martes, 6 de octubre de 2015

El brazo del general Álvaro Obregón


Los diferentes combates que tuvieron lugar durante la Revolución Mexicana dejaron un elevado número de muertos así como de mutilados de guerra. Las extremidades perdidas por personajes históricos de relevancia, han sido centro de atención pero ninguna alcanzó la connotación que tuvo el brazo del general Álvaro Obregón.


Enrique Krauze, recurriendo al propio testimonio de Obregón, refiere las circunstancias en que se produjo aquel incidente y de la manera en que un hecho azaroso impidió que pusiera fin a su vida.


A principios de junio  [1915], Obregón acampa en la hacienda de Santa Ana del Conde, en Guanajuato. Sin medir los riesgos y acompañado por el general Francisco Serrano, el coronel Piña, los tenientes coroneles Jesús M. Garza y Aarón Sáenz y los capitanes Ríos y Valdés, se dirige a las trincheras del frente. Una lluvia de granadas cae sobre ellos y una sorpresa aún más dolorosa… y esperada:

“Faltaban unos veinticinco metros para llegar a las trincheras, cuando, en los momentos en que atravesábamos un pequeño patio situado entre ellas y el casco de la hacienda, sentimos entre nosotros la súbita explosión de una granada, que a todos nos derribó por tierra. Antes de darme exacta cuenta de lo ocurrido, me incorporé, y entonces pude ver que me faltaba el brazo derecho, y sentía dolores agudísimos en el costado, lo que me hacía suponerlo desgarrado también por la metralla. El desangramiento eran tan abundante que tuve desde luego la seguridad de que prolongar aquella situación en lo que a mí refería era completamente inútil, y con ello sólo conseguiría una agonía prolongada y angustiosa, dando a mis compañeros un espectáculo doloroso. Impulsado por tales consideraciones, tomé con la mano que me quedaba la pequeña pistola Savage que llevaba al cinto, y la disparé sobre mi sien izquierda pretendiendo consumar la obra que la metralla no había terminado; pero mi propósito se frustró, debido a que el arma no tenía tiro en la recámara, pues mi ayudante, el capitán Valdés, [la había vaciado] el día anterior, al limpiar aquella pistola. En aquel mismo momento, el teniente coronel Garza, que ya se había levantado y que conservaba la serenidad, se dio cuenta de la intención de mis esfuerzos, y corrió hacia mí, arrebatándome la pistola, en seguida de lo cual, con ayuda del coronel Piña y del capitán Valdés, me retiró de aquel sitio, que seguía siendo batido vigorosamente por la artillería villista, llevándome a recargarme contra una de las paredes del patio, donde a mis oficiales les pareció que quedaría menos expuesto al fuego de los cañones enemigos. En aquellos momentos llegó el teniente Cecilio López, proveedor del cuartel general, quien sacó de su mochila una venda, y con ella me ligaron el muñón”.

En suma, aquella mañana del 3 de junio de 1915 el general Obregón, saciado de valentía, presa del vértigo de la victoria y anegado, ahora sí, en su propia sangre, quiso poner fin a la fatuidad de vivir; no lo consiguió. El dedo índice disparó el gatillo, pero el azar le negó la bala.

Por su parte Pedro Salmerón Sanginés informa acerca de la atención médica que se le proporcionó al general Álvaro Obregón luego de que fuera gravemente herido.

