jueves, 3 de marzo de 2016

En torno a la tortura

Una de las formas extremas de violencia y denigración es la tortura. La víctima queda marcada por ella y, claro está que de otra manera, el torturador también. Hace algunos años el monopolio de la misma lo tuvieron diversas instancias que actuaban como fuerzas de seguridad de estados totalitarios o fallidamente democráticos. Actualmente también la ejercen sicarios al servicio de los cárteles en el entorno del llamado crimen organizado.

Las historias de este artículo tienen que ver con la tortura ejercida desde el estado. Muy difícil, si no imposible, entender la lógica  con que se mueve el torturador. Marcos Ana, el preso que permaneció más tiempo privado de su libertad en tiempos del franquismo, presenta tu testimonio.

El sádico. En una ocasión, durante uno de mis interrogatorios, se presentó un tipo muy bien vestido y acicalado, de unos cuarenta años, y los policías dejaron su tarea para saludarle alegremente como a un viejo conocido. Conversaron unos minutos y después el recién llegado se volvió hacia mí, me miró con odio y dijo:
-¿Éste es el hijo de puta de turno?
Y sin una palabra más se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y la emprendió a golpes conmigo. Me asestó una patada en mis partes y caí al suelo retorciéndome de dolor y siguió pateándome los costados, el rostro, pisándome las manos, con una violencia vesánica. Media hora después, saciada su rabia, se sentó en el borde de una mesa con la respiración entrecortada, se secó el sudor, se puso la chaqueta, bebió un vaso de agua y salió de la habitación, hablando con dos de los policías, tranquilamente, como si lo ocurrido fuera lo más natural del mundo.
Se quedó conmigo el policía que hacia de bueno y trató de excusar lo sucedido.
-¡Pero si yo a este hombre no le conozco de nada!
-Ni él a ti tampoco. Es una buena persona, pero estuvo preso en la Cárcel Modelo, se salvó por milagro de Paracuellos y viene aquí de vez en cuando a desahogarse con algún detenido. Y hoy te ha tocado a ti.

A partir de este hecho, Marcos Ana profundiza en el comportamiento humano y en el sadismo del torturador.

Recordar hoy este insólito episodio me lleva a una reflexión sobre la conducta del ser humano. Que este hombre fuera a la comisaría dos o tres veces por semana, fríamente a ensañarse con un detenido, que ni siquiera conocía, como el que va al gimnasio o a jugar al golf, es de un sadismo enfermizo y degradante.

El otro caso tuvo lugar en Chile durante la dictadura de Pinochet y salió a la luz en oportunidad de elaborarse -durante la presidencia de Ricardo Lagos- un informe de lo sucedido en aquellos años aciagos y de ello da cuenta una nota de prensa.

Leyendo el informe de la tortura, Ricardo Lagos recordó un caso que sucedió en Chile hace un puñado de años. Gustavo Molina, un médico chileno de prestigio, fue detenido por los golpistas después del 11 de septiembre de 1973. Durante varios días fue torturado religiosamente de acuerdo con el horario administrativo, de nueve a una, descanso para almorzar, de 14.00 a 17.30, y así hasta el día siguiente. En uno de los descansos, el torturador le preguntó a Molina: “Doctor, aprovechando que usted es médico, quizá pueda explicarme qué me pasa. Tengo unos dolores muy molestos aquí, en el costado. ¿Qué puede ser?”. El doctor le contó a Lagos aquel episodio. “No lo podía creer”, recuerda el presidente. “Gustavo”, le dije. “Eso tienes que contarlo, porque habla de la disociación del ser humano, de la personalidad del torturador”.

Parece esperable que quien fue sometido a tortura, con el vejamen y denigración que ello supone, al salir de prisión lo haga cargado de odio y sentimiento de venganza pero muchas veces no es así. Volvamos al testimonio de Marcos Ana.

Yo creo que desde tu propio dolor es más fácil comprender el dolor de los otros. Todo en la vida es una enseñanza. Yo conocí como tantos compañeros, la pérdida de la libertad, sufrí la tortura, viví al borde de la muerte, cometieron conmigo las más humillantes vejaciones. Podía haberme convertido en una bestia llena de odio. Pero, al contrario, mi experiencia personal me llevó a la conclusión de que nunca sería capaz de ejercer la violencia contra nadie. Precisamente porque la he sufrido.
Pese a mi largo cautiverio, no salí marcado por el resentimiento y en todas mis actuaciones públicas y políticas, en mis poemas, en mi vida, el amor a la libertad aparece siempre ligado al amor a España y la reconciliación de sus hijos, a la necesidad de acabar con las consecuencias extenuadoras de la guerra civil:
Hay que frenar la noria trágica de España, aunque tengamos que poner de calzo el corazón para lograrlo.
La venganza no es un ideal político ni un fin revolucionario. Yo quiero el triunfo de la democracia para acabar con el odio y el fratricidio, para que todos los españoles podamos vivir pacíficamente, coincidir o discrepar en la defensa de nuestras ideas sin tener que degollarnos los unos a los otros. Ya se ha derramado bastante sangre en España.
La democracia debe traernos la libertad y la seguridad a todos los españoles.
La única venganza a la que yo aspiro es a ver triunfantes un día los nobles ideales por los que he luchado y por los que miles de demócratas y antifranquistas perdieron su vida o su libertad.

En esta misma línea transcurre lo que comenta José Pepe Mujica quien pasó muchos años en prisión en condiciones inhumanas y posteriormente llegó a ser presidente de Uruguay.

A veces me doy cuenta que no me entienden, porque como estuve preso y tirado en los aljibes, parece que tendría que ser un tipo lleno de cuentas para cobrar, y como no las tengo, algunos se calientan. Yo no tengo cuentas para cobrarles a los viejos y menos lo voy a hacer con las generaciones que vinieron después porque no tienen nada que ver con los disparates que se hicieron en el pasado. Comprendo que haya otras maneras de ver las cosas, pero esta es la mía.

Y podrían seguir muchos testimonios en este sentido, entre los que el de Nelson Mandela debería ocupar un lugar relevante.

Nada fácil debe ser el encuentro años después, una vez concluido el período dictatorial, entre el torturado y el torturador. Según cuenta Carlos Franz la actual presidente de Chile llegó a vivir en el mismo edificio que su torturador.

Michelle Bachelet se encontraba con frecuencia, en el ascensor del edificio de Santiago donde vivía, con el que fue su torturador. El hombre se miraba la punta de los zapatos mientras duraba el ascenso o descenso en la caja del ascensor, y ella buscaba su mirada para demostrarse a sí misma que no le tenía miedo. El asunto parece el argumento de una obra de teatro, como La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman. Pero no, no es ningún invento; es parte de la realidad esquizofrénica y a la vez integrada que el Chile de hoy heredó.

¡Qué difícil después de atravesar tiempos de violencia y horror como los aquí consignados, volver a construir una sociedad en que la convivencia sea posible!

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