Hacer el testamento, momento especial de la vida, en
que en un acto de libre albedrío se dejan disposiciones precisas para la
distribución de los bienes (que a los males nadie aspira) que se posean al
momento de la muerte. Y como más tarde o más temprano de que llega, llega, es
necesario tomar las providencias del caso a sabiendas de los altos costos que
siempre se pagarán (aunque no de cuerpo presente) y que de esta manera describe
Santiago Rusiñol: “Quien muere sin haber hecho testamento es un irresponsable
para quienes no heredan nada; y quien sí lo ha hecho es una mala persona para
quienes creían que iban a heredar algo.” Por su parte, Enrique Jardiel Poncela llega
al extremo de sugerir la inconveniencia de dar a conocer el contenido del
testamento antes de tiempo porque “nadie está en mayor peligro
de muerte como aquel que ha hecho testamento a favor de los que lo rodean”.
Una vez fallecida la persona, la lectura pública del
testamento adquiere una alta dosis de suspenso, tal como lo caracteriza Rusiñol:
“No
hay ningún drama tan emocionante como la lectura de un testamento. Y eso que ya
no está el protagonista.” De tal forma que un tema clásico en la convivencia es el relativo a las colosales
disputas por cuestiones de herencia: que si la persona no estaba en sus cabales
cuando hizo el testamento, que si uno de los familiares o allegados torció a su
favor la voluntad del hoy occiso, que si el principal beneficiario adulteró el
documento con la anuencia del notario, etc.
Otro problema se origina en las grandes herencias dado
que hay ocasiones en que, en pocos años, los herederos dilapidan la fortuna que
con mucho trabajo reunió su ancestro y sin ningún esfuerzo recibieron ellos. A
esto se le ha identificado como el síndrome
de los herederos tontos (este
concepto se ha extendido, y no tan metafóricamente, a aquellos gobernantes que
en pocos años desgraciaron el capital social y económico de sus países).
No son pocos (mi padre estaba entre ellos) los que
opinan que sólo se debería poder testar un porcentaje de lo que se posee al
momento de la muerte (por ejemplo un máximo del 40 por ciento, dependiendo del
monto de la fortuna) y el resto pasaría a las arcas del estado para ser utilizado
en diversas obras de prioridad social (por supuesto que esto último exigiría
una gran transparencia en el manejo de los dineros públicos). Por cierto que algunos
grandes millonarios de la actualidad se han aproximado a esta postura, lo que
los ha llevado a heredar a sus hijos una pequeña parte de sus fortunas (que
quede claro que esa pequeña parte no
da para condolerse del infortunio de sus vástagos) mientras que el resto irá a
dar a diversas fundaciones comprometidas con la acción social. Warren Buffett
es uno de ellos y fue muy claro a la hora de dar a conocer sus motivaciones: “Darle
[a los hijos] lo suficiente para que sientan que pueden hacer cualquier cosa,
pero no tanto como para que sientan que no tienen que hacer nada.”
Ahora bien, la mayoría de las personas no tienen mucho
que legar, como es el caso de Ramón Gómez de la Serna “testamento: dejo el
último cansancio de mis pies al transeúnte desconocido”.
Sin embargo en tema tan serio como el que nos ocupa no
escasea el humor; muestra de ello es lo narrado por Jorge Mejía Prieto.
No fue
muy feliz en su matrimonio el escritor y poeta alemán Heinrich Heine. Por eso,
cuando murió en 1856, su testamento reveló que nombraba a su mujer heredera
universal de sus bienes, a condición de que ésta volviera a contraer nupcias,
aduciendo esta razón:
"Pues
de esa manera tendré la certeza de que por lo menos un hombre en el mundo
lamentará de todo corazón mi muerte".
En otro orden de cosas, esto último recuerda un exvoto
citado por Eduardo Galeano (y al que nos hemos referido en otra habladuría http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2010/12/en-torno-los-exvotos.html
): “Infinitas gracias doy a la Virgencita de los Dolores porque antenoche mi
mujer se juyó con mi compadre Anselmo y con eso él va a pagar todas las que me
ha hecho.”
1 comentario:
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