Los oficiales angustiados, sacaron al general de la zona de peligro mientras uno de ellos, el coronel Aarón Sáenz, corría a toda velocidad en busca del doctor y coronel Jorge Blumm, jefe de los servicios médicos de la División Murguía, quien le aplicó al caudillo la primera curación. Después, ya en el Cuartel General, el médico personal de Obregón, doctor Enrique Osorno, lo sometió a una larga intervención quirúrgica. (...)
Amputado el brazo y contenida la hemorragia, el doctor Blumm, los enfermeros y los oficiales de Estado Mayor trasladaron al caudillo al Cuartel General, en Trinidad. (...)
En el “Carro 600” del ferrocarril, el doctor Osornio cauterizó la herida, cerró los vasos sanguíneos, combatió la infección y la fiebre y, horas después, informó a los cuatro jefes de división del ejército (Benjamín Hill, Francisco Murguía, Cesáreo Castro y Manuel M. Diéguez) que las siguientes 48 horas serían decisivas: si el caudillo las superaba, sobreviviría a la amputación, a la pérdida de sangre y a la fiebre que ya se había declarado. (...)
Esa es la historia de la mutilación del caudillo de Sonora, el mejor jefe militar de la historia de México y futuro presidente de la República, a quien debería llamársele “el manco de Santa Ana del Conde” y no, como suele hacerse, “el manco de Celaya”.

En relación a ese mismo acontecimiento, Justino N. Palomares añade otro hecho fortuito que allí se produjo. “Cuentan algunos que el general Obregón ordenó a un corneta que tocara retirada, y que el soldado equivocó el toque y ordenó avance. (...) El caso es que Villa supuso que al enemigo le habían llegado refuerzos y pertrechos de guerra y empezó a retirarse. Avanzaron los carrancistas ante el repliegue de los ‘dorados’ y los persiguieron casi hasta León, en un punto llamado ‘La Trinidad’, lugar en donde una granada destrozó el brazo derecho de Obregón.”

Una de las características que resaltaban en el general Obregón era su sentido del humor –del cual no escapaba la pérdida de su brazo- lo que ha dado lugar a un nutrido anecdotario. Según cuenta Jorge Mejía Prieto aún en plena recuperación el general tenía ánimo para la humorada.


Luego de la intervención quirúrgica de urgencia a la que fue sometido, convalecía en Lagos de Moreno, hasta donde llegó uno de sus oficiales, procedente de la ciudad de México, para informarse del estado de su jefe, quien a su vez le pidió noticias acerca de lo que se decía de él en la capital del país.
—En México, mi general, se cuentan chismes sobre su persona.
Receloso, don Álvaro preguntó:
—¿Qué clase de chismes?
—Bueno, se ha soltado el rumor de que ha quedado usted muy mal de la herida del brazo, y hasta dicen que le supura.
Obregón permaneció pensativo unos momentos, y luego replicó con ira:
—Supura... supura... ¡su pura madre, hijos de la chingada! ¡Todavía hay Álvaro Obregón para largo rato!
Y era verdad, pues viviría aún trece años de triunfos.


Enrique Krauze, por su parte, da cuenta de otra anécdota que caracteriza al personaje.


A Blasco Ibáñez, a quien [el general Álvaro Obregón] le concede una entrevista en 1919, le refirió esta anécdota:
“A usted le habrán dicho que soy algo ladrón. Sí, se lo habrán dicho indudablemente. Aquí todos somos un poco ladrones. Pero yo no tengo más que una mano, mientras que mis adversarios tienen dos... ¿Usted no sabe cómo encontraron la mano que me falta? Después de hacerme la primera cura, mis gentes se ocuparon en buscar el brazo por el suelo. Exploraron en todas direcciones, sin encontrar nada. ¿Dónde estaría mi mano con el brazo roto? ‘Yo la encontraré’, dijo uno de mis ayudantes, que me conoce bien; ‘ella vendrá sola. Tengo un medio seguro.’ Y sacándose del bolsillo un azteca... lo levantó sobre su cabeza. Inmediatamente salió del suelo una especie de pájaro de cinco alas. Era mi mano que, al sentir la vecindad de una moneda de oro, abandonaba su escondite para agarrarla con un impulso arrollador”.


En esto del ingenio también participaban –de acuerdo al relato de Octavio Aguilar de la Parra- algunos de sus colegas de armas.


