En otra ocasión ya nos
hemos referido a las peculiaridades del proceso de creación (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2011/03/de-quienes-viven-en-otro-mundo.html),
a la distancia que separa al escritor de su obra. En relación a ello, Hilaire
Belloc –citado por Simon Leys- alude a esta asimetría entre la inspiración y el
sujeto en quien habita.
Aún no he conocido a un hombre que se correspondiese con su obra. O era
claramente mucho más grande y mejor que ella, o claramente mucho menos grande y
peor […] De hecho, no es el simple hombre quien hace la cosa: es el hombre
inspirado. Y la razón de que nos sorprenda la vanidad de los artistas es que,
más o menos conscientemente, apreciamos el contraste entre lo que Dios ha hecho
a través de ellos y sus propios yoes repugnantes […] Cuando se trata de una
obra de genio, el hombre está muy por debajo de ella: está en un plano
diferente. Ningún hombre es por sí mismo un genio. Ese genio se le presta desde
fuera.
Por su parte Simon Leys
enuncia algunas consideraciones en cuanto al vínculo del artista con su
producción
(…) la obra creada posee un esplendor y una profundidad que exceden en
mucho el calibre de su creador. La obra no sólo es más grande que su autor, es
de una naturaleza diferente: llega de algún otro lugar. El autor sorprende a
los que admiran su obra; comparado con ella, parece vacuo. Y sin embargo, ¿no
fue precisamente esa misma vacuidad la que le permitió dar vía libre para que
nacieran sus obras?
Un artista sólo puede asumir la plena responsabilidad de aquellas obras
suyas que son mediocres o abortadas (en éstas, ¡ay!, puede reconocerse a sí
mismo totalmente), mientras que sus obras maestras siempre deben causarle
sorpresa. Georges Bernanos, que no era ciertamente alguien inclinado a la
delicadeza literaria, comentaba sobre su Diario
de un cura rural: “Estimo este libro como si no lo hubiese escrito yo”. Y
en realidad, en un sentido (…), no lo había escrito él. ¿Puede en realidad un
escritor clarividente creer alguna vez que la fuente de su inspiración se halla
dentro de él? ¡Es como si creyera que posee el arco iris o la luz de la luna
que transfigura por un momento su jardincito!
Claro está que no sería
justo quitar mérito a la labor de los creadores, al enorme grado de
concentración que –siempre siguiendo a Leys- demanda su tarea.
Juntar esos dos nombres [Simenon y Mozart] aquí puede parecer
incongruente…, y lo es, en todos los aspectos, salvo en uno esencial: el
funcionamiento de la mente creadora. El punto de partida era para ambos
artistas de crucial importancia: había una frase musical, una visión inicial,
que se les daba; una vez agotada esta
primera fase seguía rápidamente el resto, en un impulso impetuoso, sin
vacilación, en un flujo continuo…, lo que Mozart llamaba il filo. La velocidad de este proceso, su rotundidad, su seguridad
y su certeza triunfales pueden hacer hablar a observadores superficiales de
“facilidad”; se trata de una impresión muy engañosa, porque, para sostener el
ritmo del dictado interior sin romper el hilo, el artista debe movilizar
poderes de concentración que son casi sobrehumanos.
Ahora bien, el lector que
quedó conmocionado al concluir una obra ansía conocer al autor suponiendo que
existe una suerte de contigüidad entre ellos. Y en muchas ocasiones la
decepción es grande, muy grande (es importante aclarar que la cuestión no es
exclusiva de los hombres de letras dado que hay también payasos que en su vida
privada son muy tristes, pintores que no dan color y humoristas que fuera del
escenario transmiten una tristeza contagiosa). Simon Leys profundiza en ello.
La gente suele sorprenderse cuando cae en la cuenta de que, en la vida,
los grandes escritores no se parecen mucho a la imagen que se habían formado de
ellos al leer sus obras. Por ejemplo: pueden descubrir con ingenuo asombro que
un fiero polemista, cuyo ardor y cuya violencia les habían sobrecogido, es en
realidad un hombre tranquilo, tímido y retraído; o también que el profeta
orgiástico de pasión ardiente, que había agitado su imaginación sensual,
resulta ser en realidad un eunuco; que el aventurero famoso, que les hizo soñar
en horizontes exóticos, calza zapatillas y nunca abandona su cómodo asiento
junto al fuego; que el esteta de cuyas lecciones exquisitas extrajeron tanta
inspiración come en platos de plástico y lleva unas corbatas horrorosas. Deberían
haberlo pensado mejor.
