El
tema de la basura se ha convertido en uno de los grandes retos que enfrentan
las urbes; recolección, clasificación y depósito de desechos no es tarea
sencilla. Ni se diga en el caso de los residuos nucleares, Antonio Martínez Ron
se refiere a este tema (Next, 13 de
enero 2016).
Durante
los últimos 15 años el Departamento de Energía de Estados Unidos ha estado
almacenando los restos nucleares procedentes de su programa de defensa en un
depósito enterrado a 600 metros bajo el desierto de Nuevo México. La Planta
Piloto para el Aislamiento de Residuos (WIPP) está diseñada para albergar los
residuos con elementos más pesados que el uranio, los denominados
transuránicos, como el plutonio-239, con un periodo de decaimiento de unos
24.000 años, o el plutonio-240, con una vida media de 6.500 años. El lugar -un
lecho de sal que ha permanecido estable durante los últimos 200 millones de
años- se consideró ideal para almacenar el material procedente de las miles de
cabezas nucleares y mantenerlo aislado de la superficie durante los próximos 10.000
años. Para garantizarlo, el gobierno encargó un plan de comunicación y
seguridad para que la humanidad se mantuviera alejada del lugar en un futuro
lejano.
La
intención del Departamento de Energía es sellar el depósito en el año 2033,
fecha en que alcanzaría su máxima capacidad. Al día de hoy, tras 15 años de
actividad, la planta ha completado la mitad se su espacio tras almacenar unos
91.000 metros cúbicos de residuos nucleares, el equivalente a enterrar un campo
de fútbol a unos 13 metros de profundidad. El material se almacena en bidones
de acero apilados en las galerías naturales, pero un par de sucesos recientes
han demostrado que la seguridad y aislamientos no están del todo garantizados.
En un artículo publicado en la revista Nature,
varios expertos nucleares encabezados por Rodney Ewing utilizan éste y otros
argumentos para cuestionar abiertamente la seguridad del depósito y alertar de
los peligros de aumentar la cantidad de plutonio almacenada.
Como
era de suponer fueron muchas las voces que se levantaron contra esta planta; una
de ellas es la de Bengt Oldenburg.
Teóricamente,
los residuos permanecerán así, enterrados, durante los doscientos cincuenta mil
años que tardarán en perder su radiación nociva. (…)
Aparte de
una desoladora idea general acerca de cómo guardar residuos nucleares -muy parecida a la desaprensiva
práctica de empujar lo barrido debajo de la alfombra- se encuentra aquí un
colosal optimismo en cuanto a prever lo que pueda pasar con las ruinas que dejemos. Las
especulaciones respecto a la escala del tiempo -el año 2033, 2133, 12033- hacen
pensar que las obras de Julio Verne o de
H.G. Wells fueron intentos mucho más serios de proyectar el futuro. Y la
solución, si cabe la expresión, comunicativa de los expertos estadounidenses
haría desternillarse de risa a cualquier artista conceptual de la década de
1970.
La
dirección del proyecto reunió a un grupo de especialistas en historia, antropología y semiótica que, después de más
de diez años de arduo trabajo, han propuesto un modelo para esa nueva tumba
faraónica de residuos activamente mortales.
Se trata de un depósito a seiscientos metros de profundidad y, en la
superficie, un engendro informativo extravagante: un rectángulo de
aproximadamente cincuenta por ochenta
metros, rodeado de una barrera de roca y tierra de diez metros de altura
y treinta de ancho. Dentro del perímetro,
simétricamente colocados, se erigirán 16 monolitos, de ocho metros de
altura.
Antonio
Martínez Ron coincide en las complejidades implícitas a estos programas de
larga duración y por otro lado añade que la zona podría volverse muy atractiva
en la búsqueda de nuevas fuentes de petróleo y gas.
