En un
momento de su trayectoria Giovanni Papini consideró que el reconocimiento
obtenido por su labor intelectual era poco, que siempre le quedaban a deber. Así
lo que para otros podría haber significado el techo, para él tan sólo era el
piso. “Cuando hube conquistado con la actividad caprichosa y temeraria de tres
o cuatro años lo que para otro cualquiera -para muchos- hubiera parecido una
meta y una victoria -tener un nombre, ser leído, discutido, imitado, temido-,
sentí más profundamente aún que antes un vergonzoso vacío en mi interior.”
Y no
ocultaba su insatisfacción.
¿Cómo?
¿Todo está aquí? ¿Esto solamente es el fin definitivo de mis días y de mis noches
de fatiga, la conclusión de mis esfuerzos tentaculados hacia una luz menos terrenal, el resultado único y definitivo
de toda mi juventud, de todos los ardores y furores de una juventud concentrada
durante largos años, y llameante de pronto como un fuego alegre en la montaña?
¿Solamente esto? ¿Nada más que esto? Ver impreso el propio nombre, repetidas
las propias palabras, reproducido el rostro propio, pregonadas las ideas más
queridas, arrojadas para pasto de cualquiera
las confesiones más recónditas y los más inoportunos entusiasmos. ¿Y luego? Tener alrededor algunas
monas que imitan tus gestos y cualquier papagayo que recita tus frases;
descubrir libros con tu nombre en la cubierta, artículos en cuyo final aparece
estampada tu firma; oír que la gente habla de ti sin conocerte, que te
desprecia o te envidia y ni siquiera sabe aplastarte. Llegar a ser un autor, un autor conocido,
apreciado quizá, buscado por los directores de los diarios, deseado por los
editores, perseguido por los críticos y por los censores de oficio, traducido a
otros idiomas, candidato a la honesta celebridad de los cuarenta años.
Todo
eso estaba muy lejos de colmar su deseo de trascendencia, le desagradaba
convertirse en un simple fabricante y
vendedor más o menos afortunado de palabras y de pensamientos; ni aunque
ello lo condujera al Nobel.
¿Y luego?
Comenzaba a lograr todo esto y sentía
que no me bastaba, que no me habría bastado jamás. ¿Qué me importaba ser o
llegar a ser un filósofo “brillante”, un
escritor “muy conocido en el mundo
literario”, un fabricante y vendedor más o menos afortunado de palabras
y de pensamientos? ¿Dónde iba a
acabar? Poco se requería para saberlo. Aun mirando
adelante con toda la locura permitida a los mediocres, sólo veía esto: mis
obras impresas en Tréveris, profesor de la universidad, académico, y
finalmente, siendo ya un viejo decrépito y alelado, conseguir el premio Nobel…
Reconocía
que lo suyo no era ambición ni vanidad, sino lo que identificaba como soberbia del mejor estilo. “¡Y nada más! Yo sentía haber nacido para otras cosas,
anhelar otros fines. No era ambición, no era vanidad, sino soberbia, soberbia
del mejor estilo, soberbia diabólica, soberbia divina.”
No fue
el único pero sí un destacado exponente de quienes creyeron en el poder de
redención del trabajo intelectual.
Quería
ser verdaderamente grande, épico, inconmensurable; quería lograr algo
gigantesco, inaudito, que cambiase la faz de la tierra y el corazón de los hombres. (…)
Necesidad antigua y continua de ser jefe, guía, centro;
pero especialmente inquietante en aquel tiempo de subidas y de deseos animosos.
Lo confieso: no me importaba gran cosa el porqué, sino que los ojos de todo el
mundo estuvieran clavados en mí -¡al
menos un momento!- y que los
labios de todos repitieran mi nombre.
Fundador
de una escuela, iniciador de una secta, profeta de una religión, descubridor de
teorías y de admirables ingenios, capitán de un nuevo partido, redentor de almas, autor de un libro de cien
ediciones, maestro de un cenáculo: cualquier cosa, pero siempre el primero, el
más célebre, el más grande en algo.
Ser uno
de aquellos que dan el nombre a una idea, a una multitud de hombres; que revelan una verdad nueva, imprevista,
valiente; de aquellos que todo el mundo debe conocer y juzgar; a quien se debe
un capítulo, un párrafo en las historias, y que poseen su propio dominio, su
campo aparte, su bandera reconocida.
No me
importaba el porqué, no me importaba el cómo; pero no quería permanecer aparte,
en segunda o tercera fila, entre las personas sencillamente interesantes,
sencillamente curiosas y cultas e inteligentes. Incluso una necedad, incluso
una locura; ser el inventor de esta necedad, el héroe de esta locura.
Todo
esto escribió Giovanni Papini en un artículo al que –como no podía ser de otra
manera- tituló: “La misión”.
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