El proceso creciente urbanización
es uno de los factores que ha influido para que el olfato pasara a ocupar un
lugar secundario entre los sentidos mientras que quienes viven en el campo
suelen conservar una capacidad olfativa que el citadino ha ido perdiendo. Esta
situación se manifiesta en el diálogo que mantuvo con su abuelo (Bistrín), el
por aquel entonces adolescente Dario Fo, según lo narra en el libro El país de los cuentacuentos. Mis primeros
años de vida… (Barcelona, Seix Barral, 2005, pp. 139 a 141).
Aquella escena tuvo lugar en
ocasión de unas vacaciones en que el nieto fue a visitar a los abuelos a la
casa de campo en que vivían. La lección dio inicio con el aroma de los cerezos.
A los
catorce años me admitieron en el Liceo de Brera (…) Ese año en las vacaciones
de Semana Santa fui a casa de los abuelos en Lomellina. (…)
Mi abuelo
disfrutaba en silencio de mi asombro, luego me sopló, casi como un apuntador:
“¡No mires sólo con los ojos, mira también con la nariz!”
“¿Qué
mire con la nariz?” (…)
“Atento, pues el perfume, el olor, es algo que
debes aprender a leer. Por ejemplo, ven aquí, debajo de este cerezo: huele
lentamente, aspirando despacio. Siéntelo, tiene un fondo un poquito salado…
éste, en cambio, que es otro cerezo, tiene un olor más dulce, casi redondo y
más intenso que el otro. ¿Y sabes por qué? Porque al primer árbol le han
brotado las flores demasiado pronto y ha pillado una helada. ¡Este otro no ha
tenido prisa por florecer y ha evitado el desastre!”
“¿Y lo
comprendes por el olor?”
“Claro, y
por el olor ya sé cómo serán los frutos: el que se ha helado los tendrá tarde y
secos, el segundo dará cerezas gordas y perfumadas.”
Ante
el creciente asombro de su nieto, el abuelo Bistrín pasó a referirse al uso
medicinal que tiene el olfato.
“Además,
pasa lo mismo con los hombres. Si un niño pilla una enfermedad seria, para
reponerse necesita tiempo, buenos cuidados, comida y calor, y por su olor se
puede comprender que no está en buena forma.”
“¿Y por
qué los médicos cuando te visitan nunca te huelen?”
“Porque
han olvidado la medicina antigua. En los tratados de Salerno que enseñaban cómo
visitar a un paciente, está escrito: ‘Pálpale la piel y los músculos del cuello
a los pies, escucha cómo circula la sangre, toca con los dedos la piel hasta
descubrir dónde está dulce, húmeda o dónde se ha secado y sobre todo huele,
adivina el humor, lo salado, lo amargo, allí donde es agradable y donde
apesta’.”
“¿De
veras? Cuántas cosas sabes, abuelo… ¿acaso estudiaste para médico?”
“¡No,
sólo soy un curioso tremendo, que no se conforma fácilmente con las nociones
que te propinan tanto los libros como los profesores! Verás, para las plantas,
las patatas, las flores o los tomates el discurso es el mismo: si a una manzana
la pica un insecto cabrón o la infecta un virus, en seguida reacciona cambiando
de olor, antes incluso que de aspecto. Es una señal que te ofrece gratis.”
Pero aquellos aprendizajes
fueron aún más allá y transitaron por los senderos del amor, cuando el abuelo
dice a su nieto
“Lo mismo
pasa con un hombre o una mujer: su buen aroma te avisa no sólo de su buena
salud, sino incluso de su humor. Si además te lanza una ráfaga de perfume,
significa que siente una emoción, que a los mejor le gustas y si a ti te va, si
sientes un estremecimiento o te palpita el corazón, tranquilo, que del mismo
modo tú lanzarás al aire tu mensaje de olor complacido.”
Ante
el cuestionamiento interesado de aquel adolescente: “¿Y todos se dan cuenta?
¿Sólo con olfatear?”, el abuelo concluye poniendo énfasis en los efectos
negativos de la pérdida del olfato
“No,
lamentablemente. Un enamorado mira a los ojos a su chica, advierte que ha
palidecido o se ha ruborizado, que tiembla, que tiene las manos húmedas de
sudor por la emoción, pero no escucha su aroma, no lo siente porque hemos perdido
el olfato… ¡nos hemos quedado castrados de este sentido fundamental!”
Es así como a la hora
de recapitular diversos episodios de su vida, Dario Fo evoca –con emoción y
agradecimiento- aquella inolvidable lección del abuelo Bistrín.
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