Es muy conocido el agudo ingenio del general Álvaro Obregón, quien en múltiples ocasiones dio pruebas de eso al bromear con sus amigos y conocidos cuyos nervios hacía padecer.
Pero, también es cierto que entre esa vieja tropa de la Revolución hubo militares que andaban al tú por tú con el famoso manco de Celaya. Entre ellos, los generales Fausto Topete y Andalón. Al primero, por ser de vista corta, sus amigos le llamaban “el ciego” y al segundo, que había perdido un ojo, le apodaban “el tuerto”. Cierto día, estando de “vena”, ambos militares fueron a saludar a don Álvaro quien ya se había hecho cargo del poder Ejecutivo del país.
Pasaron la cédula de anuncio con el siguiente epigrama:

“El ciego Topete y el tuerto Andalón,
desean ver al manco Obregón.”

El caudillo sonorense rápidamente devolvió el papelito escribiendo al reverso lo siguiente:

“El ciego Topete y el tuerto Andalón,
se van al cabrón.
Sufragio Efectivo, No. Reelección.
El manco Obregón.”


Otra muestra de su humor, en este caso a dúo, la refiere Juan José Arreola. “Es sabido también que Obregón invitaba a [Ramón del] Valle-Inclán a las funciones principales del Teatro Nacional y ambos se prestaban mutuamente su única mano para aplaudir.”
                       
Pero tal para cual, el pueblo también le respondía haciendo bromas (o no tanto) sobre su condición de manco. Entre los muchos versos que circulaban a nivel popular, Octavio Aguilar de la Parra cita uno:
                   
Si con una sola mano
a tantos ha exterminado
con dos hubiera dejado
vacío el suelo mexicano.


El 17 de julio de 1928 el general Álvaro Obregón fue asesinado en el transcurso de un banquete que se celebraba en su honor en el restaurante La Bombilla, por el joven León Toral quien a su vez sería enjuiciado y fusilado. Un sector de la población censuró el asesino pero también hubo quienes en forma reservada lo consideraron como héroe. Jesús Gómez Fragoso narra un dato sorprendente.

(...) en julio de 1928, cuando José de León Toral tuvo éxito en liquidar a Obregón, fue visto como héroe por una gran parte de la población: las fotografías del Archivo Casasola muestran las multitudes que concurrieron a su sepelio. Se sabe que, después de fusilar a Toral, se ordenó que, antes de entregar el cadáver a la familia, se le desangrara para evitar que la gente mojara pañuelos con su sangre. En documento en mi poder, aunque de momento no lo tengo a la mano, consta que durante el velorio de Toral, en la madrugada que casi no había gente, un médico tapatío le extrajo el corazón y lo trajo a un altar de la Virgen de Guadalupe en un templo de Guadalajara. El documento tiene toda la apariencia de ser auténtico y las firmas originales de personas de reconocida veracidad. Hacia 1990 pregunté al párroco del templo en cuestión y no tenía la menor idea del hecho; pero creo que se trató de algo real.  


Mucho se especuló acerca de la autoría intelectual del crimen que fue atribuida a la Madre Conchita, quien en carta enviada desde la prisión de Islas Marías y publicada en El Nacional el 11 de enero de 1932 deslindaba su responsabilidad.


José de León Toral, en las pocas y cortas veces que me habló ya presos, me dijo siempre, que él era el único responsable del crimen de la Bombilla.
(...) un día, estando ya presa en la Inspección, aprovechando la primera ocasión, en uno de los primeros careos con José de León Toral, me dijo él, muy afligido, que le pidiera yo mucho a Dios a mí que me oía; que no fueran a coger al Padre Jiménez, porque él le había bendecido la pistola.
Después, en el mes de Agosto ya consignadas al Juez de San Ángel, me reunieron en un separo con la Sra. Ma. Luisa Peña Viuda de Altamirano, le conté los temores de Toral y ella me dijo que sí era cierto, que el Padre Jiménez bendijo la pistola diciéndome además que la pistola estuvo sobre el pequeño altar durante la Misa, en una casa particular, no me quiso decir cual casa. Me dijo también la Sra. Altamirano que la pistola se la habían regalado a Manuel Trejo, como premio, porque era un muchacho muy valiente, el préstamo de la pistola se efectuó en la casa de la Sra. Altamira en donde estaba escondido Manuel Trejo.
¿Ellos, los que oyeron la Misa, los que vieron todo aquello, sabían de qué se trataba?
Conste que ninguno de estos arreglos fue en mi casa. Los dos últimos días oyó Misa José de León Toral en mi casa, como una casualidad, como una ¿qué? ¿premeditación? En su librito de memorias pone mi nombre y las Misas que oyó en mi casa, todo lo demás no lo apuntó. (…)


