro, y por el olor ya sé cómo serán los frutos: el que se ha helado los tendrá tarde y secos, el segundo dará cerezas gordas y perfumadas.”

Ante el creciente asombro de su nieto, el abuelo Bistrín pasó a referirse al uso medicinal que tiene el olfato.

“Además, pasa lo mismo con los hombres. Si un niño pilla una enfermedad seria, para reponerse necesita tiempo, buenos cuidados, comida y calor, y por su olor se puede comprender que no está en buena forma.”
“¿Y por qué los médicos cuando te visitan nunca te huelen?”
“Porque han olvidado la medicina antigua. En los tratados de Salerno que enseñaban cómo visitar a un paciente, está escrito: ‘Pálpale la piel y los músculos del cuello a los pies, escucha cómo circula la sangre, toca con los dedos la piel hasta descubrir dónde está dulce, húmeda o dónde se ha secado y sobre todo huele, adivina el humor, lo salado, lo amargo, allí donde es agradable y donde apesta’.”
“¿De veras? Cuántas cosas sabes, abuelo… ¿acaso estudiaste para médico?”
“¡No, sólo soy un curioso tremendo, que no se conforma fácilmente con las nociones que te propinan tanto los libros como los profesores! Verás, para las plantas, las patatas, las flores o los tomates el discurso es el mismo: si a una manzana la pica un insecto cabrón o la infecta un virus, en seguida reacciona cambiando de olor, antes incluso que de aspecto. Es una señal que te ofrece gratis.”

Pero aquellos aprendizajes fueron aún más allá y transitaron por los senderos del amor, cuando el abuelo dice a su nieto

“Lo mismo pasa con un hombre o una mujer: su buen aroma te avisa no sólo de su buena salud, sino incluso de su humor. Si además te lanza una ráfaga de perfume, significa que siente una emoción, que a los mejor le gustas y si a ti te va, si sientes un estremecimiento o te palpita el corazón, tranquilo, que del mismo modo tú lanzarás al aire tu mensaje de olor complacido.”

Ante el cuestionamiento interesado de aquel adolescente: “¿Y todos se dan cuenta? ¿Sólo con olfatear?”, el abuelo concluye poniendo énfasis en los efectos negativos de la pérdida del olfato

“No, lamentablemente. Un enamorado mira a los ojos a su chica, advierte que ha palidecido o se ha ruborizado, que tiembla, que tiene las manos húmedas de sudor por la emoción, pero no escucha su aroma, no lo siente porque hemos perdido el olfato… ¡nos hemos quedado castrados de este sentido fundamental!”
Es así como a la hora de recapitular diversos episodios de su vida, Dario Fo evoca –con emoción y agradecimiento- aquella inolvidable lección del abuelo Bistrín. 
                                                                                             

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