Y es que en muchas ocasiones
–tal como afirma Leys- el proceso creativo procura compensar ciertas carencias
personales. “Es muy frecuente que un artista cree con el fin de compensar una
deficiencia; su creación no es el flujo gozoso y exuberante de una inundación,
es con mayor frecuencia un patético intento de responder a una necesidad, de
salvar un vacío, de ocultar una herida.”
Sucede entonces que si el
encuentro con un autor puede llegar a ser frustrante, ni se diga lo que
acontece, como narra el mismo Leys, cuando coinciden dos colegas.
El encuentro de genios no siempre
propicia intercambios sublimes. El único encuentro entre James Joyce y Marcel
Proust es un buen ejemplo: estos dos gigantes de la literatura moderna
compartieron en una ocasión un taxi, pero se pasaron todo el trayecto
discutiendo sobre si abrir la ventanilla o no. (Esta anécdota tiene que ser
cierta, porque la inventó Nabokov).
Por otra parte, y luego de referir un
acontecimiento puntual, Hans Blumenberg proporciona una explicación a lo que
venimos considerando al señalar que es habitual que los escritores estén más
pendientes de los ausentes que de los presentes (lo que –como veremos- les
ocasiona daños de mucha consideración).
"Es asombroso", decía la
seductora aunque pobre Mrs. Bulwer -casada con el entonces tan exitoso Edward
Bulwer-Lytton y a la que llamaba "Poodle"-, "lo aburridos que
son los escritores".
Ella debía de saberlo. Y qué razón
tenía. Cuando su marido se decidió finalmente a ser más entretenido y viajó con
ella a Italia, tuvo la desgracia de que se le ocurrió escribir en Nápoles su
única obra inmortal, aunque en modo alguno la mejor: Los últimos días de
Pompeya. Eso colmó el vaso. Rosina, que así se llamaba realmente, ya no
pudo resistir a la seducción de un noble napolitano.
Así que tenía razón. Ahora bien: ¿podría
ser de otro modo? Este tipo de gente, los escritores, viven de cumplir
profesionalmente la ley de no hacer caso de los presentes para parecer más
divertido a los ausentes.
Esta inevitable confusión de lejanía y
cercanía, de próximo y lejano, es lo que hace tan aburridos al escritor para
quienes tienen que habérselas con ellos. El escritor no está para ellos.
¿Qué dicen los propios literatos de este
asunto? En lo que concierne a Alejandro Rossi, a fuerza de realidad debió
abandonar su mirada idealizada en relación a quienes se dedican al oficio.
Cuando yo era adolescente pensaba que
los grandes escritores eran personas incapaces de maldad. Mi razonamiento era a
la vez simple y falso: la bondad acompaña a la comprensión, a la inteligencia,
sin la cual –creía- es imposible escribir una página que valga la pena. Aún
recuerdo mi escándalo al leer, en las memorias de un contemporáneo, que
Valle-Inclán pateó a un (pequeño) perro empeñado en subírsele a una pierna
mientras él (Valle-Inclán, claro) buscaba un libro.
También están aquellos que no tienen muy
buena opinión sobre sí mismos, como Jorge Ibargüengoitia que al tiempo de
reivindicar el derecho a la soledad y a comunicarse con los demás únicamente
por sus obras, ofrece un perfil muy peculiar de quienes se sienten atraídos por
las letras.
Uno de los pocos
atractivos que tiene para mí el oficio de escritor, es que puede desempeñarse
sin necesidad de aparecer en público. El escritor es, por definición, un
personaje que ha decidido comunicarse con sus semejantes a través de hojas de
papel escritas. Es un oficio que ni mandado hacer para tímidos, feos,
tartamudos o simplemente insociables.
Mientras que para Manuel Vázquez
Montalbán “[Andrea] Camilleri es una persona tan natural y acogedora que no parece
escritor. Elogio desmesurado que sólo podría haberle dedicado otro escritor
que, en su juventud, cuando era más sincero, pensaba que casi todos los
escritores establecidos eran unos tarambanas.” Nada mejor para concluir que la
sentencia lapidaria de Javier Marías:
“La posteridad cuenta siempre con la ventaja de disfrutar de la
obra de los escritores sin el incordio de padecerlos a ellos.”
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