Es un sentimiento inevitable en la convivencia
con otros (y también con uno mismo), por lo que debería estar incluido en toda
Declaración de Derechos Humanos. No se trata solamente de reconocer su
existencia, de darle su lugar, sino de la posibilidad de expresarlo por sus
cauces naturales, evitando siempre la violencia física. Hay culturas que esto
lo tienen muy claro, lo que se pone de manifiesto en la narración de Isidro Más
de Ayala.
En
la vieja India, tan rica de sabiduría en todas sus manifestaciones, existe una
secta de los Vedas que practica una extraña e higiénica costumbre. El día final
del año, todos los miembros de una misma familia se reúnen en una habitación,
se tapan bien los oídos y así se dicen, unos a otros, todos los insultos e
improperios que creen deben decirse y que han ido acumulando durante un año de
vida en común. Terminada la ceremonia, inician el nuevo año con el ánimo
tranquilo, aliviados de aquellas tensiones trabajosamente retenidas, con un
cariño familiar renovado, fresco, como sin estrenar.
La celebración del carnaval es también una forma
de catarsis colectiva que permite dejar de ser uno mismo por un rato, darse
vacaciones de sí mismo.
Carlos González Vallés describe un caso
en que se llega al extremo de respetar (así sea por propia conveniencia) el
derecho que tiene el animal de enojarse con la persona con la que convive: es
lo que sucede en la India entre el camellero y el camello.
El camellero, a veces, tiene que frenarlo [al camello] o al
contrario hacerle andar un poco más de prisa para llegar al sitio antes de que
oscurezca; frenarlo ante un paso nivel o no dejarle comer la paja del carro
delantero; esto lo hacen con mucha tranquilidad. Naturalmente el resentimiento
(…) se va acumulando, en la joroba del camello y va subiendo; no es nada pero
va subiendo; el camello quiere a su camellero (…) pero también tiene este
resentimiento: el te amo, te odio es universal. Está en toda la creación y es
peligroso. Si realmente el camello llega a enojarse, pobre camellero, pero éste
lo conoce muy bien y antes de que llegue al tope limpia los sentimientos
negativos del camello. Aparca su carro, desata al camello, lo deja libre donde
puede moverse y entonces toma su turbante, que es su símbolo; está incluso
impregnado de sus olores, de su personalidad y generosamente lo arroja a los
pies del camello; y éste se lanza a cuatro patas a pisotearlo, lo agarra, lo
hace trizas; lo destroza todo con locura. El camellero lo observa con toda
tranquilidad desde lejos. El camello desahoga todos sus malos sentimientos,
disfruta. Por fin se cansa, deja el turbante hecho trizas, el camellero sabe
que ha pasado la crisis, se compra otro turbante, naturalmente, porque ya no le
sirve y vuelve tranquilamente a los caminos del Guyerat con el camello uncido a
su carro. Aquí no pasó nada.
Sin embargo, con mucha frecuencia la represión
del enojo es entendida como indicador de buena educación, de alta cultura, lo
que puede ser perjudicial porque sabido es que la furia que no se expresa por
sus cauces naturales, más temprano que tarde terminará manifestándose por otros
que son poco recomendables y que incluso podrían llegar a comprometer el propio
estado de salud.
El enojo muchas suele salir en forma de
vituperios, insultos, palabra soeces. Y hay gente sumamente correcta que jamás
expresó mala palabra alguna. Esto no quiere decir que no las supieran, tal como
aconteció con Bertha Jensen según el relato de Eduardo Galeano.
La abuela Bertha Jensen murió
maldiciendo.
Ella había vivido toda su vida en
puntas de pie, como pidiendo perdón por molestar, consagrada al servicio de su
marido y de su prole de cinco hijos, esposa ejemplar, madre abnegada,
silencioso ejemplo de virtud: jamás una queja había salido de sus labios, ni
mucho menos una palabrota.
Cuando la enfermedad la derribó,
llamó al marido, lo sentó ante la cama y empezó. Nadie sospechaba que ella conocía
aquel vocabulario de marinero borracho. La agonía fue larga. Durante más de un
mes, la abuela vomitó desde la cama un incesante chorro de insultos y
blasfemias de los bajos fondos. Hasta la voz le había cambiado.
Ella, que nunca había fumado ni
bebido nada que no fuera agua o leche, puteaba con voz ronquita. Y así,
puteando, murió: y hubo un alivio general en la familia y en el vecindario.
Murió donde había nacido, en el
pueblo de Dragor, frente al mar, en Dinamarca. Se llamaba Inge. Tenía una linda
cara de gitana. Le gustaba vestir de rojo y navegar al sol.
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