jueves, 31 de agosto de 2017

Chesterton y los predicadores


Me gusta mucho leer a G.K. Chesterton y recurro a él con frecuencia; siempre salgo tocado, tanto por los temas que aborda como por la manera en que lo hace. Entiendo que es un conservador lúcido, provocador, irónico, con gran sentido del humor, que con frecuencia presenta virajes inesperados en el desarrollo de sus ideas. Aun cuando reivindica la ortodoxia, asume su libertad para encarar las diferentes problemáticas que concitan su interés. Por todos estos motivos, y muchos más, es convocado con frecuencia a este blog.

Y hoy nos detenemos en su aversión hacia los predicadores, de lo que da cuenta Santiago Alba Rico.

(…) Chesterton, que los conoció de todas las clases, no podía sufrir a los predicadores. Ya predicasen el arte por el arte, el socialismo o el nombre de Cristo, siempre le pareció más decisivo, a la hora de clasificarlos, el temperamento que todos ellos compartían que las doctrinas que los enfrentaban. Nunca predicó contra ellos; los desnudó a golpes de razonamiento, los azotó, sacudió y derribó con sus argumentos e incluso arrojó a uno de ellos –o lo intentó- por la ventana. (…) 
A los predicadores de derechas les afeaba su aristocratismo nihilista, que sacrificaba el patriotismo al imperialismo y los vicios más decentes a las virtudes más criminales. No soportaba a los escépticos que no creían ni en la tabla de multiplicar ni en los milagros, pero sí en los periódicos y las enciclopedias; ni a esos otros que, al mismo tiempo que sospechaban del arte, se vanagloriaban de sus propias obras.

Su catolicismo militante no impidió que arremetiera contra los suyos, amparado en una de sus convicciones innegociables: “La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza.” Es así que de acuerdo a lo que afirma Alba Rico: “Tampoco soportaba a los creyentes desmesurados incapaces de medir una castaña y, aún menos, una montaña, tan ocupados en dejarse devorar por Dios como para desdeñar comerse un pollo; ni a esos otros tan henchidos de fe que dudaban de sus propios razonamientos y temían sus pasatiempos.” Y en ocasiones –según el mismo Santiago Alba Rico- confluían sus críticas a ambos sectores. “A unos y a otros les reprochaba, en definitiva, lo mismo: que nunca estuviesen de humor para las cosas y que, a fuerza de no apoyar en nada su lógica o sus misterios, acabasen por predicar –y promover- la Nada contra los hombres.”

Es importante señalar que Chesterton consideraba al orgullo como responsable de muchos de los males que aquejaban a la sociedad de su tiempo, por lo que reconocía que en el improbable caso que se viera obligado a predicar, no dudaría en dirigirle sus ataques.

Si tuviera que predicar un solo sermón, sería contra el orgullo. Cuanto más veo lo que ocurre en esta vida, y especialmente en la vida moderna, práctica y experimental, más me convenzo de la realidad de las antiguas tesis religiosas: que todo el mal comenzó con una tendencia a la superioridad; en un momento en que, bien se podría argumentar, el cielo se partió como un espejo porque hubo un gesto despectivo en el Paraíso. (…)
El orgullo es un veneno tan fuerte que no sólo envenena las virtudes; también a los otros vicios.

Ahora bien, Chesterton reconocía sus limitaciones y aceptaba que tampoco él (quizás agregaría, menos que nadie) podría ser un buen predicador. “En suma, si tuviera que predicar sólo un sermón, sería uno que seguramente irritaría profundamente a la congregación (…)”

Ante ello, y fiel a su estilo, extrae una conclusión tajante: “Si tuviera que predicar sólo un sermón, tendría la absoluta seguridad de que no me pedirían que dijera otro.”

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