A
mediados del siglo XX, y durante su estadía en Inglaterra, Julio Camba describe
sus impresiones respecto al vínculo entre los ingleses y la comida.
Los
ingleses son los hombres que comen con mayor disimulo. Comen fingiendo que no
comen, y en esto consiste su famosa elegancia de comensales. La comida les da
vergüenza, no tan sólo por lo mala que es generalmente, sino porque todavía no
han logrado ver en ella más que el medio de satisfacer una necesidad elemental.
Yo recordaré siempre la observación de una señora inglesa que, viéndome comer
un día con cierta delectación, me dijo:
-Míster
Camba: come usted de una manera verdaderamente impúdica…
Desde
luego el acto de comer exige un cierto pudor, pero no hay que exagerar las
cosas. No está bien meter los ojos ni las narices en el plato, pero menos aún
lo está el desviar el olfato o apartar la vista de unos manjares apetecibles.
No debemos apoyar el dedo en las púas del tenedor, pero tampoco debemos manejar
el tenedor y el cuchillo como unas pinzas para aprehender la comida sin riesgo
de contaminarnos. La asepsia británica, muy recomendable para las clínicas, no
pasa en la mesa de ser una caricatura del aseo.
Hasta
aquí el testimonio de Camba que refuerza el estereotipo vigente respecto a la
actitud mesurada y comedida de los ingleses. Pero existen otras crónicas que
van en sentido contrario; veamos una de ellas.
Hay
quienes consideran a James Boswell como el primer biógrafo dado que durante un buen
tiempo se transformó en la sombra del doctor Samuel Johnson, lo que le permitió
escribir en el siglo XVIII la biografía de tan famoso personaje.
Pero he aquí que uno de los aspectos que más asombró a Boswell fue el placer
indisimulable con el que comía su biografiado, lo que dejó consignado en
diversos pasajes de su trabajo; veamos una muestra de ello.
(…) nunca he visto a un hombre que saboree la buena
comida más que él. Cuando estaba en la mesa se le veía totalmente absorbido por
el negocio del momento; sus miradas parecían circunscribirse al plato; tampoco
–salvo si se encontraba con gente de mucho viso- decía una palabra, ni prestaba
la menor atención a lo dicho por los demás, hasta no haber satisfecho su
apetito, que era tan voraz, y se entregaba a él con tanta intensidad, que
mientras comía se le hinchaban las venas de la frente, y con mucha frecuencia
se le veía sudar bastante. Para las personas de sensaciones delicadas esto no
podía menos de ser desagradable, y, sin duda, no era muy adecuado para un
filósofo, que debía distinguirse por el dominio de sí mismo. Pero es preciso
reconocer que Johnson, aunque podía ser rígidamente abstemio, no era un hombre moderado, ni en el comer ni en el beber.
Podía abstenerse, pero no podía ser moderado. Me decía que había ayunado dos
días sin molestia, y que no había tenido hambre más que una vez. Los que
contemplaban con asombro lo mucho que comía en todas las ocasiones en que la
comida era de su gusto, no podían concebir fácilmente lo que él entendía por
tener hambre; y no sólo era muy notable por la extraordinaria cantidad que
ingería, sino que era, o aparentaba ser, un hombre de muy fino discernimiento
en la ciencia culinaria. Solía examinar críticamente los platos que se habían
servido y recordaba con todo detalle lo que le había gustado. Recuerdo, cuando
estuvo en Escocia, su elogio del paladar
de Gordon (un plato sabroso en casa del honorable Alejandro Gordon), con un
entusiasmo que podía haber hecho honor a cosas más importantes.
Para
confirmar la afición del doctor Johnson por la comida, Boswell refiere una
ocasión en que los alimentos que le fueron servidos estuvieron muy lejos de ser
de su agrado, lo que lo condujo a quejarse en forma vehemente. “En la posada
donde paramos se quedó muy descontento con un cordero asado que le dieron de
comer. (…) Rió al camarero, diciéndole: ‘Esto está todo lo malo que puede
estar: mal alimentado, mal muerto, mal conservado y mal guisado’.”
El sesgo contradictorio de
ambos testimonios invita una vez más a cuestionar estereotipos vigentes ya que cuando menos al
doctor Samuel Johnson –de acuerdo con lo señalado por Boswell- el acto de comer
no le generaba vergüenza alguna ni mayor reparo en el cuidado de las formas.
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