Los
científicos creen que las posibilidades de que los futuros humanos hagan pozos
en busca de petróleo y gas en este tipo de terreno van en aumento, pues las
cifras indican que las compañías dirigen sus intereses cada vez más hacia zonas
como ésta. "No podemos tener la certeza de que los futuros habitantes de
la zona sepan ni siquiera que la WIPP está aquí", aseguran. "Para
poner las escalas de tiempo en perspectiva, la agricultura se desarrolló hace
alrededor de 10.000 años". Además, argumentan, al aumentar las cantidades
de material radiactivo y su duración habrá que aumentar el periodo de
seguridad, lo que aumenta las posibilidades de intrusión humana. Todo esto les
lleva a concluir que el Departamento de Energía "debe examinar con mayor
cuidado su protocolo de seguridad para una intervención que se prolongará
durante 10.000 años y más allá". Y para ello debería mirara lo que ha sucedido en los últimos 15 años de
almacenamiento y aprender de los errores.
Entre
tantas otras preocupaciones que se presentan, no son menores las que tienen que
ver con los señalamientos adecuados para advertir la peligrosidad del lugar
para que la gente se mantenga alejada de la zona. Oldenburg profundiza en la
cuestión.
Pero
según las reglas establecidas por el mismo Estado, el depósito tiene que estar
señalado durante un mínimo de diez mil años. Suponiendo que entonces todavía
exista una civilización humana, es posible que, aunque fuese tecnológicamente
más avanzada, no dispondría de nociones precisas acerca de nuestra cultura, incluyendo
los lenguajes y las ciencias. De modo que los especialistas en comunicación del
proyecto han pergeñado un modo de marcar el sitio con un mensaje que, dentro de cien siglos, pueda ser
correctamente interpretado. (…)
Lo más relevante
son las inscripciones sobre estos obeliscos truncados, algo que hubiese
encantado tanto a Kafka como a los miembros de Monthy Python. No sólo incluye
una advertencia en cuanto a la peligrosidad del lugar escrita en siete idiomas,
además de los símbolos actuales para señalar peligro biológico y
radioactividad. Se grabarán dos rostros de frente, en dibujo lineal, el primero
de los cuales demostrará “revulsión y disgusto”, según sus autores, y el segundo, “miedo”, basado en El grito, una obra clásica del artista
noruego Edvard Munch. Debajo de una versión xilográfica, el autor había
anotado, en alemán: “oí el grito de la Naturaleza”.
Sin
querer despreciar los esfuerzos, seguramente inmensos, de los grupos de
especialistas, ni los sueldos que, durante decenios, han desembolsado los responsables del proyecto, se puede proceder
a algunas constataciones. En primer lugar, acerca de la perduración de los símbolos
y, al mismo tiempo, de las posibles alteraciones de su significado. La esvástica
surgió como un símbolo religioso hindú hace ocho mil años, para adquirir, no
hace tanto, un significado político. Luego, elegir a un expresionista noruego,
por genial que fuere, para mandar un mensaje de miedo mediante el arte visual a
un eventual público a diez mil años de distancia, denota un etnocentrismo
histórico y cultural de mucho cuidado.
Por si
lo anterior fuera poco, la historia enseña -según Bengt Oldenburg- que la
advertencia sobre la peligrosidad de ciertos recintos nunca ha desanimado a los
investigadores.
Pensando
en cierta realidad, pese a ese ejemplo, puede servir nuestra historia antigua y
el destino de sus restos materiales.
Egipto, en particular, es instructivo en
este sentido. Los arqueólogos siempre han sentido pasión por hurgar en
cualquier vestigio antiguo a su alcance, aunque se tratara de lugares
antaño sagrados, protegidos por fórmulas
mágicas y maldiciones. Así pasó con la tumba
de Tutankamon cuando el equipo de lord Carnarvon y Howard Carter
perturbó ese recinto en el año 1922.
Naturalmente
hubo muertes, tildadas de extrañas, entre los participantes. Si se debió a la
maldición de la momia o a otras causas, queda por dilucidar.
Es así
como Oldenburg no ve razones que permitan suponer que en el futuro las cosas
sean distintas, ya que “los seres humanos seguiremos impulsados por una
curiosidad insaciable y ningún monumento actual o futuro parece capaz de
impedir que sea investigado, protegido o no por mensajes tal vez crípticos.” Y
claro está, su conclusión está muy lejos de ser alentadora.
Quienes
hurguen, en el futuro, en los restos de esa mina de sal encontrarán una Gomorra
que los dejará, literalmente, fritos. Nuestra cultura autodestructiva se
dispone a enviar sus mortíferos tentáculos a miles de años de distancia. El
Apocalipsis por delegación, como herencia, por vocación.
Nada que agregar.
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