En el mismo lugar en que tuvo lugar el asesinato del general Obregón se construyó un mausoleo a su memoria, obra que estuvo bajo la dirección de Ignacio Asúnsolo. Las inscripciones del monumento no son poca cosa. "Paladín de las instituciones (...) abatió el pretorianismo. Su genio militar lo elevó hasta las cimas que en la América nuestra sólo alcanzaron Morelos y Bolívar”. Su mano fue traída desde el lugar del combate a la ciudad de México en una dulcera de vidrio con formol. Entre la pérdida del miembro y su exhibición en el mausoleo, el itinerario fue un tanto accidentado. Tan es así que Carlos Martínez Assad relata que durante un tiempo el general Francisco R. Serrano la llevaba consigo incluso a los locales de moral dudosa a los que asistía con frecuencia.

Al paso del tiempo, en ese mausoleo -que llegó a tener un aspecto algo macabro- detrás de una ventanilla se exhibió un frasco en el que se veía aquella mano afectada por una palidez extrema. La placa alusiva rezaba: “perdido el brazo, acrecientas tu alma”. Herman Bellinghausen señala que la mano de Obregón “nos entrega el último chiste de nuestro Macbeth: flexionados sus dedos sobre la palma, afecta un ademán inequívoco que todos los mexicanos entendemos.” Asimismo, Guillermo Sheridan evoca recuerdos de su infancia y la impresión que le causaba tan peculiar monumento.

Amo los monumentos –estatuas, fuentes, palacios-, esos puntos y apartes en la caligrafía de las ciudades. De niño acicateaban mis fantasías; de grande, me vacían de sentimientos y me arrastran a la nostalgia.
El primero que señala una estela en el camino de mi memoria es el monumento a Obregón en San Ángel. Mi abuelo, que había sido enemigo acérrimo del soronense y que padeció destierro por su causa, solía llevarnos a tomar un helado a un sitio desde el cual se dominaba la torre gris. Adentro de esa torre gris estaba “La Mano”.
Nosotros sorbíamos la factura impecable de un banana split mientras el abuelo rumiaba su añejo rencor viendo con fijeza el monumento. A veces musitaba, con ácido siseo, viendo hacia la estructura:
-Sólo quedó tu mano, vendepatrias, mientras que yo todavía estoy aquí, comiéndome un sorbete.
Nosotros no sabíamos qué quería decir “vendepatrias” y le perdonábamos al viejo que le dijera así a los barquillos. Un par de veces nos llevó al interior del mausoleo. Pagaba la entrada y nos pastoreaba hasta la vitrina fatídica. Cuando llegábamos allí el rostro y la voz se le habían modificado a tal grado que costaba  trabajo reconocerlo.
-Ésa es la mano del bribón que trató de matar a su abuelo. No la olviden jamás, masticaba con aire clorhídrico.
Yo, en lo personal, no la he olvidado. A veces, después de un plato singularmente bueno de huanzontles, la rememoro hasta en los más ínfimos detalles. Parecía una orgía entre seis camarones pasados de peso en un jacuzzi pequeño. Por esos años estaba de moda una canción en la que se decía, hablando de una mujer muy bella: “Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar.” Y a mí me daba pena, pero cuando la escuchaba pensaba inmediatamente en “La Mano". Flotaba en una substancia lovecraftiana con un gesto que parecía echar de menos a la patria que condujo tanto tiempo o, quizá, al ombligo que habrá rascado con frecuencia en campaña.
De ahí me nació la idea de que adentro de todo monumento había una mano o algún otro segmento de la anatomía de un héroe. Creía, por ejemplo, que la recién inaugurada Torre Latinoamericana era un monumento y que, dadas sus dimensiones, adentro debía haber pedazos de, por lo menos, todo el Ejército Trigarante.
El de los Niños Héroes me inquietaba. Que pudiera haber niños que, además de niños, fueran héroes, se traducía como un llamado apremiante a mi propia, potencial, heroicidad. No fueron pocas las noches en las que me soñé, debidamente amputado, repartido en sendos monumentos por haber defendido al Cerro de la Silla hasta lo último de algún invasor, y por haberle dicho a la hora de rendirme (porque era un hecho que siempre se rendía uno):
-Estoy vencido, señor, pero aún no canto derrota.


