jueves, 10 de septiembre de 2015

Los ingleses y su manera de comer


A mediados del siglo XX, y durante su estadía en Inglaterra, Julio Camba describe sus impresiones respecto al vínculo entre los ingleses y la comida.

Los ingleses son los hombres que comen con mayor disimulo. Comen fingiendo que no comen, y en esto consiste su famosa elegancia de comensales. La comida les da vergüenza, no tan sólo por lo mala que es generalmente, sino porque todavía no han logrado ver en ella más que el medio de satisfacer una necesidad elemental. Yo recordaré siempre la observación de una señora inglesa que, viéndome comer un día con cierta delectación, me dijo:
-Míster Camba: come usted de una manera verdaderamente impúdica…
Desde luego el acto de comer exige un cierto pudor, pero no hay que exagerar las cosas. No está bien meter los ojos ni las narices en el plato, pero menos aún lo está el desviar el olfato o apartar la vista de unos manjares apetecibles. No debemos apoyar el dedo en las púas del tenedor, pero tampoco debemos manejar el tenedor y el cuchillo como unas pinzas para aprehender la comida sin riesgo de contaminarnos. La asepsia británica, muy recomendable para las clínicas, no pasa en la mesa de ser una caricatura del aseo.

Hasta aquí el testimonio de Camba que refuerza el estereotipo vigente respecto a la actitud mesurada y comedida de los ingleses. Pero existen otras crónicas que van en sentido contrario; veamos una de ellas.

Hay quienes consideran a James Boswell como el primer biógrafo dado que durante un buen tiempo se transformó en la sombra del doctor Samuel Johnson, lo que le permitió escribir en el siglo XVIII la biografía de tan famoso personaje. Pero he aquí que uno de los aspectos que más asombró a Boswell fue el placer indisimulable con el que comía su biografiado, lo que dejó consignado en diversos pasajes de su trabajo; veamos una muestra de ello.

(…) nunca he visto a un hombre que saboree la buena comida más que él. Cuando estaba en la mesa se le veía totalmente absorbido por el negocio del momento; sus miradas parecían circunscribirse al plato; tampoco –salvo si se encontraba con gente de mucho viso- decía una palabra, ni prestaba la menor atención a lo dicho por los demás, hasta no haber satisfecho su apetito, que era tan voraz, y se entregaba a él con tanta intensidad, que mientras comía se le hinchaban las venas de la frente, y con mucha frecuencia se le veía sudar bastante. Para las personas de sensaciones delicadas esto no podía menos de ser desagradable, y, sin duda, no era muy adecuado para un filósofo, que debía distinguirse por el dominio de sí mismo. Pero es preciso reconocer que Johnson, aunque podía ser rígidamente abstemio, no era un hombre moderado, ni en el comer ni en el beber. Podía abstenerse, pero no podía ser moderado. Me decía que había ayunado dos días sin molestia, y que no había tenido hambre más que una vez. Los que contemplaban con asombro lo mucho que comía en todas las ocasiones en que la comida era de su gusto, no podían concebir fácilmente lo que él entendía por tener hambre; y no sólo era muy notable por la extraordinaria cantidad que ingería, sino que era, o aparentaba ser, un hombre de muy fino discernimiento en la ciencia culinaria. Solía examinar críticamente los platos que se habían servido y recordaba con todo detalle lo que le había gustado. Recuerdo, cuando estuvo en Escocia, su elogio del paladar de Gordon (un plato sabroso en casa del honorable Alejandro Gordon), con un entusiasmo que podía haber hecho honor a cosas más importantes.

Para confirmar la afición del doctor Johnson por la comida, Boswell refiere una ocasión en que los alimentos que le fueron servidos estuvieron muy lejos de ser de su agrado, lo que lo condujo a quejarse en forma vehemente. “En la posada donde paramos se quedó muy descontento con un cordero asado que le dieron de comer. (…) Rió al camarero, diciéndole: ‘Esto está todo lo malo que puede estar: mal alimentado, mal muerto, mal conservado y mal guisado’.”

El sesgo contradictorio de ambos testimonios invita una vez más a cuestionar  estereotipos vigentes ya que cuando menos al doctor Samuel Johnson –de acuerdo con lo señalado por Boswell- el acto de comer no le generaba vergüenza alguna ni mayor reparo en el cuidado de las formas.

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