martes, 1 de marzo de 2016

Territorio de bibliófilos


En México existe un grupo bastante numeroso de bibliófilos de pura sangre, como les llamaba don Andrés Henestrosa quien fuera uno de sus exponentes más connotados. En ocasiones esta afición se trasmite de padres a hijos y en otros casos se adquiere sin que existan antecedentes familiares.

Así como el cantinero suele ser buen bebedor, el dueño de restaurante un sibarita de nota, el librero de viejo por lo general es un gran conocedor del oficio que desempeña y en ocasiones no quiere desprenderse de un libro que no sabía que tenía en oferta. Ha sucedido que cuando un cliente encuentra esa obra, el librero se resiste argumentando que ya estaba apartada o poniéndole un precio disparatado; así la librería de viejo se vuelve escenario del enfrentamiento entre dos pesos pesados que anhelan quedarse con esa joya bibliográfica. Hay que tener en cuenta que el negocio del librero de viejo –como afirma Jorge Vega Veguita, citado por Toño Angulo Danieri- se ubica entre la ignorancia de algunos y el afán de saber de otros.

Los buscadores de libros experimentan alegrías difícilmente entendibles para los profanos, como acontece al encontrar un libro tras el que se deambuló por innumerables librerías de viejo durante mucho tiempo. La emoción al hallarlo y adquirirlo es desbordante en el bibliófilo extrovertido que no para de comentar con quien se le cruce, tan feliz acontecimiento. Mientras que aquél que es más inhibido, por el contrario, llevará el libro a su casa con el mayor sigilo y allí, en la intimidad, acariciará su anhelada conquista. Hay quien dice que en los instantes previos el bibliófilo intuye que el texto buscado está próximo a aparecer.

Así como en ciertas calles del centro histórico de la ciudad de México se concentra la oferta de productos de electrónica, en Donceles están las librerías a las que llegan en peregrinación buscadores de ediciones únicas, coleccionistas que procuran hacerse de cierta obra inencontrable, del título que falta para tener la obra completa del autor admirado, o bien de un libro que por razones diversas adquiere un valor muy especial. Asimismo los buscadores de libros usados orientan sus pasos hacia la Lagunilla a sabiendas que no siempre los encontrarán a precios de ganga. En relación a ello comenta Angélica Jiménez Robles que Efraín Huerta decía que durante mucho tiempo era posible conseguir verdaderas joyas bibliográficas a precios muy accesibles. Pero aquello llegó a su final tal como afirma el mismo Huerta “pero a las calles de Paraguay llegaron los bibliógrafos y comenzaron a enseñar a los libreros qué cosas valían la pena, y ya por 1945 fue imposible conseguir nada que valiera, como no fuera a precio de oro”.

Por otra parte, Germán Dehesa describe el emocionado reencuentro que tuvo con un libro que pensó perdido para siempre.

Como decía un amigo mío: los libros de texto, los detexto. Creo que con esto (con exto)  queda suficientemente explicado por qué, en mi vasta biblioteca, casi no hay libros de texto. Además, por aquellos años, mi familia iba en rápido tránsito de la clase media rumbo al sector popular. No había dinero y había que allegárselo por cualquier medio decente (o medio decente). Uno de estos medios era la reventa de mis libros de texto. Los vendía o los cambalacheaba sin que me temblara el alma. Hubo un caso excepcional: mi libro de gramática de quinto de primaria. Con ese libro sí me encariñé por dos razones: el maestro Camacho era excelente y nos enseñó a entender y a disfrutar los mecanismos de nuestro idioma; se trataba, además, de un libro bien escrito y bien hecho. Igual tuve que venderlo ya no me acuerdo ni por cuánto, ni a quién. Treinta y seis años después y justamente cuando cumplo un año de mi muy espectacular y publicitada operación de corazón, recibo el telefonema de un querido amigo hijo de mi siempre recordada doctora Berruecos (la que me enseñó a hablar). Mi amigo me cuenta que el domingo pasado estuvo en la Lagunilla buscando chácharas. En un puesto de libros viejos se topó precisamente con mi libro de gramática de quinto año. Todavía tiene la etiqueta con mi nombre de puño y letra de mi madre. Ahí está. Ya regresó. Yo no sé por cuántas manos habrá pasado antes de llegar a las mías. Yo agradezco a la vida (y a mi amigo) está dádiva. Ya tengo libro de gramática. Lo voy a leer con ahínco. Ustedes van a notar la rápida mejoría de mi redacción. Me da un poco de pena decirlo, pero estoy feliz.
  
Claro está que en una buena biblioteca personal siempre habrá más libros que tiempo de leerlos por lo que llegado el momento de elegir, la opción será difícil; Rafael Solana da su testimonio al respecto

(…) y las noches que nos parecerán todavía más largas; repaso con amorosa mirada mi biblioteca de quince mil ejemplares la mayor parte ya leídos: ¿optaré por descorchar algunos que todavía no despertaron mi curiosidad? ¿Me queda por allí alguna obra que siempre he querido leer, y nunca he tenido tiempo? Prefiero iniciar ya, tenía que ser algún día ese repaso; esa segunda vuelta es como la despedida de mis autores favoritos, cincuenta años estuve escogiendo quienes son: ¿cuántos me quedan para darle esta segunda y final saboreada? Sin duda menos de los que serían necesarios para despedirme de todos esos maestros y amigos.

Se presentan ocasiones en que a la muerte del bibliófilo sus herederos no valoran la biblioteca que reunió con tanto esfuerzo a lo largo de su vida. Esta es una pesadilla recurrente en quienes cultivan el oficio y Andrés Henestrosa comenta una experiencia relacionada con ello.

Hace un mes escasamente murió un viejo coleccionador de libros, un bibliófilo de pura sangre. Medio siglo, y más, lo encontré en librerías y en las excursiones bibliográficas de los domingos en La Lagunilla. Rica, selecta la biblioteca que formó. Amaba los libros en su doble condición, la física y la espiritual, si puede decirse así. Los amaba y conocía en todas sus dimensiones. Las bellas encuadernaciones; las obras dedicadas; las que pertenecieron a escritores y personajes famosos; esa su debilidad y preferencias. Cuando una obra que ahora vale cien y entonces uno; cuando con diez de entonces se adquiría lo que ahora no se puede con mil, mi amigo inició la formación de una biblioteca que llegó a ser una de las más ricas de particulares.
Pues bien: el domingo pasado ya andaban en La Lagunilla algunos de los títulos que la integraban. Pobre de ti, amigo, a quien no nombro. ¿Cuántos como tú, como la biblioteca que formaste, no van a correr la misma suerte? De sólo pensarlo tiemblo.

Y es que para Andrés Henestrosa: “Los libros constituyen la compañía más grata, los amigos más constantes y generosos. A cambio de eso reclaman un trato frecuente, delicado, comedido.” Cabe aclarar que en su caso la historia tuvo buen final dado que al poco tiempo de su fallecimiento se inauguró la biblioteca Andrés Henestrosa, con todo el acervo que había logrado reunir, en una hermosa casa de la calle Porfirio Díaz en la ciudad de Oaxaca.

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