Finalmente, señalan José Manuel Villalpando y Alejandro Rosas, “en 1989 los descendientes del sonorense decidieron que había llegado la hora de incinerarlo y el miembro finalmente fue consumido por el fuego”. Fabrizio Mejía Madrid presenta la crónica de ese acontecimiento.

“El domingo 16 de julio de 1989 será realizada la cremación del brazo que el general Obregón perdió en la batalla con la División del Norte, comandada por Francisco Villa en el encuentro de Celaya en 1910.”  Así, con la fecha equivocada de la batalla de Santa Ana del Conde, la oficina de prensa de la Secretaría de la Defensa Nacional daba a conocer el fin de la mano de Obregón. Pero salvo a un grupo de guerrilleros de biblioteca que querían imitar la desaparición de la espada de Bolívar en Colombia robando la mano del General, a nadie le importó que la hicieran cenizas. De haberlo intentado, los guerrilleros habrían tenido que llevar una segueta: desde la construcción del Monumento a Álvaro Obregón por Ignacio Asúnsolo en 1935, la llave de la jaula de formol que contenía la mano, estaba perdida, como extraviada está la respuesta del complot que asesinó a Obregón en 1928.
Pero, ¿a quién le importa? Aunque la construcción del Monumento haya significado también la ampliación de Insurgentes y el rebautizo de San Ángel como Villa Álvaro Obregón (...)
Supongo que el estado en que se encontraba la mano en 1989, después de setenta y cuatro años de amputada, movía más al asco, al extrañamiento, que a la veneración. No sé, nunca me interesó verla. Cincuenta años después de inaugurada, la enorme chimenea estalinista, que por orden de Aarón Sáenz albergara aquellos tejidos flotando en formol, era sitio de encuentro de sirvientas y choferes de taxis. Si simbolizaba la no-relección del presidente en México, el fin del caudillismo violento o el levantamiento del Partido Único sobre el cadáver del último de sus triunfantes hacendados, a las criadas perfumadas en domingo poco les importa. Sus hijos utilizan las rampas de la escalinata como resbaladilla y se remojan en el estanque como en piscina paraestatal, mientras ellas besan, en el pasto, a improbables albañiles engominados.

La síntesis final es de Alejandro Rosas: “Poco estético y bastante macabro, el antebrazo de Obregón presidió muchas ceremonias luctuosas de funcionarios y políticos que lo recordaban año tras año. En un acto de piedad y respeto, hace algunos años la familia decidió incinerarlo.”

1 comentario:

Luis Miguel Díaz Flores dijo...

Cuán diferente hubiera sido la historia de la revolución trunca (en mi opinión y como bien lo refleja su "monumento", un palacio legislativo trunco también) si Obregón se hubiese pegado un tiro en la sien.
En 1982 fui al monumento en el parque de la paz, creo que se llama, y al ver el antebrazo ya verde a pesar del formol o alcohol en el que se conservaba, vomité allí mismo.
Saludos cordiales, estoy leyendo uno de tus libros, "La escuela y sus desafíos".